En tres días de visita a la 33ª edición del Cinema Jove de Valencia, he visto imágenes que no habría podido imaginar antes de llegar a la estación Pintor Sorolla. En este breve periplo, me he visto obligado (porque así me lo pedía el cuerpo) a condensar toda una semana de actividades. Un festival de cine, al fin y al cabo, es esto: una tentación a contravenir los ritmos vitales naturales. Vivir más rápido, más intensamente… al igual que aquellos androides que soñaban con ovejas eléctricas. Entre los sonidos e imágenes que me llevo de Cinema Jove, las campanas de una iglesia que dan las diez y media de la noche y la pantalla gigante plantada en el centro del claustro gótico del Centre del Carme, donde se proyectó La furia (1978). En los títulos de crédito, en labores de dirección, el nombre de un cineasta que, cuatro décadas atrás, apenas llegaba a los 38 años de edad, aunque ya acumulaba en su hoja de servicios una decena de trabajos en solitario.
El ciclo “El Joven Brian De Palma” ha devenido un espacio sagrado en el corazón de Valencia. Tanto a nivel físico como espiritual, o si se prefiere, artístico. El director de Newark ha sido homenajeado a través de los títulos que marcaron su juventud. Murder à la Mod, Vestida para matar o El fantasma del paraíso nos recuerdan la “fascinación” que este director sigue siendo capaz de levantar. Al final de la sesión dedicada a La furia, los adolescentes y ancianos presentes estallaron en un aplauso tan violento como el espectáculo que acababan de presenciar. Preciosa y hasta conmovedora manifestación de esa cinefilia que, para bien o para mal, parece que sólo pervive en este tipo de citas.
Por mi parte, llegué a esta proyección “virgen”, sin haber visto antes la película de marras. Los festivales, ya se sabe, también sirven para enmendar estos pecados inconfesables. Queda claro, pues, que nunca es tarde para descubrir. En este caso, una cinta cuya locura (y encanto) queda magistralmente plasmada en la escena de apertura. Un padre y su hijo emergen del agua marina. Están en una playa de Oriente Medio, y los vemos enfrascados en una intensa, pero a la vez amistosa competición. En una carrera anfibia que deberá determinar cuál de los dos está más en forma. Una excusa como cualquier otra para reforzar los lazos de sangre… hasta que el rojo, precisamente, tiñe la arena. Sin previo aviso, un grupo terrorista irrumpe en escena, separando de la forma más dramática a ambos personajes.
Pero hay más: todo esto está siendo filmado por una cámara que contempla el horror desde una posición privilegiada, una apelación al artificio fílmico que es marca de la casa del director de Femme Fatale. Un año después de aterrorizar a medio mundo adaptando a la Carrie de Stephen King, De Palma acudió en La furia al material literario de John Farris. En él halló otra historia con jóvenes dotados (o condenados) con súperpoderes que van mucho más allá de la comprensión adulta. En La furia, el mundo de los sentidos choca, de forma muy ruidosa, contra el de lo intangible y atemporal. Aquí, como suele ocurrir con De Palma, sabio desde su juventud, la escenografía, los movimientos de cámara y la dilatación del tiempo ordenan el caos del film. Barridos, picados y zooms imposibles dibujan un campo que justifica el tono paranoide del relato. El objetivo capta un sinfín de personajes que no se conforman con el estatus de figurantes. Parece que cada elemento del cuadro tenga algo que ocultar y que aportar. Como si el observado fuera a convertirse, para mayor deleite voyeur, en otro puesto de observación. Puro De Palma: tan joven y a la vez tan vivido. La furia, lo revela la retrospectiva de Cinema Jove, tenía que venir después de Carrie, y tenía que hacerlo en la única forma que permitían los límites de la razón. Esto es, como el desesperado (y claro, furioso) alarido de la adultez, superada ésta por el empuje incontenible de una juventud monstruosa.
