No creo que entrase en los planes de ningún espectador que los primeros días de la Sección Oficial de este Cannes estuvieran dominados por películas tocadas por el humor. Pero así ha sido, hasta el punto de que los dos títulos presentados ayer, Ma Loute y Toni Erdmann, eran comedias. Heterodoxas si se quiere, pero comedias al fin y al cabo. Habrá que consultar la hemeroteca para saber si hay antecedentes de una situación así, pero de momento, disfrutemos de la risa autoral, porque sospechamos que no tardaran en caer los sustos y golpes bajos dramáticos (en realidad ya lo han hecho, según cuentan quienes vieron lo último de Ken Loach la jornada anterior).
Hasta hace bien poco, Bruno Dumont era una de las últimas personas a las que acudiríamos para que nos contasen un chiste. Pero, de un tiempo a esta parte, el francés parece haberle cogido gusto a la comedia extrema. Y, ¿qué cosas hacen reír al director de la muy grave L’Humanité? Pues, aparentemente, las mismas que le hacen sufrir, empezando por las anatomías poco o nada normativas. El cineasta ha dado un giro radical al tono de su propuesta, sin por ello variar significativamente sus intereses estéticos y temáticos (lo cual tiene su mérito). La luz de Ma Loute, el film que ha presentado en la competición de Cannes, es la misma que alumbra muchas de sus otras obras: un Sol de costa norteña, que resalta los tonos azules y blanco, brillando sin calentar, y que en esta ocasión cae sobre un pintoresco conjunto de personajes: por un lado, una familia de recolectores de mejillones, en la que encontramos a un muchacho enjuto, de rostro alargado y orejas panorámicas, y que responde al peculiar nombre de ‘Ma Loute’; por el otro, unos ricos y grotescos veraneantes que habitan una excéntrica villa de estilo ‘egipcio’, entre los cuales el más sensato parece ser Billie, que enarbola su condición transgénero ante la permisividad y/o estupefacción de quienes le rodean. Entre estos dos grupos, un par de policías que investigan, con más pasmo que eficacia, la súbita desaparición de personas en la zona.
El elemento criminal, a diferencia de lo que ocurría en la miniserie P’tit Quinquin, no resulta central para la historia, y en la rueda de prensa Dumont no dudó en calificarlo de ‘periférico’. De hecho, Ma Loute es un organismo que vive sin una idea rectora, o columna vertebral, dejando que un montón de ítems, en su mayoría humorísticos, luchen por ocupar el imposible trono conceptual del film. Solo la noción de la lucha de clases parece salir a relucir con cierta constancia, más con hechos que con palabras: en este pequeño pueblo del norte de Francia, en 1910, los pobres se comen, literalmente, a los ricos. El director toma partido por los primeros, que son encuadrados con toda la dignidad que permite lo caricaturesco del conjunto; mientras que la aristocracia es una broma endogámica (los primos de las grandes familias se casan entre ellos porque eso proporciona “grandes sociedades industriales”), e incluso incestuosa. En consecuencia, los “actores de prestigio” que dan vida a la alta sociedad son deformados con jorobas, tembleques, mohines y chillidos histéricos, reduciendo a Fabrice Luchini, Valeria Bruni-Tedeschi y Juliette Binoche a caracteres de una sola nota (o mueca).
Según Dumont, todo es susceptible de ser ridiculizado y convertido en chanza (excepto, quizá, el paisaje): el asesinato, la violación, o los fatigosos movimientos de un hombre obeso, que se despeña por las laderas como una bola y emite un sonido de fricción a cada gesto que hace. Pero en su desesperación por arrancar risas de cualquier lado, el director llega a agotar el ritmo de la comedia; como prueba la algo tardía aparición de Binoche, cuyo supuesto impacto se neutraliza porque ya nos hemos acostumbrado a la exageración de sus compañeros de reparto. Por eso, cuando, hacia el final de la película, sus personajes empiezan a volar por los aires con inesperada y fabulosa ligereza, nosotros ya sentimos como algo cargante el peso de más de dos horas de metraje imprudentemente estirado.
Si Ma Loute es una película que peca de querer ser demasiado graciosa, por encima de las posibilidades de su autor (cuyos precedentes nos dicen que no posee una visión precisamente risueña de la vida), Toni Erdmann es exactamente lo contrario: una obra que tiene tal dominio del tempo que necesita, que no tiene ningún problema en dejar que las cosas se gesten a fuego lento. En un primer momento, podemos creer que el film de la alemana Maren Ade llueve sobre mojado: vemos la desconexión entre un hombre, Winfried (Peter Simonischek), y su hija Ines (Sandra Hüller), de caracteres completamente contrapuestos. Él, un bromista incorregible, ella, una mujer severa con una estresante vida laboral en Bucarest. Cuando él decide ir a visitarla por sorpresa, intuimos que se masca la reconciliación en un futuro no muy lejano. Pero en el momento en que Winfried se disfraza con una dentadura ridícula y un pelucón, inventándose la identidad de Toni Erdmann (coach en negocios de altos vuelos o embajador alemán en Rumania, según el caso), todos los esquemas se vienen abajo.
Resulta muy hermoso cuando una película pega un salto absolutamente inesperado tras haberse tomado su tiempo para prepararse (y prepararnos). Y eso es exactamente lo que presenciamos cuando Winfried/Toni decide infiltrarse en la vida profesional de Ines, con la esperanza de comprenderla mejor. A partir de ese momento, Toni Erdmann se vuelve literalmente imprevisible, pues queda en manos de un bufón que asalta la lógica del capitalismo (el trabajo de la protagonista consiste en elaborar informes para empresas, justificando la conveniencia de externalizar sus puestos laborales). Pero las numerosas chanzas, mentiras y ocurrencias de Winfried/Toni no equivalen a un aluvión de risas, ya que Ade no plantea las secuencias como algo intrínsecamente cómico (de hecho, hay abundantes contraplanos de incomodidad y tristeza) terminan saltándose cualquier manual hipotético del buen cine cómico, y sus normativas de marcar con metrónomo las carcajadas. Quizá Toni Erdmann no sea realmente una comedia, sino una película protagonizada por un tipo que ha decidido tomarse la vida como una comedia, sin preocuparse de que esta le siga la corriente.
Con toda la formidable organicidad del film, quizá la película reciente que con más libertad maneja los códigos del humor, Maren Ade sabe perfectamente cómo construir crescendos de memorable hilaridad: de ello dan fe una insospechada y sentida rendición del Greatest Love of All de Whitney Houston (que causó una espontánea ovación en el pase de prensa) y una climática fiesta de la que no conviene dar muchos detalles y que acaba explicando el sentido del bello y enigmático cartel de la película.