FRANCOFONIA. Alexandr Sokúrov. 90 minutos. Francia-Alemania (2015). Con Johanna Korthals Altes, Louis-Do de Lencquesaing, Vincent Nemeth. Inauguración.
Para los que esperaban de Francofonia una suerte de “secuela” de El arca rusa llevada al Museo del Louvre de París, la nueva maravilla de Alexandr Sokúrov –una obra más próxima a sus tentativas “elegías” documentales que a sus rotundas ficciones– puede suponer una pequeña decepción. Planteada como un inquieto ensayo fílmico que reflexiona sobre la historia y el presente de Europa –representada por el eje franco-alemán–, Francofonía presenta un fluido magma de imágenes de archivo, recreaciones históricas y escenas documentales que acercan al espectador al corazón del Louvre: “Quién necesita a Francia sin el Louvre”, sentencia la voz en off del director de Madre e hijo.
Situándose de forma explícita como el narrador y haciendo gala de una exuberante libertad formal, Sokúrov se alinea aquí con el cine reciente de Jean-Luc Godard. Más concretamente, el director de Faust juega con las imágenes (digitales) de un barco a la deriva que transporta valiosas obras de arte y que simboliza el desconcierto de la Europa actual, como ocurría en Film Socialisme. El cineasta ruso se muestra particularmente interesado por la relación que entablan Jacques Jaujard, director del Louvre en el momento de la caída de Francia a manos de los nazis, y el conde Franz von Wolff-Metternich, responsable nazi de la protección de las obras de arte del “enemigo”. La colaboración entre ambos para salvar el fondo artístico del Louvre se presenta como un acto heroico, aunque Sokúrov no se corta un pelo a la hora de enviar dardos al chauvinismo francés –golpeado por su sometimiento al invasor alemán durante la Segunda Guerra Mundial– y al orgullo alemán –“¿Cuándo ha ganado Alemania algo?”, afirma en tono de provocación el autor de Moloch–. Entre la didáctica lección de historia, el sublime ensayo sobre arte –Sokúrov inyecta un aura mágica a la galería de retratos del Louvre– y el discurso ideológico, Francofonía se erige en una emotiva oda a la riqueza cultural europea, un canto que no oculta el desencanto ante un presente catastrófico. Manu Yáñez
11 MINUTES. Jerzy Skolimowski. 81 minutos. Polonia/Irlanda (2015). Con Richard Dormer, Paulina Chapko, Wojciech Mecwaldowski. Clausura.
Una tarde cualquiera, en Varsovia, seguimos a un grupo de personajes cuyas vidas se juegan al limite: un hombre celoso persigue desesperado a su mujer, una bella actriz se cita con un director petulante, un joven atracador enfrenta sus miedos, un mensajero adicto a las drogas se precipita por un infierno alucinógeno… ¿Cuánta vida y cuánto cine caben en 11 minutos? A la hora de vislumbrar la esencia de la expresión cinematográfica, vale la pena atender a los viejos maestros, como el polaco Jerzy Skolimowski, que en 11 minutes disecciona la relación entre las dos variables constitutivas del cine: el movimiento y el tiempo. En su heterodoxa respuesta al cine de acción de Hollywood, Skolimowski pone en escena la batalla por la supervivencia de una jauría humana que dirime su suerte entre las 5 y las 5:11 de la tarde de un día cualquiera. Lo extraordinario aquí es que, con un guión milimétrico, Skolimowski se libera casi totalmente del ancla psicológica del cine: nunca lleguamos a comprender del todo las motivaciones de los personajes, que quedan suspendidas en un limbo de suspense.
