Endika Rey

Marcada por la honestidad y el rigor –así como por el ligero subrayado de sus temas y justificaciones–, Angélica [una tragedia] de Manuel Fernández-Valdés presenta el proceso de creación de Todo el cielo sobre la tierra: el síndrome de Wendy, obra teatral dirigida e interpretada por Angélica Liddell. La película se divide entre las imágenes captadas durante varias intensas jornadas de trabajo, extractos del diario de la artista y una serie de documentos que Liddell facilitó al director para su uso (desde bocetos de ideas hasta un video doméstico de un viaje de Liddell a Shanghái). Con todos estos elementos, a los que habría que sumar la voz de Fernández-Valdés explicando su visión del proceso, se compone un paratexto con entidad propia que habla de una obra que realmente nunca llegó a ser tal (se estrenó en Viena tal y como estaba previsto, pero nunca más volvería a representarse en esa concepción original) y que tiene precisamente en esos límites su mayor interés.

La propia proyección de la cinta en el Festival de Ourense contribuyó desde los márgenes a esa sensación: tras una breve presentación por parte del director y la actriz sobre el escenario del Auditorio Municipal de Ourense, la cinta se inaugura precisamente con Angélica declamando sobre otro escenario ligeramente iluminado. La película y la realidad se fusionaron así en un bello fundido a negro, en este caso proveniente de las luces de la sala. El prólogo es un monólogo de unos diez minutos donde se define claramente el universo de Liddell, en el que se solapan el arte y la personalidad (“Angélica elimina cualquier distancia entre la creación y la vida”): su desconfianza y angustia respecto al mundo, su incapacidad de aceptarse como parte de la feminidad establecida, la violencia y la sexualidad como parte integrante de su recorrido, la búsqueda de la síntesis y brusquedad en sus planteamientos, etc.

Hay en su declamación, repleta de una fuerza arrolladora y al borde de la extenuación, dos ideas especialmente interesantes: su afirmación de que la experiencia se ha instaurado en la sociedad como mérito cuando es algo que nos destruye y el hecho de que los putos sentimientos (sic) se hayan convertido en argumento cuando sólo son una excusa. Si resalto estas dos ideas es porque una vez comience la película asistiremos a la matización de ambas: Angélica se muestra en los ensayos como una persona afable que basa su éxito en un trabajo de precisión cimentado sobre la experiencia. Cada gesto y movimiento de los actores, cada uso del atrezzo, pasa por un trabajo previo donde nada es dejado al azar. Se invoca lo inesperado y hay una aparente libertad, pero los elementos de ese misterio están convenientemente medidos. Por otro lado, la emotividad de Liddell, su visceralidad e intuiciones, determinarán tanto los movimientos de la obra como los problemas del rodaje de la película. La artista insiste en que ella no tiene personaje y trabaja con su vida, y en ese sentido la película triunfa por el acertado retrato de una creadora que está siempre en un punto intermedio entre el control y el impulso irracional.

angelica

Construida sobre la fervorosa comunión teatral/cinematográfica entre Liddell y Fernández-Valdés, Angélica [una tragedia] se divide en dos a partir de una imagen que funciona como resumen de la propuesta (no en vano es también el motivo que ilustra el cartel de la cinta, ese otro paratexto). Angélica está tirada en el suelo frente a un espejo y en el mismo atisbamos por única vez al director detrás de la cámara. Los espejos que inundan todo el teatro se convierten en uno de los principales dispositivos del film, pero entonces la voz en off nos explicita su sentido: Angélica adoptó el apellido de Liddell por la mujer que inspiró la Alicia de Lewis Carroll, del mismo modo que uno de los protagonistas de la obra es un joven imberbe que remite a Peter Pan. Se nos presenta a Angélica como una Alicia que atraviesa el espejo con su obra, también a la búsqueda de un particular Nunca Jamás. La idea es sugerente pero uno se plantea si realmente hacia falta explicitarla en lugar de jugar con el misterio. Algo similar ocurre en otros momentos: cuando Angélica decide un día que no ensayará su monólogo y se dedica a bailar y cantar una canción de Camela (una secuencia magnífica), la voz del director emerge para resaltar que “ahora tocaba bailar Camela”, esbozando una mezcla de fascinación, extrañeza y asombro que ya generan de por sí las imágenes. Son solo pequeños detalles que sacan del ambiente en que la película nos había introducido y nos indican hacia donde y cómo debemos mirar.