Víctor Esquirol (Festival de Locarno)

Tras avasallarnos con el inmenso documental Homeland (Iraq Year Zero), Abbas Fahdel parece darse un descanso de la no-ficción. La irrenunciable gravedad en la que se movía aquel “antes y después” de la invasión americana de su país natal, da paso en Yara a una exploración de la joie de vivre impregnada de resonante humanismo. En un remoto valle de Líbano –antaño rica, prolífica y abundante morada de una minoría cristiana–, campa a sus anchas la chiquilla que da nombre al film. Una joven que vive con su abuela, y que ocupa sus días entre juegos varios y el cuidado de un rebaño de cabras. La geografía del lugar, marcada por el carácter inaccesible de buena parte de los caminos que articulan la región, ha lastrado la prosperidad de la comunidad, pero a la vez se ha erigido en muro infranqueable para el progreso.

El ritmo al que se suceden los quehaceres de Yara nos hablan de un reposo y de un respeto hacia el entorno que llevaban largo tiempo desterrados de nuestras vidas. La observación de esta vida por parte de Fahdel se hace eco de estas mismas virtudes. En ocasiones, el objetivo flirtea con el efecto ojo de pez, como si la panorámica quisiera estirarse aún más, para así captar (y abrazar) todo lo que este territorio, y sus gentes, pueden ofrecer. En cierto sentido, Fahdel no renuncia al oficio de documentalista. La historia que nos cuenta está guionizada y su protagonista está inventada, pero tanto una como la otra surgen, de forma natural, de una realidad a reivindicar. Lo atípico del estudio etnográfico adquiere tintes de coming of age, condicionado por las necesidades del cuerpo, y no por los tics dramáticos de la ficción. Prohibidas esas notas de piano de fondo que enfaticen el dolor; la única banda sonora posible aquí es la del sonido ambiente. Otro estímulo sensorial que despierta las ganas de reconciliarnos con tiempos más sencillos.

En este sentido, uno de los pocos conflictos que insinúa la película es rápidamente despachado por la abuela de Yara, una entidad que tiene muy poco de personaje y mucho de persona. Fahdel cierra la puerta a la confrontación con gracia y convicción, con fe en un género humano que, de repente, parece que sólo esté hecho para maravillarse con los gozos del descubrimiento. La joven Yara despierta, sale al exterior y, como quien no quiere la cosa, encuentra el amor. El director celebra con ella cada nuevo paso, pero también los tropiezos. De todo se aprende. La cámara sigue queriendo verlo todo, pero al mismo tiempo teme inmiscuirse. No quiere, para nada, perturbar la verdad de esta gente. Emociona ver a Abbas Fahdel contagiarse de la vida. Por el conocimiento de causa y por el respeto que siente hacia el objeto de estudio. Y por lo bien que trabaja con lo amateur, “moldeando” en vez de “dirigir”. Sin embargo, tras su aura armónica, Yara también guarda un lugar para la melancolía: la sospecha de un crepúsculo. Los pueblos por los que se mueve la chiquilla son ruinas de un pasado poco a poco borrado por las promesas (foráneas) del presente. Lo más seguro es que todo lo bueno se desvanezca… emigre.