Desde su transparente título hasta su elección de escenarios (una tienda de relojes) y motivos sonoros (el redoble de las campanas de una iglesia), todo en 45 años parece señalar hacia una meditación en torno al transcurso del tiempo. El empuje del tiempo, al mismo asfixiante y liberador, ya se había convertido en la materia prima de Weekend, la anterior y muy prometedora película de Andrew Haigh. En ella, el realizador británico adoptaba el motivo narrativo del breve encuentro romántico, a la David Lean, y lo comprimía en un fin de semana, a la manera de la trilogía de Jesse y Celine de Richard Linkater. Con su talento para la construcción tipológica de personajes (dos jóvenes gays situados en los polos opuestos de la autoaceptación) y su habilidad para reanimar narrativamente una colección de tiempos muertos, Haigh se proponía como el próximo adalid del intimismo naturalista.

45 años parece la siguiente estación en un camino (certero, brillante, sin riesgos) hacia la consagración. Caben pocas dudas acerca del talento de Haigh para retratar los vaivenes anímicos de sus personajes, convertir en sonoros los silencios, y modular con delicadeza el trabajo de sus actores. En 45 años, el reto para el director y guionista consiste en desdoblar en diferentes senderos temporales el cataclismo privado de la pareja protagonista. Por un lado, un pasado en penumbra desde el cual una Rebeca hitchcockiana ensombrece la vida presente de un matrimonio a las puertas de las bodas de oro –un pasado que Haigh evoca a través de diálogos, fotografías y gestos, pero sin acudir a los flashbacks de baratillo–. Y, por otra parte, encontramos un presente tocado por un aura de amargura alimentada por la vejez, por la acumulación de años, ilusiones y sinsabores.

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45 años puede ser descrita justamente como una pieza de cámara fílmica, pero también podemos verla como una sinfonía susurrada de tiempos y puntos de vista: serena en el tono, volátil en su zigzagueo narrativo. Una inmersión en la dimensión agridulce de la vida en pareja que tiene como punto álgido la construcción y encarnación del personaje de Geoff Mercer: una criatura a ratos evidente, a ratos impenetrable. Tom Courtenay regala en la piel de Mercer una interpretación para enmarcar: punteando discretamente la cara más simple del personaje (su ternura y sus aires taciturnos) y subrayando enfáticamente la más compleja (su melancolía, su fragilidad), el actor juega al desequilibrio y encuentra vida en el camino. Incluso en la resolución del film, cuando se descubren todas las cartas, Geoff (Courtenay) sigue siendo un enigma para el espectador desde un punto de vista empático: ¿su presencia nos genera más simpatía o incomodidad?

Por su parte, Charlotte Rampling borda una de esas interpretaciones milimétricas que garantizan reconocimientos (es posible imaginar a Meryl Streep en la piel de Kate Mercer, o a Kate Winslet o Cate Blanchett en una versión rejuvenecida del personaje). Mientras el personaje de Geoff se va construyendo en el fuera de campo, el de Kate se apodera del encuadre: el semblante tenso de Rampling es el verdadero leit motif de la película y el desarrollo de su personaje la carta más espectacular de la película. Una evolución psicológica que, para mi gusto, resulta demasiado esquemática. Basado en un relato corto de David Constantine, el guión de Haigh hace gala de una escritura de alta precisión y, por desgracia, de una estructura demasiado reconocible. La progresión emocional de la pareja protagonista –del aparente bienestar al arrebato de alegría, de la aparición del recelo a la consagración de la amargura, de la desconfianza a la puesta en escena del simulacro– resulta algo esquemática y evoca aquellas cinco fases del camino hacia la muerte con las que ironizaba Bob Fosse en All That Jazz: rabia, negación, negociación, depresión y aceptación. Con su tempo narrativo moroso y al mismo tiempo tirante, 45 años exprime a conciencia su lista de ingredientes de cine-gourmet: personajes complejos, actores en estado de gracia, elegancia formal, grandes temas (la pareja y la vejez), suspense e incluso giros sorprendentes. Una receta perfecta para un equilibrado menú de cine académico.