(Imagen de cabecera: Ari y Yonay pasan el rato de Yonay Boix y Ariadna Onofri)

Júlia Gaitano (D’A Film Festival Barcelona)

Estrenada en la pasada edición del Festival de San Sebastián, en la tierra del realizador vasco David González Rudiez, La noche nos lleva se despliega en forma de sombrío y abatido relato sobre derivas existenciales. Jorge, su apático protagonista (Carlos Algaba), es un jugador de baloncesto retirado que, a sus 35 años, ve como delante suyo se extiende la nada más opaca. Si, como afirmaba Nietszche, “cuando miras largo tiempo a un abismo, también éste mira dentro de ti”, el abismo de Jorge toma forma de angustiosa indolencia, marcada por una diáfana rutina que incluye dormir en el suelo, interaccionar con el microondas y salir a correr sin rumbo por las noches. Las imágenes se tiñen de esa misma noche que remolca al personaje, cuyo universo se caracteriza por la falta de color y claridad. González Rudiez sigue a su protagonista de muy cerca, cámara en mano, à la documental observacional.

En un momento dado, el film manifiesta lo que podría ser un halo de esperanza. Tras una etapa de progresivo abandono, Jorge se fuerza a despertar del letargo escapando de los espacios sin nombre de una ciudad impersonal. Pero la promesa de ese amanecer no se propaga a las imágenes, que mantienen al personaje anclado en su oscuridad inherente. Puede que su vacío sea mucho más hondo e insalvable de lo que la propia película está dispuesta a aceptar. Puede que, en el fondo, no importen ni la ruta, ni el camino, ni la meta.

Otro tipo de energía se desprende del trabajo de Yonay Boix (un habitual del D’A, donde presentó en 2012 su debut Amanecidos y en 2013 Las aventuras de Lily ojos de gato) y Ariadna Onofri. La pareja, fundadora del colectivo cinematográfico Birdie Num Num, recoge cachitos de su propia vida en Ari y Yonay pasan el rato, su singular diario fílmico. Bajo este descriptivo encabezado, lo que encontramos es, efectivamente, un fluir temporal, una cierta cotidianidad, como la que veíamos en La noche nos lleva, pero en ningún caso una rutina monótona. Onofri y Boix apuestan por la creación, por la vitalidad y por la experimentación. Así, en Ari y Yonay pasan el rato podemos disfrutar de secuencias muy dispares: en algunas prevalece la observación, la calma; en otras prima la palabra –como aquella en la que el cineasta underground Antoni Padrós aparece ofreciendo una lección de heterodoxia fílmica–; y otras se perfilan hacia lo fantasmagórico, como cuando se pone en imágenes (irónicas y sensoriales) la lectura de un extraño ritual. Un conglomerado de escenas que se hilvanan a través de una fuerte autoconciencia formal.

Como indican Onofri y Boix en los títulos de crédito finales, el montaje de Ari y Yonay pasan el rato respeta la cronología del rodaje, una decisión que pone de manifiesto el interés de los autores por capturar el flujo de la vida. Sin desestimar el valor de los inevitables tiempos muertos, la película refleja el transcurso de un año de manera abstracta y libre, transmitiendo a su vez una palpable sensibilidad artesanal. Estamos, en definitiva, ante una rotunda declaración de intenciones: una oda a la creación espontánea con lo que se tiene al alcance de la mano. Una invitación a mirar y comprender la propia realidad a través de lo cinematográfico, echando mano de un sugerente filtro plástico y expresivo.