Página web del Festival de San Sebastián (21-29 septiembre)
Cinco críticas de películas seleccionadas en la sección HORIZONTES LATINOS del Festival de San Sebastián.
LAS HEREDERAS. Marcelo Martinessi. Paraguay, Alemania, Uruguay, Brasil, Noruega, Francia (2018). 98 minutos. Con Ana Brun, Margarita Irun, Ana Ivanova.
Las herederas, debut en el largometraje del paraguayo Marcelo Martinessi, presentada en la pasada edición de la Berlinale, hace del confinamiento su hábitat natural. La película empieza en la claustrofobia de un cuadro estrechado desde sus límites laterales. La cámara acecha, desde una habitación contigua, el tardío despertar de la protagonista. Una mujer que en realidad es una especie de gato doméstico, obligado a ejecutar un truco para el que nunca le prepararon: estrecharse el cinturón. El palacete donde vive es prácticamente una extensión de su cuerpo. La unión entre lo orgánico y lo material es, se podría decir, vital.
El único mérito del personaje central es el de haber heredado un apellido de buena familia. Todo le fue dado por derecho de nacimiento. Nada tuvo que ganarse luchando. La sangre azul de sus antepasados se ha secado en sus venas, y claro, ella se ha marchitado. El patrimonio al que se aferra esa vieja rica es el mismo que quieren comprar, como sea, las nuevas fortunas. Martinelli nos encierra en un ambiente de decadencia “viscontiana”, aderezado con una violencia omnipresente, no concretada, pero latente en cada gesto, en cada decisión, fruto de las angustias de la falsa honra, de no querer bajarse del tren (de vida).
Los cuadros cerrados y los puntos de vista limitados comprimen aún más el espacio de una acción que transcurre, principalmente, en diversas jaulas. Algunas doradas, otras figuradas, todas al borde del derrumbe. Cada una testigo de un mundo que usa el deseo para huir, que ve la muerte con pánico, y que por ello agoniza aferrándose a una vida que en realidad es un malvivir material, orgánico y, por supuesto, espiritual. Martinelli funde estas tres esferas primero a través del inspirado trabajo interpretativo de su protagonista, Ana Brun, y después gracias a un sólido ejercicio de contención formal y discursiva. Por compromiso con el retrato veraz, y para huir de tentaciones de morbos decrépitos. Difícil encontrarle grietas a la propuesta; casi imposible pedirle más. Víctor Esquirol
EL MOTOARREBATADOR. Agustín Toscano. Argentina, Uruguay, Francia (2018) 93 minutos. Con Sergio Prina, Liliana Juarez, León Zelarrayán, Daniel Elías.
Dos personas montan una moto y observan a la distancia cómo una veterana mujer saca dinero de un cajero automático. Cuando sale, uno de ellos trata de quitarle la cartera, pero la señora no la suelta y comienza a ser arrastrada a toda velocidad hasta que queda tirada sobre el asfalto. Los ladrones van hasta un basurero ubicado en las afueras de la ciudad de Tucumán, buscan la billetera y se dividen el botín. Sin embargo, uno se quedará también con el documento de la víctima. Así, con una secuencia poderosa y brutal, comienza El motoarrebatador. El conductor de la moto es Miguel (Sergio Prina), separado y padre de un chico de 11 años al que ve a lo sumo un par de días a la semana, que se gana la vida con ese tipo de robos en una ciudad como la de Tucumán que está en estado de caos por una huelga de policías y una ola de saqueos.
Pero a Miguel el arrebato le resultó demasiado violento y, dominado por la culpa, acude al hospital y descubre que Elena (Liliana Juárez) ha quedado con amnesia casi total. Así, sigue visitándola todos los días haciéndose pasar por un familiar. ¿Encontrará en ese engaño, en esa mentira piadosa, una forma de ayudar, de redimirse, de tener una segunda oportunidad? Ese es el planteo moral que está en el corazón de un film que describe la progresiva degradación, un descenso a los infiernos personales de un victimario que es también víctima del estado de las cosas en una Tucumán tensionada y agobiante. Con un registro que por momento remite al cine de los hermanos Dardenne y en otros al de Pedro Almodóvar (por los equívocos propios de la amnesia), y con un impecable elenco de actores tucumanos con los que Toscano viene trabajando desde hace tiempo también en teatro, El motoarrebatador resulta una potente, contradictoria, provocativa, incómoda y al mismo tiempo estimulante combinación entre tragicomedia y thriller psicológico con familias escindidas y crisis afectivas en medio de esos fuertes conflictos sociales. Diego Batlle
LA NOCHE DE 12 AÑOS. Álvaro Brechner. Uruguay, Argentina, España (2018). Con Antonio de la Torre, Chino Darín, Alfonso Tort.
Existe una estirpe de cine histórico que, aferrado al potencial más esencial de la escritura fílmica, aspira a trascender el didactismo para abrazar una dimensión corpórea, táctil; un cine más físico que novelesco, donde cuenta más lo que “se siente” que lo que “se entiende”. A esta noble corriente fílmica pertenecen obras tan dispares como las películas bélicas de Sam Fuller, el Alan Clarke de Elephant, los docudramas de Paul Greengrass o Essential Killing de Jerzy Skolimowski. La paradoja de esta corriente de “cine esencial” es que, dando la espalda a una cierta claridad expositiva, puede ofrecer un retrato inusualmente incisivo de la realidad mostrada: su mirada extremadamente cercana a los hechos puede desdibujar los bordes del cuadro, pero eso no hace más que revelar el núcleo (humano, psicológico, ideológico) del conflicto explorado.