Esta estrategia anti-psicológica y abstracta no es nueva en la carrera de Skolimowski, que ya la puso en práctica en 1967 cuando filmó a Jean-Pierre Léaud intentando robar un Porsche en la torrencial Le départ, y en 2010 cuando puso a Vincent Gallo a batallar contra la naturaleza y el fundamentalismo en la meditativa Essential Killing. 11 minutes es un prolongación, más manierista si cabe, de ese proyecto de despojamiento fílmico, una apuesta esteticista que trae a la memoria el trabajo de Brian De Palma en Femme Fatale. ¿Y qué hay del mensaje del film? Sin desvelar demasiado, cabe decir que el sentido de 11 minutes cuaja en un final en el que Skolimowski da forma y sentido a todo lo amasado durante la película, aunque ese sentido no es para nada unívoco: los interrogantes se imponen a las certezas. ¿Qué empuja a los personajes hacia el vacío? ¿Es la debacle moral del mundo contemporáneo o quizás un nihilismo universal? ¿Hay una fuerza externa que controla el destino de estas criaturas? ¿Qué demonios es ese objeto suspendido en el cielo que fascina e inquieta a los personajes? Y, por último, ¿cuál es el lugar del ser humano en el ruidoso caos audiovisual contemporáneo? Así habla el espeso y delicioso caudal de enigmas de 11 minutes. Manu Yáñez
EL MOVIMIENTO. Benjamín Naishtat. 70 minutos. Argentina, Corea del Sur (2015). Con Pablo Cedrón, Marcelo Pompei, Francisco Lumerman, Céline Latil. Competición Oficial.
Historia del miedo, con su estructura coral y su tono entre alucinatorio y paranoico, ya nos presentaba a un director con múltiples ideas psicológicas, narrativas y visuales. Poco más de un año después, este joven director rodó en tiempo récord (dos meses incluida la posproducción) y con un presupuesto acotado surgido en principio de una ayuda del Festival de Jeonju (Corea del Sur) una película que en principio poco tiene que ver con aquella ópera prima desde lo temático, pero que lo muestra igual de audaz y aún más sólido y afiatado en sus búsquedas. Filmada en blanco y negro, El Movimiento combina elementos del western, del thriller político, del costumbrismo gauchesco, de la épica histórica (y, sobre el final, hasta del falso documental) con sorprendente eficacia. Tiene algo de Jauja, de Lisandro Alonso (con quien comparte, además, la pantalla 4/3 casi cuadrada), también de La película del rey, de Carlos Sorin; y de trabajos de Werner Herzog como Fitzcarraldo o Aguirre, la ira de Dios.
Pablo Cedrón, imponente e impecable, interpreta a una suerte de caudillo que deambula por las pampas buscando apoyo para “el movimiento” del título. Estamos en 1835, época de pestes y anarquía, tal como advierte un cartel al comienzo, tiempos de barbarie. La violencia por momentos sádica, la locura de esa “mala época” de rivalidad entre unitarios y federales, tienen su razón de ser. El extraordinario trabajo con mínima luz en escenas mayoritariamente nocturnas, los plano secuencia con cámara en mano, el uso climático del sonido y la música, y la apelación a elementos folclóricos y hasta místicos convierten a El Movimiento en un viaje pesadillesco y aterrador a un pasado lejano, pero con muchas, demasiadas conexiones con la violencia política reciente y, por qué no, actual. Para ver, disfrutar, pensar y, claro, discutir. Diego Batlle
JOHN FROM. João Nicolau. 100 minutos. Portugal (2015). Con Julia Palha, Clara Riedenstein, Filipe Vargas, Leonor Silveira, Adriano Luz. Competición Oficial.
¿Puede el tema de una película alterar las reglas lógicas de la ficción? La respuesta puede ser afirmativa cuando el film busca poner en escena la subjetividad de un protagonista que camina hacia la locura. En este sentido, si interpretamos el amor como una alucinación de la conciencia, no debería extrañarnos el osado planteamiento formal del segundo largometraje del cineasta portugués João Nicolau. Así, John From arranca como un relato realista sobre las peripecias de una adolescente (Julia Palha) enamorada en secreto de su vecino veinte años mayor que ella (Filipe Vargas). Pero, progresivamente, ciertos elementos sobrenaturales se añaden a la historia, sin ninguna explicación que revele su aparición, pues su misión es transformar la ficción en una representación metafórica de los efectos alucinógenos que experimenta todo individuo que se halla cegado por el primer amor de juventud. Con tan sólo tres personajes principales –la chica, su mejor amiga y el amado– y dos satélites –la madre y padre de la protagonista–, John From juega a destruir los códigos verosímiles de la película e inventar otros nuevos que abracen el surrealismo. Este brillante homenaje al savoir-faire de Eugène Green se sitúa a medio camino entre el humor seco de Miguel Gomes y el retrato preciosista del universo femenino de Virgil Vernier en Mercuriales. Tras maravillarnos con A Espada e a Rosa y su espléndido cortometraje, Gambozinos, John From es el film definitivo que ha investido a João Nicolau como nuevo referente del cine portugués. Carlota Moseguí
THE EVENT. Sergei Loznitsa. 72 minutos. Holanda/Bélgica (2015). Competición Oficial.
