Abrir puertas y ventanas, la ópera prima de Milagros Mumenthaler (La idea de un lago), que ahora se estrena en España gracias a Numax Distribución, es una película de reglas simples y mecanismos complejos. Las reglas saltan a la vista casi desde el primer momento: toda la acción transcurre dentro de los límites de una casa donde conviven tres jóvenes hermanas sin ningún tipo de asistencia adulta. Además, un número importante de secuencias se hallan punteadas por puertas y ventanas que se abren y cierran, modulando un relato que bascula entre la claustrofobia emocional y la posibilidad de mirar al futuro con esperanza. En un determinado momento, da la impresión de que el esquema del filme puede convertirse en un corsé para la narración, pero Mumenthaler se las ingenia para inyectar misterio y vida a la película mediante un lúdico y lúcido juego espacial. En un registro similar al de Love Streams de John Cassavetes –donde los mismos escenarios interiores se visitaban una y otra vez generando un efecto de familiaridad compatible con un fascinante extrañamiento–, Abrir puertas y ventanas convierte las estancias de la casa en una colección de espacios recurrentes, perfectamente identificables; sin embargo, la relación entre esos lugares nunca queda del todo clara. Impera un principio de ambigüedad que proporciona al film un halo de sugerente incertidumbre.

Y lo más interesante es que ese mismo mecanismo de puesta en escena tiene una correspondencia en la construcción de la identidad de las tres hermanas protagonistas: llegamos a familiarizarnos con ellas, aprendemos a entenderlas, incluso a quererlas, pero al mismo tiempo nunca dejan de resultarnos extrañas, enigmáticas, caprichosas en su encierro e impulsividad. La película ofrece momentos mágicos: como el oasis de sosiego y comunión que viven las hermanas sentadas en un sillón, fundidas en una tregua efímera gracias a una canción popular –un pasaje que remite a la sublime secuencia del ¿Por qué te vas? de Cría cuervos–. Del pozo de la melancolía y el desconcierto, Mumenthaler extrae momentos de humor (gracias, por ejemplo, a una cama mecánica y temblorosa), de batalla (una brillante secuencia de “acción” a propósito de una puerta que debe permanecer cerrada) y de abulia horizontal: la cama y el sofá se convierten en templos para la afinidad y la discordia, como en las películas de Lucrecia Martel y como en las tardes de mi infancia. Violeta, la hermana pequeña, lleva tiempo fumando a escondidas, como la Gwyneth Palthrow de Los Tenenbaum. Una familia de genios, pero en esta familia no hay genios, sino gente corriente dispuesta a combatir el abandono.

Con todo, esta delicada pieza de cámara –con título de tesis doctoral sobre el cine de Ernst Lubitsch– esconde sus peajes. Su elíptico, estacional y asordinado drama familiar, tensado sobre silencios y ausencias, demanda del espectador una férrea empatía. Puede parecer una película fría, pero su interior es una olla a presión. Y si la identificación no es plena, uno puede quedarse a medio camino en el viaje que propone el filme: una minimalista odisea emocional sobre la adolescencia y la fraternidad femeninas.