La noche de 12 años, el nuevo film del cineasta uruguayo Álvaro Brechner, se sitúa en las coordenadas de este cine histórico-sensorial. Para dar cuenta de los 12 años de reclusión incomunicada que sufrieron, de 1973 a 1985, a manos del gobierno militar de Uruguay, los disidentes Mauricio Rosencof (Chino Darín), Eleuterio Fernández Huidobro (Alfonso Tort) y José Mujica (Antonio de la Torre) –este último, futuro presidente del país–, la película se concentra en las vivencias privadas de los personajes sin apenas salir de los diferentes centros de reclusión por los que pasaron los protagonistas –los escasos flashbacks no se hallan entre los mayores logros del film–. Basada en el libro autobiográfico Memorias del calabozo, escrito por Rosencof y Fernández Huidobro, La noche de 12 años ofrece una sugerente inmersión esteticista en las vivencias del trío, un despliegue audiovisual que remite al trabajo de Steve McQueen en la poderosa Hunger. En el film de Brechner, los planos temblorosos capturan la incertidumbre de los rehenes, los planos detalle de los cuerpos huesudos y amoratados revelan la inclemencia del autoritarismo, los bamboleantes planos subjetivos perfilan unas condiciones al límite de la supervivencia, y un largo plano circular (el primero del film), que se va enfocando hasta mostrar un episodio de brutalidad policial, pone en imágenes la voluntad de la película de ajustar cuentas con un sangrante episodio histórico. Manu Yáñez
FAMILIA SUMERGIDA. María Alché. Argentina, Noruega, Alemania, Brasil (2018). 91 minutos. Con Mercedes Morán, Marcelo Subiotto, Esteban Bigliardi.
El primer largometraje de María Alché, la protagonista de La niña santa, apela a un cierto cine de la desintegración. Tras la muerte de su hermana, la protagonista de esta historia (Mercedes Morán) siente cómo se va destruyendo su universo interior… y también el exterior. Moviéndose constantemente entre la claustrofobia y la agorafobia más insufribles, esta musa de Lucrecia Martel se acerca, a las primeras de cambio, a la categoría de maestra. Su carta de presentación es un pesadillesco ejercicio de impresionismo sostenido a lo largo de hora y media, al final de la cual el contagio es absoluto. El malestar del personaje central, encerrado (o sumergido) en una ingente masa de aire viciado, se transfiere al observador.
Un tropel de personajes fuera de lugar interactúan a través de mecanismos que escapan a nuestra comprensión. Pedirle sentido al asunto carece, precisamente, de sentido. Una reacción excesiva, una broma que cuaja a pesar de su mal gusto… ésta no es nuestra familia, está claro. Pero, al parecer, tampoco es la de una mujer que siente que no pertenece a ningún sitio. Se estrechan las paredes del hogar y las cortinas del salón se convierten en telarañas que apresan y asfixian. En algún rincón de la casa, el último Darren Aronofsky aplaude mientras sigue tocando la lira. La depresión que surge de la muerte de un ser querido es gestionada de la peor de las maneras por parte de los supervivientes. El día a día pierde la noción del tiempo (y del espacio) y deviene una carrera insufrible, de meta inalcanzable… a no ser que antes se haya aceptado la demencia como único modo de desencriptar la realidad. Víctor Esquirol
SUEÑO FLORIANÓPOLIS. Ana Katz. Argentina, Brasil, Francia (2018). 106 minutos. Con Mercedes Morán, Gustavo Garzón, Marco Ricca, Andrea Beltrão.
Hay pocos directores capaces de construir un estilo, de conseguir un tono tan personal que permite identificarlos con solo ver un plano de una de sus películas. Eso es lo que ocurre con el espíritu tragicómico y querible de Ana Katz. Sus historias pueden transcurrir en lugares, tiempos y circunstancias muy disímiles, pero hay algo (una mirada del mundo, una sensibilidad particular) que unifica a las atribuladas criaturas de su filmografía. Sus personajes están siempre al borde del patetismo, pero la realizadora y guionista combate la mirada cínica y despiadada con una dosis de ternura y comprensión que termina por entenderlos y, de las formas más insospechadas, por redimirlos.
En el caso de Sueño Florianópolis no solo describe las desventuras de una típica familia de esas que inundaron las playas de Brasil en tiempos de cambio favorable (1992 en ese caso), sino que de alguna manera genera una retrato, y cuestiona ciertas miserias, de la clase media argentina en su conjunto. Lucrecia (Mercedes Morán) y Pedro (Gustavo Garzón), ambos psicólogos, son un veterano matrimonio que está en avanzado proceso de separación, pero igual deciden viajar con sus dos hijos adolescentes, rumbo a Florianópolis a bordo de un destartalado Renault 12 Break. Entre las rencillas inevitables de toda experiencia vacacional, las tensiones entre esa pareja en disolución, las diferencias generacionales y las tentaciones, Katz va tejiendo su habitual universo tragicómico, un poco provocador, algo incómodo, pero siempre fascinante.
El film –leve y entrañable como una comedia rohmeriana– tiene un inevitable sesgo nostálgico, pero la mirada melancólica nunca está subrayada, recargada ni interfiere con el retrato íntimo, con las facetas más sensibles de la historia. Es, sí, una película de redescubrimiento, sobre el fin de una era (el adiós de un matrimonio, las últimas vacaciones con los hijos) y las inquietudes, las dudas, los temores que generan los cambios para el inicio de una nueva. Diego Batlle