Fernando Bernal (Festival de San Sebastián)

Catorce años han transcurrido desde que Jaime Rosales presentara en el Festival de San Sebastián Tiro en la cabeza (2008), generando uno de los torbellinos, entre la crítica y el público, más incontrolables en la vida del festival en este siglo XXI. Tanto formalmente como por su aproximación al fenómeno del terrorismo, la película ha quedado en la memoria del certamen como un acontecimiento que estaba pensado para “el espectador del futuro, que tendrá un alto nivel de conciencia”, como el propio Rosales reconoció durante la presentación. Ya en otra década, el cineasta vuelve a optar a la Concha de Oro con una película diametralmente opuesta: el teleobjetivo deja paso a la proximidad de la cámara, los equilibrios en cuanto a la planificación son sustituidos por la sencillez, y donde había silencio ahora encontramos palabras, diálogos cotidianos entre los personajes que son el sustento del film.

Girasoles silvestres se puede leer como una extensión de Hermosa juventud (2014), con la que comparte temas como la maternidad, las relaciones de pareja o las dificultades de la juventud actual para abrirse camino al futuro. Tras el hiato que supuso Petra (2018) –una obra mucho más densa y ambiciosa a nivel narrativo–, el cineasta catalán acomete una pieza más pequeña y libre, sustentada en los sentimientos y en la cercanía a su protagonista. Julia tiene 22 años, vive sola con sus dos hijos y sueña con ser enfermera, pero se tiene que conformar con pequeños trabajos como limpiadora. El guion, que firma el director junto a Bárbara Díez, desvela sin sutilezas que Julia sufre una dependencia emocional que la lleva a compartir su existencia con hombres. Pese a sus claroscuros, el cineasta no juzga a su protagonista, sino que la presenta a través de sus tres compañeros, en los que sí se manifiestan comportamientos tóxicos como el egoísmo, el miedo al compromiso, el sentimiento irracional de posesión y también el maltrato físico y psicológico.

A pesar de todo este sustrato dramática, el estilo narrativo de Rosales se decanta hacia un naturalismo diáfano, en una historia que se desarrolla entre el extrarradio de Barcelona y la costa de Melilla. Un trabajo realista cimentado sobre la luminosa fotografía de Hélène Louvart, colaboradora de Alice Rohrwacher en Lazzaro feliz (2018) y de Agnès Varda en Las playas de Agnès (2008). Cuando la cámara debe seguir a sus personajes, se limita a hacerlo mediante sobrias panorámicas; una apuesta por la contención y la transparencia que contrasta con el artificio que imperaba en algunos trabajos previos de Rosales. Aquí, el director de Las horas del día (2003) abraza una narrativa despojada de lastres estilísticos y así consigue dar forma a una obra que respira verdad.

Otro elemento destacable son las elipsis que sincopan la película y que perfilan una crónica abrupta de la vida de Julia, que se presenta en tres episodios: cuando conoce a un nuevo novio, el reencuentro con el padre de sus hijos y, finalmente, la oportunidad de recuperar a un antiguo amor del pasado. A la postre, Girasoles silvestres se constituye como un sumatorio de retazos de vida, suficientes para comprender a la protagonista (omnipresente Anna Castillo, que toma el pulso a su personaje desde la primera secuencia), pero que dejan una sensación de constante fuga y que consiguen que la película se encuentre siempre en el filo de su propio abismo.