En su primera aparición en El árbol de la vida, Brad Pitt, en la piel del padre de los O’Brien, emerge como una figura pétrea, sentado a un costado de la mesa familiar, y no en la cabecera, mientras sus hijos y su esposa revolotean a su alrededor. La elocuente composición está a punto de ser engullida por el frenesí impuesto por el montaje, así como por el movimiento de los personajes (excepto Pitt) y la cámara; sin embargo, la relevancia de este pasaje queda fijada por la superposición contrapuntística de los antagónicos diálogos en off de Jessica Chastain, “la Madre”, y del propio Pitt. Mientras ella describe con displicencia “el camino de la naturaleza” –que “solo desea complacerse a sí misma, hacer que otros la complazcan, imponerse sobre los demás”–, él ruega a Dios que bendiga los alimentos que están a punto de recibir. En apenas diez segundos, de los 139 minutos de película, queda perfectamente definido el lugar que ocupará el personaje de Pitt en la trama: su rígida oposición a los afectuosos intercambios emocionales que la Madre hace fluir por todo el clan, su obstinada defensa de un marmóreo orden patriarcal que pondrá en serio peligro la armonía familiar. Una condición arcaica y confrontacional que Terrence Malick, indiferente a la construcción de un arco narrativo convencional, va perfilando a partir de la minuciosa confección de instantes cargados de un resonante verismo experiencial. ¿Será por esto que El árbol de la vida funciona, entre otras cosas, como un flamante escaparate de agudeza actoral? ¿Cabe imaginar esta presentación atomizada de un discurso rico en significados fulgurantes como el sueño húmedo del maestro de actores Konstantín Stanislavski, que denostaba la búsqueda superficial de emociones poco específicas? “La mayor parte de los actores no penetran en la naturaleza de los sentimientos que describen. Para ellos, el amor es una experiencia amplia y generalizada”, escribió Stanislavski en La construcción del personaje: “(Los actores) tratan inmediatamente de ‘abarcar lo inabarcable’. Olvidan que las grandes experiencias están compuestas de una serie de momentos y episodios aislados. Y éstos tienen que ser estudiados, absorbidos, cumplidos en su totalidad. A no ser que un actor haga esto, caerá irremediablemente en el tópico”.

La segunda aparición de Pitt en El árbol de la vida no solo añade nuevos pliegues psicológicos a su Sr. O’Brien, sino que también ilustra la condición dialéctica de un intérprete empeñado en nadar contra la corriente de su propio mito. Situada, en la diégesis del film, una década después de la primera aparición del personaje, aquí encontramos a Pitt ataviado con unas gafas de monturas gruesas, con el nudo de la corbata perfectamente ajustado, y pegado al auricular de un teléfono por el que le informan de la muerte del segundo de sus tres hijos –con toda probabilidad, caído en combate en la Guerra de Vietnam–. De pie, sobre la pista de un aeropuerto para avionetas, y con la cámara del director de fotografía Emmanuel Lubezki bamboleando a su alrededor, el Sr. O’Brien intenta asimilar la noticia con entereza. Entonces, Pitt, de manera instintiva (a la cámara le cuesta seguirle), se pliega sobre sí mismo formando una suerte de L invertida: las piernas verticales, el tronco casi totalmente horizontal. El personaje parece preso de una súbita arcada o quizá simplemente sea el peso de la tragedia, que lo convierte instantáneamente en un Atlas moderno, condenado a vagar por el mundo con el cielo a cuestas. Al borde de la hora mágica, con el sol a punto de intimar con el horizonte, el tórax de Pitt se abate en dos ocasiones contra el vacío. Este gesto de desmoronamiento tiene un significado muy preciso en El árbol de la vida pero, observado en el marco de la extensa filmografía de Pitt, invita a sopesar la evolución expresiva del actor. En un brillante artículo titulado Brad Pitt and the Beauty Trap (Brad Pitt y la trampa de la belleza), la crítica del New York Times Manhola Dargis situaba el nacimiento del mito de Pitt, probablemente el mayor icono visual (y sexual) del Hollywood de las últimas tres décadas, en aquella mítica escena de Thelma & Louise (1991) en la que la cámara de Ridley Scott recorría, babeante, el torso desnudo del joven intérprete de 28 años. La casualidad ha querido que, justo 28 años después, en Érase una vez en… Hollywood, Quentin Tarantino regalase a los admiradores de Pitt –¿queda alguien que no lo sea?– una nueva oda apolínea, esta vez con el actor descamisándose para arreglar una antena de televisión sobre un chalet situado en las colinas de Los Ángeles. “Un sueño californiano bañado por el sol” de 1969, según Dargis.