Volviendo a la Sección Oficial, encontramos a un director japonés de edad casi idéntica a la de aquel Brian De Palma. Con apenas 37 años, el japonés Takaomi Ogata presentó The Hungry Lion, quinto largometraje en su cuenta personal. Su nuevo trabajo, al igual que todo buen depredador, marca territorio desde la primera toma de contacto: una imagen fija que presenta a un puñado de alumnos sentados en sus respectivos pupitres. Éstos charlan tranquila y desorganizadamente sobre las banalidades que marcan su día a día, hasta que entra el profesor en el aula. Irrumpe la autoridad y parece que todo queda en su sitio. El maestro agarra con firmeza una hoja de papel y pasa lista. Todo normal, al menos durante los primeros compases… hasta que empiezan a encadenarse las ausencias, cada cual sustentada por excusas poco sostenibles. El run-run va in crescendo. Hasta que entra en la clase una figura aún más poderosa. El director, con gesto contrariado, pide al profesor que salga y que acompañe a dos policías que le están esperando.
Vuelta al caos. Por lo visto, circula por internet un vídeo pornográfico protagonizado por el ahora desahuciado maestro… y por una chica menor de edad. Terrible documento; intolerable perversión cuyo castigo no ha hecho más que empezar… y de perpetrarse, quizás, contra quien no lo merece. En éstas que Ogata nos presenta a la auténtica protagonista de este martirio. Una de las alumnas que habíamos visto al principio. Una estudiante modélica a la que una compañera de clase acaba de identificar como “la chica del video”. Una sospecha, una insinuación convertida en acusación por puro efecto viral. El archivo corre como la pólvora entre smartphones y ordenadores, y al poco rato, toda la juventud (la de la escuela, la del barrio, la de la ciudad, la del país) se ha enterado. Los adultos, a lo suyo. Ni están ni se les espera.
Takaomi Ogata firma un brillante ejercicio de descenso a los infiernos en un escenario que se presta a ello. Recordemos, por ejemplo, las sangrientas trifulcas entre alumnado y profesorado en Confessions, de Tetsuya Nakashima. Pues aquí más o menos igual en las causas y consecuencias, pero con mucho menos dopaje estético, y con bastante más reflexión. Tanto social como cinematográfica. Y es que a la hora de abordar temas tan peliagudos como el bullying o el acoso sexual, el director y coguionista muestra una actitud que podría catalogarse como “hanekiana”. Una apuesta cuya frialdad no se adopta por mero gesto, sino para intentar ir más allá de lo que las imágenes muestran… o al menos, para incidir en todo lo que éstas no pueden destapar.
En sus últimos compases, The Hungry Lion toma una serie de decisiones que a simple vista podrían pasar por simple gusto por el riesgo. El retrato a través de planos fijos y distantes va dejando paso, poco a poco, a fugas hacia otras maneras de entender la realidad. De repente, la cámara que graba pasa del cine a la televisión. Ahora, el sentido quirúrgico de la narración se diluye en una serie de recursos de bajísima alcurnia. Títulos explicativos, notas de piano tele-dirigidas a la fibra sensible, entrevistas impertinentes… Cada medio, queda claro, tiene sus propios métodos para tratar de alcanzar la verdad. Los del séptimo arte, por lo visto, se sitúan ligeramente por encima en lo que a nobleza se refiere, pero no dejan de estar exentos de este factor intrusivo que, a la larga, puede llevar al riesgo más imperdonable, el de la distorsión. En una época en la que las redes sociales han dejado patente que la cámara ha pulverizado todas las barreras de la intimidad, Ogata nos recuerda que no por ello han ganado éstas en sinceridad.
Ahora sí que sí: es hora de morir. El cuerpo, los ojos y el cerebro gritan “basta” tras la vorágine festivalera. Me retiro a tiempo, creo. Con el convencimiento de que en tres días he envejecido una semana; con el orgullo de que, a pesar de todo, sigo siendo joven. Para bien o para mal, el mundo nos pertenecía y nos pertenece. Lo decía De Palma, lo dice Ogata y lo demuestra Cinema Jove en Valencia.