Júlia Gaitano (D’A Film Festival Barcelona)

“La lucha por la supervivencia de la imaginación pasa, entre otras cosas, por la lucha contra el absolutismo del Audiovisual”. Con esta frase de Víctor Erice, publicada en Cahiers du Cinéma España en mayo de 2007, da comienzo Cold Lands (Lurralde Hotzak), el alegato fílmico de Iratxe Fresneda. Según confesaba la propia cineasta vasca en un coloquio posterior a la proyección en el D’A Film Festival Barcelona, Cold Lands, su segunda película tras Irrintziaren oihartzunak (Los ecos del Irrintzi), conformará una Trilogía del registro junto a su próximo proyecto. En su primer trabajo, Fresneda recuperaba y daba visibilidad a la figura de Mirentxu Loyarte, pionera directora vasca, a quién también dedica un fragmento de Cold Lands. Lo hace a través de descartes de Ikuska 12, parte de la serie fílmica coordinada por Antxon Ezeiza Ikuska (1978-1982), que muestra la idiosincrasia del País Vasco a través de 21 cortometrajes. A partir de dichos materiales, que Loyarte dedicaba a la figura de la mujer en la Euskal Herria de los años 80, Fresneda reivindica la importancia de las “otras imágenes”, esas que se escapan del plano hegemónico de lo registrado.

Cold Lands se presenta como una suerte de road movie protagonizada por las “tierras frías” del título (Euskal Herria, Alemania, Suecia, Dinamarca, Islandia), con las que Fresneda dibuja un recorrido particular. Más allá de los paisajes naturales y urbanos, la geografía que presenta el film está compuesta por personas (e imágenes): Eulalia Abaitua, fotógrafa vasca de principios de siglo XX, cuyo trabajo sobre su tierra se asemeja a la labor de Dorothea Lange; Eduardo Chillida, que con sus volúmenes conecta ciudades vascas y países del Norte; o Theo Angelopoulos, cuyas reflexiones sobre el trabajo de la apicultura dan a Cold Lands un curioso prólogo centrado en la figura de la abeja. Fresneda llega a mostrar, en formato exposición, el attrezzo de films de Lars von Trier, a quien la directora, experta en cine escandinavo, dedicó la tesis doctoral. Todo ello configura un “dentro de plano” que Fresneda va construyendo a lo largo de la película, conectando pasado y presente, legado fílmico con testimonio contemporáneo. Se establece un diálogo entre imágenes y conceptos que hilan ideas de territorio, género y del propio medio cinematográfico. Un diálogo autorreflexivo articulado a través de un juego sutil con ciertos elementos plásticos, como la interferencia, la pausa o el paso del blanco y negro al color, y viceversa.

Fresneda se refiere a Cold Lands como un ejercicio de libertad y generosidad. Consigo misma, por permitirse contar todo aquello que deseaba contar y de la forma en que deseaba hacerlo. Y una servidora añadiría: también con los espectadores, por proveer una mirada tan compleja y rica, no sin sus inevitables contradicciones (¿Vivir o escribir?), sobre la posibilidad de trascender lo audiovisual. La propuesta de la cineasta vasca, que admite que quizás lo más revolucionario sería dejar de registrar y empezar a vivir, pasa por reivindicar esas “otras imágenes” de archivo, desechadas, que quedan en un fuera de campo. Replantearlas, releerlas, reivindicarlas. Tal como decía Erice: “en ese combate –desigual, sin duda– nos queda el consuelo de pensar que las imágenes verdaderas –es decir, justas, necesarias– no se consumen: ni ayer, ni hoy, ni mañana”.