Jaime Lapaz (Festival Internacional de Cine de Las Palmas de Gran Canaria)

En una de las primeras secuencias de Lo que el viento se llevó, Gerald O’Hara, padre de Scarlett, entonaba un canto a la pertenencia a un lugar: “La tierra es lo único en el mundo por lo que vale la pena trabajar, por lo que vale la pena luchar, por lo que vale la pena morir, porque es lo único que perdura”. Por su parte, en Nuclear Family, Erin y Travis Wilkerson perfilan un retrato menos romántico y épico de la tierra yanqui, manchada por la sangre de los soldados caídos en la Guerra Civil y por las víctimas del genocidio indio. Para la pareja de cineastas, la tierra estadounidense y su historia son “un arma que nos apunta a la cabeza”. Así, Nuclear Familiy se propone destapar una realidad sombría, desconocida para el común de los ciudadanos americanos: que los misiles atómicos son tan propios como los partidos de baseball. Los silos siguen radiando y amenazando a la población, y, por ende, no es posible volver a la seguridad de la tierra (en la película de David O. Selznick, “lo único que perdura”), porque los humanos la hemos convertido en un arma mortífera.

Nuclear Family es, en primer lugar, un recorrido topográfico por el norte de los Estados Unidos, atestado de silos nucleares desde la Guerra Fría. Siguiendo la estela contestataria del trabajo de Travis Wilkerson en solitario –desde el clarividente ejercicio de agitprop proletario de An Injury to One al monologado ensayo sobre el racismo yanqui de Did You Wonder Who Fired the Gun?–, Nuclear Family se presenta como una obra apelativa y política que se aposenta en la consternación para entregarse a la reflexión discursiva. El periplo geográfico del film puede ser lineal, pero su sombría meditación acerca de la historia norteamericana se despliega de un modo cíclico. Por momentos, el film deja entrever una narración próxima al true crime, aunque la densidad de su discurso la convierte en una obra más críptica que popular. En última instancia, Nuclear Family se consolida como una road movie en la que la noción del linaje sostiene las tesis históricas. El matrimonio Wilkerson convierte a su propia familia en una pieza más de su denuncia del desasosiego que genera la amenaza nuclear. Equipado con un detector de radiación tipo Geiger, cuyo pitido se apodera del sonido, Travis filma a los niños correteando por parques de atracciones y refrescantes piscinas, pero su mente se traslada, a través del montaje, a imágenes de archivo de explosiones y pruebas atómicas. La familia emprende el viaje para calmar sus tétricas pesadillas nucleares, constantes tras la elección de Donald Trump, pero la odisea veraniega no cura las perturbaciones del sueño de Travis, las acrecienta. Ese tono “pesadillesco” se apodera de los paisajes, convirtiendo los cúmulos de nubes en aparentes y amenazantes estelas de hongos nucleares.

Geographies of Solitude, de la canadiense Jacquelyn Mills, es también un film subversivo, pero donde los Wilkerson conducen su itinerario con solemnidad y resentimiento, Mills apuesta por la modestia y el humanismo. Aquí la protagonista es Zoe Lucas, una heroína sin ínfulas que combate el cambio climático. Si en Nuclear Family se descubrían silos nucleares bajo la tierra, en Geographies… se encuentran cables y restos de plástico. Mientras Erin Wilkerson fotografiaba, alarmada, flora radioactiva, Zoe Lucas recoge invertebrados por puro placer. En ese sentido, resulta encomiable el esfuerzo de Mills por proponer un acercamiento crítico a la Historia capaz de renegar de la inquina para entregarse a la más pura curiosidad. Geographies… es una película colaborativa, en el sentido de que Mills y Lucas experimentan una sinergia creativa. En uno de sus pasajes, Mills propone a Lucas registrar, con un micrófono de alta precisión, el crujido de la madera de la casa en la que vivió. Mientras que, en una escena posterior, Lucas, que ha aprendido a manejar el instrumental de la cineasta, le propone a Mills rastrear los pasos de un escarabajo, lo que alumbra un brillante ejercicio de creación sonora.

El viaje de Mills y Lucas por Sable Island –una porción de tierra con forma de paréntesis al norte del océano Atlántico, frente a las costas de Canadá– funciona como una exaltación de la singularidad de la tierra, así como de su cuidado. El conocimiento exhaustivo que posee Lucas de los 32 kilómetros cuadrados de isla (“aún hay momentos en los que digo: esto es increíble”, afirma la conservacionista tras cuatro décadas habitando el lugar) invita al espectador a un trabajo casi poético de fascinación por lo cotidiano. Jim Jarmusch lo canalizó en Paterson a través de los magníficos poemas que su protagonista dedicaba, por ejemplo, a una caja de cerillas; Mills contagia esta fascinación a través de las inabarcables hojas de Excel que Lucas elabora en sus paseos por Sable Island. La cámara captura lo ordinario y lo refleja como extraordinario, y así accedemos a un universo en constante renovación. El viento ondea el pelaje de los caballos del mismo modo que oscilan los matorrales de las dunas de la isla; del cadáver de un caballo surge un matorral, que luego alimentará a un potro, en un ciclo infinito. Así como Tara era el hogar de Scarlett O’Hara, Sable Island es la tierra de Zoe Lucas. Vuelven a resonar las palabras de George O’Hara: “la tierra es lo único que perdura”. Y se hace aún más imperiosa la lucha por conservar la tierra. No queda otra que rendirse al encomiable propósito vital de Lucas, y, por ende, al sugerente film de Mills.