El contraste entre estos hitos paneróticos y el doble derrumbamiento de (justamente) el torso del actor en El árbol de la vida resulta tan llamativo que invita a imaginar una dialéctica geométrica, según la cual, al Pitt vertical, escultural y hermoso, habría que contraponer un Pitt horizontal y tambaleante: el yonki de Amor a quemarropa, tan adicto a los estupefacientes como a pasar las horas tumbado en su cochambroso sofá; el agente Mills de Seven, que al igual que el padre de El árbol de la vida se desplomaba sobre sí mismo al saberse protagonista de la macabra carambola psicótico-homicida de John Doe (Kevin Spacey); y, por último, el lacónico y apesadumbrado forajido de El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, probablemente el trabajo más autoconsciente de la carrera de Pitt. Invocadas por el empuje melancólico y desmitificador del western de Andrew Dominik, las leyendas del bandolero estadounidense (James) y la estrella de Hollywood (Pitt) se situaban a los dos lados del espejo y devolvían una imagen vacilante, consumida, emblema de una masculinidad resquebrajada. Con toda probabilidad, fue esta condición dual (firme-quebradiza, inmortal-crepuscular, vertical-despeñada) la que permitió a Malick figurarse que Pitt podía dar vida al severo y acomplejado padre de familia de su saga pre y post-histórica. Es posible imaginar al Jesse James encarnado por Pitt recitando el monólogo más acongojado que pronuncia el Sr. O’Brien en El árbol de la vida: “Las personas equivocadas pasan hambre… mueren. La gente equivocada recibe amor… el mundo funciona a golpe de gatillo. Si quieres triunfar, no puedes ser demasiado bueno”. Aunque la idea de que Pitt pudiese encarnar un nuevo modelo de masculinidad, menos primitivo y rocoso, no ha sido exclusiva de los auteurs. En 2012, apenas un año después del estreno de El árbol de la vida, los televidentes de todo el mundo asistían al reciclaje comercial del Pitt más delicado, meditativo y sensible. Con la mirada perdida, la voz titubeante, camisa ancha, la melena de Leyendas de pasión y la perilla de Mátalos suavemente, Pitt musitaba: “No es un viaje. Los viajes terminan, pero nosotros continuamos. El mundo gira y nosotros giramos con él. Los planes se desvanecen. Los sueños triunfan. Pero adondequiera que vaya, ahí estás: mi suerte, mi destino, mi fortuna… Chanel nº5, ineludible”.

En su seminal artículo Actions Speak Louder than Words, publicado en el número de Marzo-Abril de 2015 de la revista Film Comment, el crítico norteamericano Kent Jones denunciaba el escaso interés mostrado por la crítica a la hora de estudiar con rigor e inventiva el arte de la interpretación; para Jones, “el Triángulo de las Bermudas del comentario fílmico, escrito o hablado”. Con ánimo provocador y espíritu inconformista, Jones invitaba a liberarse de los dogmas más esencialistas de la Teoría del Autor para así investigar la “tensión no resuelta” entre cineastas y actores, el rozamiento “entre la integridad emocional de la actuación y el diseño del film”. Según Jones, “este tira y afloja entre intenciones y realidades inmediatas, lejos de entorpecer la empresa de los cineastas, es finalmente su verdadera razón de ser”. Para ilustrar la relevancia y complejidad de la dialéctica autoral-actoral, motor indispensable de la praxis y la expresión fílmica, Jones se aventuraba a diseccionar el trabajo de dirección de actores de Terrence Malick; en particular, el despliegue interpretativo de los protagonistas de El árbol de la vida y To the Wonder, dos películas que suelen englobarse bajo una mismo modelo fílmico basado en la concesión de un alto grado de libertad tanto a los actores como a la cámara. En una entrevista que realicé para la revista Fotogramas en el Festival de Cannes de 2011 –donde El árbol de la vida se alzó con la Palma de Oro–, Pitt describía así el heterodoxo sistema malickiano: “En los rodajes normales hay un montón de luces, ruido, decenas de técnicos… Y una obsesión por reconstruir al milímetro aquello que está en el guion (…). Sin embargo, (Malick) no tiene problemas en renunciar a lo escrito para ir en busca de la verdad. Le gusta torpedear al actor con comentarios que te descolocan justo antes de rodar una escena. Su misión es huir de lo preconcebido”.

