Las infinitas variaciones de lo cotidiano, o el cine como el arte de filmar las sutiles diferencias entre lo que parece igual. El trabajo del coreano Hong Sang-soo, uno de los autores más respetados del panorama del cine contemporáneo –y todavía un perfecto desconocido en las pantallas españolas–, constituye desde hace años un refugio audiovisual contra los embates de lo ignominioso, y sus películas, que trabajan pegadas (y en paralelo) a la vida, son a la vez un espacio de refugio y una celebración de lo pequeño, una cueva humilde decorada con primor en la que huir de lo real celebrando lo real, aunque pueda parecer paradójico o contradictorio. Porque así es la vida: imperfecta, inasible, incomprensible, divertida y trágica en el mismo momento, al mismo tiempo. Ahora sí, antes no. Antes sí, ahora no. El binomio que enuncia el título, que anuncia también la idea de repetición, de ensayo-error, de pequeños cambios que producen terremotos, prefigura de alguna forma la estructura binaria de la propia película: una pareja, un encuentro, dos días, y una película partida en dos (con el título que vuelve a repetirse, algo cambiado, en el centro exacto del filme) en la que las situaciones se repiten para demostrar que nada es igual, aunque lo parezca: ni tan siquiera el deseo, y su cara oculta de la culpa y el fracaso, son siempre idénticos. Porque el deseo es como siempre uno de los temas centrales de la película de Hong: hombres y mujeres condenados a desentenderse, y sin embargo, a seguir intentándolo. Rozándose, bebiendo, hablando, entendiéndose mal y a medias: como en casi todas sus películas, el humor está en la superficie de la imagen, y transita entre lo gestual y lo verbal, los malentendidos, las incomodidades, los diálogos condenados a malinterpretarse, condenados a repetirse. Como el deseo, que no cesa, que no ceja, que no desaparece, solo se transforma.

Right-now-wrong-then

Como todas las películas de Hong, Ahora sí, antes no se maneja en la sutil línea de lo autobiográfico y lo ficticio, y la trama argumental se reduce a la mínima expresión: un cineasta viaja a una ciudad de provincias a presentar una de sus películas, y en un paseo por la ciudad conoce a una joven. Beberán, charlarán, y de los intentos por conciliar deseo y realidad nacerá ese humor tan particular, compuesto por palabras que se deslizan, copas de alcohol, cigarrillos y noches en vela. Lo fascinante del cine de Hong es que hace de lo cotidiano un arte y un disfrute: en la película no hay picos de tensión, no hay clímax dramáticos, las tramas no se resuelven, los personajes no consuman su amor, y solo lograrán enredarse en una sutil madeja de hilos verbales, gestuales, situaciones compartidas y un deseo que no cesa, que se repite incesante hasta la siguiente película. Lo fascinante, como en todas sus películas, es que la aparente liviandad de lo filmado, la infinita repetición de lo mismo, es el mejor camino para filmar la materia misma de la vida: la condena y el disfrute de lo banal, el eterno choque entre anhelo y concreción. Lo que hay, por encima de todo, es un enorme disfrute de la vida y el cine, como dos espacios separados pero contiguos, como dos caras de un mismo disco de vinilo con una canción y su versión extendida, como un conjunto binario de A y B, las películas de Hong exploran las intersecciones entre círculos aparentemente separados: el cine, la vida, el amor, el fracaso, el deseo, el rechazo, y sus infinitas variaciones.