En Fuera del mapa, libro dedicado a reflexionar sobre el espacio no-cartografiado, Alstair Bonnet encontraba numerosas ocasiones para transmitir su amor hacia esos territorios que solo pueden catalogarse como “no-lugares”. Visitando esos enclaves, Bonnet se situaba en la indefinición, incidiendo en nuestra necesidad de otorgar una identidad a aquello que no la tiene. Como era de esperar, Canadá gozaba de un espacio distinguido en dicha compilación. El carácter remoto y las inclemencias climáticas de las altas latitudes canadienses parecen redactar la sentencia de muerte de todos esos micro-núcleos urbanos condenados a desaparecer a la misma velocidad (fulgurante) a la que emergieron. El título del nuevo largometraje de Denis Côté, Antología de un pueblo fantasma, es ya de por sí una invocación de esos escenarios y de su destino fatídico. Lo que promete el autor quebequés es un paseo por pueblos que llevan una etiqueta espectral pegada a su nombre.

La película se abre con una serie de tomas que sirven no solo para ubicarnos en el espacio de la acción, sino también para sugerir el sino fatídico antes comentado. Los edificios medio derruidos por el abandono y por los azotes de un invierno draconiano son filmados con un marcado quietismo. Por su parte, la imagen granulada otorga a estas postales una atemporalidad que se traduce en un presente extraño, que no parece albergar esperanzas en ningún futuro. El film se inaugura con la imagen de un coche que irrumpe en plano y se estampa contra unos materiales de obra que estaban dispuestos en la cuneta. Un choque fatal que se salda con la muerte del conductor, único ocupante del vehículo… y con la inesperada irrupción de unos niños escondidos detrás de máscaras siniestras, que no se sabe si pretenden desvalijar el automóvil o, peor aún, llevarse el cadáver que lo habita. Una escena diseñada no para contar, sino más bien para marcar el tono del relato a través del más puro desconcierto. Denis Côté en su salsa.

La muerte se adueña pues del espacio y de las personas que lo habitan, porque ya se sabe que nada une más que la conmoción. Los ritos funerarios para el conductor reúnen a los apenas doscientos habitantes de un pueblo que, sin saberlo, acaba de efectuar el primer paso hacia su propia desaparición. Côté plantea el desvanecimiento del conjunto a través de las inquietudes de sus integrantes. Antología de un pueblo fantasma está planteada como un repertorio de géneros que nos lleva del drama coral al retrato costumbrista (o la etnografía marciana), y que termina en un ejercicio de terror tan atípico como la geografía transitada. Los espacios interiores que muestra la película son anodinos, fácilmente confundibles con cualquier hogar norteamericano. El único rasgo distintivo es una gigantesca cantera que se intuye pulmón y a la vez cáncer de la comunidad. Como en My Winnipeg de Guy Maddin, las luces y las sombras que emanan de la naturaleza ayudan a entender lo urbano.

He aquí un no-lugar enciclopédico, marcado por la alienación y sonorizado por Coté mediante una banda sonora compuesta principalmente por ruidos lejanos que nos hacen pensar en inmensos cuerpos metálicos vacíos. El director de Curling y Boris sin Béatrice dibuja y orquesta una devastación que irremediablemente cala en los pueblerinos, única identidad posible del no-lugar. Los pocos habitantes que quedan en pie se van dando cuenta de que el éxodo es la única solución para no compartir la suerte del espacio que habitan. La imposibilidad del futuro crea un horror colectivo, es el pánico compartido a convertirse en un fantasma.