Sin embargo, más allá del empleo común de unas técnicas de improvisación, para Jones “el trabajo interpretativo en El árbol de la vida es una cosa y algo muy diferente en To the Wonder”, una diferencia que el crítico y director del documental Hitchcock/Truffaut sitúa en el ámbito de la concreción en el planteamiento de ciertos parámetros ficcionales y emocionales. “Los actores de El árbol de la vida encarnan estados emocionales y sensuales muy específicos y recrean acciones concretas; a los actores de To the Wonder parece que se les haya pedido que pongan en escena y que ‘interpreten’ ciertos estados de ánimo o tonos: alegría, libertad, una reserva orgullosa, confusión, desesperación”. Para Jones, esta discrepancia relativa a la especificidad de las situaciones presentadas en cada film genera unas pautas formales casi antagónicas: “El árbol de la vida cambia de velocidad sobre la marcha, mientras que To the Wonder parece entregada a una monotonía rítmica, como si el conjunto de la película funcionase como un oleaje a contracorriente”, algo que, de hecho, también se percibe en los pasajes que El árbol de la vida dedica a la desdibujada condición adulta del personaje de Jack, a quién da vida Sean Penn, extraviado en un cúmulo informe de angustia, sin duda relacionada con los traumas de infancia y juventud, pero quizá también tocada por los problemas profesionales y de pareja. Esta divergencia entre especificidad y generalidades –esencial para comprender la superioridad expresiva de El árbol de la vida sobre To the Wonder, pese a momentos gloriosos como los gráciles pasos de ballet con los que Olga Kurylenko destapaba la fealdad de los hipermercados modernos– nos transporta, de nuevo, a la demanda de solidez y a la impugnación de la imprecisión enarboladas por Stanislavski en La construcción del personaje. En uno de los ejercicios prácticos que describe el maestro ruso en su antimanual para actores (¡qué sorpresa ahondar en el pensamiento de Stanislavski y no encontrar un “método” por ninguna parte!), uno de sus alter egos ficcionales estudia la posibilidad de encarnar los conceptos de “justicia” o “derecho”. “Empecé a pensar en las dos palabras y traté de introducirme dentro de los sentimientos que evocaban en mí. (…) La impresión que yo tenía era de algo grande, importante, luminoso, noble. Pero todos estos epítetos estaban también faltos de definición. (…) Aparecían en mí emociones superficiales que se evaporaban inmediatamente. Era necesario buscar algo más tangible, alguna forma en que enmarcar la abstracción”. ¿Pero de dónde surge esa concreción necesaria para que los gestos de los actores adquieran una cierta plenitud de significado: de la claridad con la que el cineasta concibe de antemano las escenas, del tiempo dedicado por director y actores a la preparación de cada situación, del nivel de complicidad entre el actor y el personaje, del grado de inspiración y preparación técnica del actor o actriz, o quizá también, y esto es fundamental para la tarea crítica, de la disposición del espectador para entablar un diálogo íntimo con las emociones evocadas por los gestos del intérprete?

