Jaime Lapaz (Sitges)

El laberinto es un escenario fetiche del cine de terror, no tanto por el miedo a perderse –pues uno siempre se mete en un laberinto dando por hecho que sabrá salir–, sino por el pánico de no ser capaz de volver atrás una vez nos hemos perdido. Al enfrentarse al callejero de la ciudad de Venecia, el turista podría tener esa sensación del vértigo al extravío, un terror urbano que Álex de la Iglesia exprime en Veneciafrenia (2021), estrenada mundialmente, en la Sección Oficial Fuera de Competición, en el 54º Festival de Sitges. La película sitúa a sus personajes en el inicio de lo que parece un viaje al borde de lo rutinario –una despedida de soltera durante el carnaval veneciano–, pero le va sumergiendo poco a poco en una set-piece de horror grotesco de la que no sabrán cómo escapar. El film arranca con una imagen llamativa: tan pronto como pisan el puerto de Venecia, los turistas que bajan del crucero son recibidos con una manifestación a ritmo del ya célebre y sonoro “tourists go home”. El director de La comunidad rueda esta escena –y el resto de la película– con una cámara con el objetivo más abierto de lo habitual, como si quisiera evitar la claustrofobia de la ciudad de los canales. Pero el escenario y la trama se aferran en todo momento a la desazón que provoca lo laberíntico.

Afincada sobre un escenario específico (Venecia en carnaval), un ritual conocido (una despedida de soltera) y un fenómeno contemporáneo (la turismofobia), de la Iglesia construye una película que abraza lúdica y desacomplejadamente las formas narrativas del slasher y el giallo, y que emplea de forma brillante el imaginario gótico de la ciudad italiana. No es tarea fácil dotar de una cierta sensación de exotismo el retrato de un lugar tan manoseado audiovisualmente como la ciudad de Venecia. Los cinco españoles que protagonizan el film parecen, en cierta medida, forasteros que interrumpen la macabra ceremonia de una secta procedente de un enclave remoto. Sin embargo, en su vertiente dramático-social, el cineasta parece enredarse algo más en el laberinto. La película se aproxima de forma burlesca a la figura del turista: los viajeros se fijan más en las pintadas de Bansky que en el valor único de la ciudad y no son capaces de diferenciar un asesinato en plena calle de una performance. Mientras, de la Iglesia se ensaña mucho menos con los venecianos, que odian al turista cuando comen gracias a él. En ese sentido, resulta interesante el personaje de un taxista que en la película queda anclado en tierra de nadie, pues no se posiciona ni a favor de sus vecinos ni de los viajeros. Hay una pretensión de ecuanimidad en el retrato que perfila aquí el director de Balada triste de trompeta, aunque a la postre sus simpatías se inclinan más hacia un lado, por mucho que trate de enmascararlo.

La imparcialidad que de la Iglesia no termina de hallar en Veneciafrenia es justamente el mayor logro de Belle, la nueva maravilla de Mamoru Hosoda, que compite en la Sección Oficial Fantàstic, una circunstancia no baladí, pues Hosoda compitió en la sección paralela Anima’t con su último trabajo, Mirai, mi hermana pequeña (2018). Existe en Belle un equilibrio sobrecogedor entre lo nuevo y lo viejo, entre la animación 3D y el dibujo más tradicional, entre el mundo virtual que nos introduce y el real, entre las nuevas narrativas y los clásicos. El director de Los niños lobo perfila en su nuevo largometraje un trabajo mucho más frenético y arriesgado que Mirai. La película no tiene tiempo para reposar sobre la contemplación de lo real; lo fantástico estalla desde la primera escena. ‘U’ es una plataforma universal que permite a sus usuarios empezar de cero una nueva vida virtual. La visión y los sistemas cognitivo y sensorial del “jugador” se introducen plenamente en ese nuevo mundo de un modo similar al empleado por Steven Spielberg en Ready Player One (2018). Pero Hosoda emplea un imaginario más barroco si cabe que el del cineasta norteamericano. El espectador queda sobrecogido por un diseño preciosista y rebosante de ideas –en Ready…, Spielberg se limitaba a amontonar capas de iconografía pop–, y por un manejo del espacio escénico-virtual que consigue dar orden y sentido a un torrente de imágenes que desfilan al ritmo de la colorida banda sonora (a la vez melódica y lírica) de Taisei Iwasaki.

La adolescente Suzu, protagonista de Belle, queda fascinada por el universo online de ‘U’, gracias al cual consigue dejar atrás una depresión provocada por una pérdida traumática ocurrida en su infancia. Si, en el mundo real, