Pocas películas como El auge del humano retratan mejor la condición líquida de cierta contemporaneidad, con cuerpos flotantes, moviéndose entre la penumbra, navegando entre pantallas y representaciones, saltando de pantallas y realidad con la facilidad que los videojuegos, por ejemplo, permiten pasar de un mundo a otro de forma natural, sin rupturas, sin transiciones, sin más lógica narrativa que la del propio movimiento. El auge del humano es también un trabajo en torno a una juventud a la deriva, suspendida en un tiempo que no entiende, pero que controla, y tratando de escapar, sin rebelarse, a la dictadura de un mundo aburrido y organizado de antemano. Jóvenes de cualquier lugar del mundo que bailan en la oscuridad, que se escapan, que caminan, tratando de dibujar un camino propio en un mundo ajeno: “Estar siempre haciendo algo, moverse, cambiar: esto es lo que goza de prestigio frente a la estabilidad que es, a menudo, sinónimo de inacción”; la definición del tiempo capitalista, prestigiado por su acción constante, definido por Luc Boltanski y Ève Chiapello en El nuevo espíritu del capitalismo es de alguna forma la Cara A de este movimiento retratado por Williams. Ese movimiento prestigioso, autónomo, ese siempre estar haciendo, sin descanso, es lo contrario de este movimiento perezoso, casi zombie, que retrata El auge del humano, que podría bien ser leído también como una suerte de manifiesto de la inacción o la post-acción. Frente al frenesí capitalista, global, y sin descanso ni sueño, los jóvenes de la película buscan sin buscar, bucean, y se mueven por los nuevos canales del espacio y el tiempo en busca de un lugar en el que establecerse. Jóvenes nómadas, perdidos, pero en auge. Gonzalo de Pedro Amatria

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