Según mi limitada experiencia escribiendo sobre el trabajo de los actores y discutiendo sobre esta materia con mis alumnos, puedo atestiguar el alto grado de implicación personal y emocional que suele exigir el estudio de la labor interpretativa. No es extraño que, al sumergirse en el estudio de tal o cual gesto, postura o cualquier otra disposición física, el crítico comprometido con su trabajo se descubra estudiando sus propias actitudes y experiencias. Digamos que, en el análisis de la tarea interpretativa, y pese a la existencia de un arsenal de recursos de técnica actoral que no está de más tener en consideración, el crítico no tiene otra alternativa que negociar de manera estrictamente personal, al igual que los actores y actrices, con diferentes formas y expresiones del ser. Con esto no quiero dar a entender, en ningún caso, que cualquiera de las áreas del análisis fílmico, incluso en su versión más cientifista, pueda articularse al margen de la implicación personal del crítico. Sin embargo, mi impresión es que, en el ámbito del análisis formal-autorista, resulta más sencillo para el crítico cobijarse detrás de abstracciones de corte técnico-teórico –en el peor de los casos, en un purismo dogmático–, mientras que en el escasamente explorado territorio del análisis actoral, enfrentado a un catálogo de gestos locuaces y con las herramientas de estudio todavía en fase de perfeccionamiento (pese al admirable trabajo de Luc Mullet, Parker Tayler, Pauline Kael, Manny Farber, James Naremore o el propio Kent Jones), el crítico puede abrazar con plenitud la máxima personalista invocada por Oscar Wilde en su ensayo El crítico como artista: “(es) solo intensificando su propia personalidad, que el crítico puede interpretar la personalidad y las obras ajenas, y cuanto más fuertemente se involucra esta personalidad en la interpretación ésta resulta más real, más satisfactoria, más convincente y más verdadera”.

Pero volvamos a las divergencias detectadas por Jones entre El árbol de la vida y To the Wonder. Desde que leí el artículo Actions Speak Louder than Words, y guiado por el deseo de poner a prueba las tesis del crítico, no he dejado pasar la oportunidad de proponer a mis alumnos un estudio comparativo entre escenas de ambas películas. El resultado, con alguna bienvenida excepción, tiende a confirmar las impresiones de Jones: las escenas de El árbol de la vida –sobre todo las que describen las dinámicas familiares de los O’Brien, en la Texas de mediados de 1950, y el descubrimiento de la complejidad del mundo por parte de los hijos– despiertan encendidos debates sobre las posibles lecturas de diferentes gestos, sobre la intensidad de ciertos momentos y la sutilidad de otros, sobre el grado de realismo de algún pasaje y el vuelo fantástico de otro… Mientras que el estudio detallado de escenas de To the Wonder suele terminar conduciendo a vagos comentarios acerca de las formas de representación del romanticismo y la congoja existencial, así como sobre la desgraciada vampirización del lenguaje visual de Malick por parte de la industria publicitaria (¡Chanel Nº5!). En todo caso, mi momento favorito de estas sesiones de análisis y debate –un momento que siempre acaba llegando, tarde o temprano, y que ya aguardo con dosis equivalentes de expectación y vértigo– es aquel en el que algún alumno o alumna pone el foco en uno de los instantes más estremecedores de El árbol de la vida: aquel en el que el Pitt, a quien observamos de perfil mientras lanza una mirada perdida y a su vez ensimismada a través de una ventana, no logra dormir a uno de sus hijos en brazos. Mientras la cámara se va acercando morosamente al personaje, Pitt va respondiendo, con el semblante tenso y una postura cada vez más rígida, a los intentos del niño por zafarse del agarre del padre, cuyo brazo derecho sostiene con creciente virulencia la cabeza del niño, mientras con la mano izquierda va dando, sobre la espalda del pequeño, unos infructuosos golpecitos (para algunos de mis alumnos, se trata de golpes). Estamos ante uno de esos gestos en los que cristaliza la esencia de un personaje: un abrazo forzado en el que el Sr. O’Brien pone al descubierto su incapacidad para cumplir con su anhelado rol de inquebrantable y a la vez sensible tótem patriarcal. Un momento sobre el que se pliegan muchos otros pasajes del film, recién vistos o todavía por llegar: las enormes manos de Pitt plantando un árbol en el jardín de la casa familiar; el brazo de Pitt, rama en mano, trazando sobre el césped el perímetro de la propiedad familiar mientras su hijo mayor incumple una y otra vez la severa indicación de no cruzar la línea invisible; o la pequeña fuga en la que observamos a Pitt moviéndose con decisión pero sin rumbo aparente por la laberíntica estructura de un complejo industrial, dando órdenes a operadores invisibles, situados en fuera de campo; una sutil pero resonante figuración de un triunfo profesional nunca alcanzado, de un éxito social jamás consumado.

