Mariona Borrull (D’A Film Festival Barcelona)

Admiro la franqueza de Aftersun, la nueva película de Lluís Galter, autor de títulos como la sublevada Caracremada y la analítica La substància. En su nuevo ejercicio de corte ensayístico, Galter nos mete en su maleta y nos lleva de vacaciones con su pareja y su hijo, Guillem, al camping que cada verano les aloja en Sant Pere Pescador. Habitamos su intimidad a través de los clips de una cámara de vídeo que trata de acercarse al mundo desde lo observacional, pero cuyo dispositivo es saboteado a cada poco por la curiosidad y las interacciones del pequeño Guillem (¿qué hace su padre, grabándolos sin más?). Los clips son mundanos y tiernos a partes iguales, pero su carácter dulzón pronto es mancillado por la inquietud. En las imágenes filmadas por el padre, Guillem queda absorto durante unos segundos, con la mirada perdida y el cejo fruncido. Su contraplano, aquello a lo que mira, es un adulto vestido con un gran disfraz de osito amarillo, que lo observa de lejos. Lo que sigue es un estudio de los ecos provocados por la desaparición de un niño, presuntamente a manos de un pederasta, que sucedió hace años en la misma playa en la que veranea la familia Galter.

De lo bello a lo siniestro: la película incorpora la narración de un médico forense que, en la piscina municipal, relata las minucias del caso. Su voz perfila una serie de viñetas que ilustran el modo en que la desazón puede agujerear el contexto más idílico. Sin embargo, cabe destacar que el parlamento del forense no despierta una excesiva alarma en el entorno, habitado por un grupo de chicas preadolescentes que disfrutan, entre embobadas y asustadas, del sol que se precipita sobre una piscina atestada de criaturas chillonas. El contexto importa, en cuanto que Galter rehúye de la construcción de una obra catártica –se niega a recrearse en imágenes lúgubres para expiar miedos propios de la paternidad– en favor de un discurso poroso a la disonancia y la contradicción, así como ajeno a toda posibilidad de una lectura unívoca.

En definitiva, Aftersun se articula mediante el rozamiento de sus partes, que se van ensamblando de un modo retorcido y chisporroteante. De repente, la cámara queda fijada en varios sets de Playmobil: gente diminuta de plástico haciendo cosas en sus casitas. Por encima, oímos el cuchicheo de un grupo de niños tratando de adivinar qué fue del pequeño desaparecido, tanteando con cuidado oscuros desenlaces hipotéticos. Son sueños macabros, alimentados por el miedo y una curiosidad malsana. La película tiende a amplificar y extremar sus postulados: sobre planos de rostros desconcertados, el golpeteo metálico que nace de clavar la pica de una tienda en el suelo, repetido hasta la saciedad, deviene una percusión que augura tragedia. Y, en paralelo, el montaje juega a la chispa por contacto entre imágenes y sonidos que trazan un circuito más bien difuso. Sin un recorrido transparente, sin asideros lógicos, termina imponiéndose la ruptura de nuestras expectativas (por ejemplo, ¿sabían que el vitó es un pájaro autóctono de los aiguamolls de Sant Pere Pescador?).

En una propuesta claramente encarada al thriller, encontramos momentos para la risotada absurda, para la simpatía e incluso para el drama. De forma similar a la de Chema García Ibarra, o el mismo David Lynch (con quien la película comparte la bravura en su tránsito entre diferentes estados emocionales), Galter convierte la miasma siniestra del camping en un universo lleno de fugas. Son volantazos hacia otra parte, que de repente desvelan que quizás el foco de la película no está en recrear los finales posibles para la historia de un niño desaparecido, sino en dejarse fascinar por las formas de moverse, reaccionar y existir de las preadolescentes que lo buscan. Celebrar la presencia en lugar de recrearse en la ausencia; decir que seguimos aquí y que, sí, todes tenemos más miedo del que nos gustaría reconocer.