Un cuarto de siglo después de la desintegración de la URSS, el cineasta ucraniano Sergei Loznitsa revisa un episodio histórico que posiblemente cambió el curso de la historia. The Event (Sobytie) es una recopilación de imágenes de archivo sobre los tres días que sucedieron al golpe de estado fallido de agosto de 1991, que pretendía devolver el orden y la firmeza comunista al nuevo gobierno de Boris Yeltsin. Curiosamente, Loznitsa descarta documentar el intento de la toma de poder en Moscú y se centra en las protestas que provocó este suceso lejano en San Petersburgo. Tal como ocurría con los manifestantes ucranianos de Maidan, la anterior película de Loznitsa, los inconformistas ciudadanos de San Petersburgo trastocaron el curso de los acontecimientos. En este sentido, Loznitsa fuerza al espectador a preguntarse por el verdadero “evento” que alteró el destino de los habitantes de la URSS. ¿Fue el fracaso de aquel golpe de estado el detonante del colapso de la Unión Soviética? ¿O quizá los fueron las concentraciones multitudinarias donde el gentío habló, por primera vez, tras veinte años de silencio?
Loznitsa sugiere una nueva lectura de los acontecimientos, siempre con la distancia apropiada, sin manipulación. La única intrusión que se permite (más allá del trabajo de ensamblaje de las imágenes) es la inclusión de El canto de los cisnes, que musicaliza unas imágenes que, a la manera de la vieja escuela soviética, están filmadas con una impecable cámara en mano. La elección de la pieza de Tchaikovski no debe interpretarse como un mero añadido decorativo. Mientras las imágenes de archivo representan la memoria visual, la música escogida es también una reminiscencia: durante aquellos tres días de huelga, las televisiones sólo emitía reposiciones de El canto de los cisnes para mantener desinformada a la población. Carlota Moseguí
NOITE SEM DISTÂNCIA. Lois Patiño. 23 minutos. España-Portugal (2015). Competición Vanguardias.
Hay almas en el paisaje, espectros, sombras, memorias de otras vidas que nos acompañan. Y Lois Patiño se ha propuesto encontrar el dispositivo cinematográfico que extrae de la naturaleza aquello que atesora invisible a nuestros ojos. Así, Noite Sem Distância abunda en el aspecto menos naturalista del trabajo del director de Costa da Morte. Por si alguien tenía dudas acerca de su aproximación personal, y no siempre romántica, a la naturaleza, aquí el dispositivo cinematográfico aleja a las imágenes de la representación idealizada del paisaje para convertirlas en una materia prima que Patiño moldea. La naturaleza es la fuente, pero no es la musa, y el objetivo no es ni mucho menos una representación realista, una mimesis de lo real, sino la construcción de una experiencia cinematográfica, sonora, audiovisual, que cuanto más abstracta y extrañada es, más se vincula con el paisaje original.
Noite Sem Distância supone la primera aproximación de Patiño a algo similar a una ficción depurada: el retrato del tiempo detenido de unos contrabandistas que tratan de cruzar la frontera entre Galicia y Portugal en un tiempo indefinido. Un compás de espera nocturno en el que el realizador ensaya dos técnicas de extrañamiento: por un lado, una simple inversión en negativo de la imagen convierte el paisaje en una pesadilla extraída de una noche alucinada; por otro, Patiño juega con cierto contraste entre la inmovilidad de las figuras humanas dibujadas sobre un paisaje que no se altera, y una cámara que lo recorre levemente. Todo se mueve, todo respira, todo suena, todo avanza imperturbable excepto esas sombras semi-humanas, espectros, voces de otro tiempo, que respiran levemente, casi inmóviles. Si cualquier documental tiene una relación directa con la muerte y los espectros, por su especial vinculación con lo que queda y lo que desaparece, Patiño ha construido con Noite Sem Distância su película más fantasmagórica, más aterradora. Crítica completa en Otros Cines Europa. Gonzalo de Pedro
BELLA E PERDUTA. Pietro Marcello. 87 minutos. Italia/Francia (2015). Foco Pietro Marcello.