El abrazo inmovilizador del Sr. O’Brien sobre uno de sus hijos menores se repite más adelante sobre el hijo mayor, esta vez subrayado por un mandamiento disfrazado de pregunta: “¿amas a tu padre?”. Sin embargo, ninguna otra circunstancia –tampoco los circos de intimidación pasivo-agresiva que desata el personaje de Pitt en los gélidos almuerzos que puntúan el claroscuro familiar– puede compararse al apretujón sobre el niño pequeño. Un momento que, con casi toda certeza, me resultaría imposible comprender plenamente si, como padre, no hubiese vivido en mis carnes una situación parecida. Cuán difícil es explicar la frustración que supone no conseguir dormir a tu bebé, sobre todo cuando el agotamiento, acentuado por la falta de sueño, carcome la voluntad y rebaja la paciencia a cotas infinitesimales. Cuán fácil buscar refugio en esa coyuntura vital extrema y no reconocerse como representante vivo e indeseado de una masculinidad viciada por un modelo patriarcal conservador. Cuán doloroso descubrir en uno mismo los ecos autoritarios de un legado persistente, una tradición funesta que se interpone en la devoción paterna, en el esfuerzo por llevar a la práctica un modelo familiar igualitario, organizado en torno a relaciones de respecto y afecto mutuo. Estas contradicciones, encauzadas hacia el progreso, pero maniatadas por un halo neurótico, se expresan de un modo rotundo en el abrazo iracundo de Pitt, un momento tan cargado de verdad que, a este crítico, le resulta imposible imaginar que el actor no estuviera replicando, o más bien reencarnando, en una suerte de trance creativo, algún tipo de vivencia propia. Por último, y para hacer justicia al personaje del Sr. O’Brien, cabe decir que la densidad emocional y la plenitud significativa de aquel abrazo terrorífico reaparecen, con la misma intensidad, en la inolvidable e icónica imagen de Pitt jugueteando, embelesado, con los diminutos pies de su hijo recién nacido, o en la escena en la que las manos de Pitt, encorvadas y proyectadas espásticamente sobre el vacío, evocan el empuje arrollador de la Simfonía nº4 de Brahms, interpretada por Arturo Toscanini.

Lejos queda la época en la que las interpretaciones más celebradas de Pitt apuntaban hacia un histrionismo pirotécnico e inofensivo, como en 12 monos de Terry Gilliam o Snatch: Cerdos y diamantes de Guy Richie. ¿Una prueba fehaciente? El año pasado, mientras la compañía Sony allanaba el camino para que Pitt lograra su primer premio Oscar por Érase una vez… en Hollywood, el actor completaba en la extraordinaria Ad Astra de James Gray un prodigioso círculo generacional. Si, en El árbol de la vida, Pitt encarnó con estremecedor verismo las luces y sombras de un padre incapaz de cumplir con su autoimpuesto liderazgo familiar, en Ad Astra el actor se entregó a la introspectiva tarea de esconder, tras la (vertical) entereza profesional de un astronauta, una superhombre, las (horizontales) dudas de un hijo sacrificado por su padre, un Isaac no tan lejano al aturdido Sean Penn del film de Malick. La inteligencia y sensibilidad de Pitt deberían quedar, a estas alturas, al margen de toda duda. De hecho, tras leer múltiples intentos de definición de la esencia de El árbol de la vida, me quedo con las palabras que le escuche a Pitt en aquel Festival de Cannes de 2011: “Es como un estudio acerca de la transitoriedad de las cosas, nuestra naturaleza efímera. Y cómo buscamos consuelo en la religión. Aunque, quizás, la belleza está en la aceptación del misterio de la existencia”.