Víctor Esquirol (Festival de Berlín)

No falla. Cada vez que empieza un gran festival, me veo arrollado por un frente huracanado: una fuerza provocada, básicamente, por dos energías contrapuestas. Por una parte, me mueve la ilusión del hallazgo: tanto de los nuevos trabajos de aquellos autores a los que admiro, como de los que aún no han sido detectados por ningún radar. Por otra parte, me paraliza el pánico de quien está a punto de ser atropellado. Ante mí, once días de maratón: una carrera de fondo, y de obstáculos. Once días con una previsión de sesenta proyecciones… y ese temor, enfermizo donde los haya, de no llegar a todo. O si se prefiere, de llegar a ese punto en que el cuerpo no puede seguir obedeciendo a un cerebro sobrepasado, enfermo. Y qué enfermos estamos todos. Y qué ganas… y qué necesidad, ¿no?

La Berlinale, como gran festival, alimenta esta esquizofrenia. La 68ª edición de la cita alemana se inauguró con Isla de perros, de Wes Anderson. Es decir, con la expectación y temores que exige la previa de estas citas. Nuestros ídolos tienen eso, nos acercamos a ellos queriendo reafirmarnos en nuestra adoración, pero también con la angustia de que, quizá, no estén a la altura de tanto cariño. Así, media hora antes del inicio de la primera sesión, la sala estaba llena a reventar. Pero la emoción por ver la película en cuestión se disolvió a fuerza de carreras y codazos para asegurar una butaca. Poco después, miembros de la organización empezaron a vociferar. Más que gritar, ladraban. No se sabe aún si pidiendo o exigiendo un orden que, desde luego, ya dábamos todos por irrecuperable. Así nos pilló el asunto. Con los nervios crispados. Si se me permite, con un humor de perros.

Cuatro años atrás, por cierto, me encontraba en el mismo escenario y con el mismo ánimo… hasta que apareció el cineasta tejano con El Gran Hotel Budapest, obra que le confirmó como uno de los mejores narradores cinematográficos de nuestro tiempo. Y claro, con dicho antecedente bajo el brazo, se fueron disipando los nubarrones. Llegado el momento, las fieras (los acreditados, nosotros) se amansaron con la percusión de Alexandre Desplat. Retumbaron en el multicine CinemaxX tambores ceremoniales como antesala de la nueva joya de la factoría Anderson.

Isla de perros se alimenta, como exige la ocasión, de dos fuerzas, dos frentes que operan a distintos niveles, pero que a diferencia del síndrome prefestivalero, lo hacen para remar en la misma dirección. Mano a mano; codo con codo. En perfecta armonía. Para su segunda incursión en la animación (después de Fantástico Sr. Fox), Anderson vuelve a optar por la tecnología stop-motion. A través de un complejo y precioso sistema de muñecos y maquetas en permanente movimiento, nos dibuja un Japón imaginario, en un tiempo igualmente imaginado. En él, el hombre ha renunciado a la compañía de su mejor amigo, y con ello ha renegado de su propia humanidad. Un maléfico clan político ha decretado mandar todos los canes de la ciudad de Megasaki a una isla-vertedero. Al parecer, la población perruna es portadora de una enfermedad contagiosa, y ante la alarma de epidemia, se decide cortar por lo sano.

De modo que en una orilla están unos y en la otra están los otros. Separados, enfrentados. Porque está en su naturaleza. Porque así lo han determinado las fuerzas trágicas del destino. Solo que, en realidad, el conflicto y las tensiones que se nos han vendido son falsos, artificiales. En un gag brillante (y recurrente) que sirve además como carta de presentación del film, nos damos cuenta de que, a efectos prácticos, lo que distingue a un bando del otro es una mera barrera lingüística. Los humanos hablan japonés; los perros, inglés.

A partir de ahí, les aleja lo mismo que les puede juntar. Donde antes había conflicto, ahora hay comprensión. De repente, brota la esperanza gracias a una alianza. La de un grupo de estudiantes opositores y sus fieles acompañantes, que no ladran, sino que se manifiestan a través de la voz de Bill Murray, Jeff Goldblum, Bryan Cranston o Scarlett Johansson. A propósito, la sala donde se celebró la rueda de prensa de dicho film también estuvo llena hasta los topes. Tanto que una de las principales estrellas, Tilda Swinton (para más inri, hija predilecta de la Berlinale), tuvo que sentarse en la zona designada para los periodistas. Puro derroche. Con la película sucede exactamente lo mismo. Va sobrada de caché interpretativo, de inventiva visual, de referencias (de Katsushika Hokusai a Hayao Miyazaki, pasando por Akira Kurosawa), de profundidad discursiva… Como con los mejores haikus, Isla de perros desborda sin la necesidad de grandes aspavientos.

Un desbordamiento que se articula a través de la conjugación de intereses aparentemente antagónicos. Ahí está el recurso de la pantalla partida, explotado aquí de manera brillante. La filia simétrica de Wes Anderson se plasma en la distribución de elementos a lado y lado del cuadro, pero también con el dibujo de una línea vertical que parte, en muchas ocasiones, la pantalla en dos. El efecto visual nos acerca a lo imposible: no a un anime, sino a un manga en movimiento. Estamos ante una película que se siente cómoda en la partición de las viñetas. Por gusto estético y por potenciar la agilidad narrativa. También como llamamiento a la empatía, pues en Isla de perros abundan las escenas que combinan simultáneamente varios puntos de vista sobre una misma acción. Como si Anderson nos pidiera ponernos en la piel de quien tenemos enfrente. Emociona, por su sinceridad, por su pureza y, desde luego, por su sabio y preciso (¿perfecto?) uso de la técnica cinematográfica.

Gracias a esto, momentos tan dispares como la preparación de un surtido de makis y nigiris envenenados, o la ejecución de una operación a riñón abierto, se hermanan en un todo hermosamente coherente. Lo junta todo la misma mano, que actúa con la frialdad de un cirujano y la calidez de una comadrona. En Isla de perros la bondad y la maldad están claramente definidas… pero no excesivamente delimitadas. Hombres y perros juegan sus respectivos roles, pero se dejan contagiar por el de los demás.

Volvemos a la pantalla partida. De nuevo, fuerzas teóricamente enemigas se conjuran para un mismo propósito. Así se conjugan el humor cándido (de los juegos de palabras) con el negro (de una Yoko Ono poniendo voz a un personaje marcado por el asesinato de su marido); una historia de aventuras de aire naïf y una condena a las políticas que buscan rédito electoral vendiendo odio a minorías o colectivos desfavorecidos. Anderson parece llamar la atención al crío que llevamos dentro… para al final dejar poso en el adulto en el que nos hemos convertido. Del mismo modo, abraza la conciencia animalista para alcanzar metas humanistas. Halla así en la contradicción, una lógica aplastante. Por obra y gracia de esa sofisticación marca de la casa, convertida una vez más en el arte más reivindicable.