Entre Albert Serra y Raymond Depardon (sí, entre semejantes extremos de la expresión cinematográfica) se ubica Bella e perduta, una película que bebe tanto de la ficción más absurda como del documental etnográfico. El director de la magistral La boca del lobo narra la historia de Pulcinella, un patético sirviente enmascarado que proviene de las profundidades del monte Vesubio para establecer comunicación entre los vivos y los muertos ¿A qué llega a la Caserta contemporánea? A ayudar a un simple campesino, Tomasso, a cumplir un último deseo: salvar a un joven búfalo llamado Sarchiopone ¿Quieren más? La película está narrada a través de la voz off del… ¡animal! (a cargo de Elio Germano). Y Tomasso, además de cuidar a su ganado, se ocupa de mantener el castillo de Carditello, una magnífica obra arquitectónica de los Borbones del siglo XVIII arrasada por el paso del tiempo y los sucesivos robos. Y, ya en el terreno del cinéma-verité, hay imágenes de refriegas policiales contra pobladores locales en diversas manifestaciones de protesta.
Así de disparatado, fascinante, contradictorio y audaz es este híbrido, este patchwork narrativo y visual, que es al mismo tiempo una alegoría política sobre Italia, un ensayo íntimo y social, y un poema fílmico ¿Qué por momento peca de solemne y pretencioso? Puede ser, pero Marcello tiene con qué valerse para sostener sus ambiciones. Un artista lleno de ideas, una de las miradas más llamativas y valiosas surgidas del cine italiano en los últimos años. Diego Batlle
NO COW ON THE ICE. Eloy Domínguez Serén. 65 min. Suecia, España (2015). Sección Pasajes de Cine.
Encaramada a las formas del diario fílmico y del cine ensayístico en primera persona, No Cow on the Ice disecciona un proceso de inmersión cultural y (auto)descubrimiento que arranca como un diccionario filmado del idioma sueco (distanciado y digital) y termina con el adiós a una tierra conquistada (emotivo y en formato Super 8). No Cow on the Ice es transparente en su premisa y relativamente hermética en su desarrollo. La película arranca con el aterrizaje en Suecia del director, miembro de la generación de jóvenes licenciados forzados a emigrar por culpa del austericidio al que se ha sometido a la sociedad española. Así, con la crisis nacional como ominoso fuera de campo, este film sosegado y reflexivo acompaña a su autor en sus desventuras laborales y sentimentales en una suerte de terra incognita. Una odisea minimalista que gana enteros cuando Domínguez Serén –director de Jet Lag (2014) y cofundador de la publicación online A Cuarta Parede– se esfuerza por representar de forma directa el abismo que, inicialmente, le separa del otro: sus vecinos, la cultura sueca.
Vale la pena atender a la disposición meditativa de la obra de Domínguez Serén. De hecho, el pasaje más deslumbrante de No Cow on the Ice está importado del pausado cortometraje I den nya himlen (No novo céio), que dirigió el propio Domínguez Serén en 2014. En dicha secuencia, se engarzan, a través de prolongados fundidos encadenados, una serie de estampas urbanas que tienen como centro de gravedad el Ericsson Globe, una cúpula que se impone de forma monumental sobre el paisaje de Estocolmo. En un riguroso ejercicio de geometría observacional, la escena invoca el choque conceptual entre lo permanente y lo transitorio, lo inmóvil y lo mutable: dialécticas que tienen un peso crucial en el discurso que plantea la película en torno al concepto de la identidad personal. A la postre, tomando la obra de Jonas Mekas como alma mater, No Cow on the Ice se revela como una obra sobre la búsqueda de la propia voz, primero silenciada (interior y exteriormente) por el destierro y la distancia cultural, y luego hallada en el diálogo con “el otro”. Manu Yáñez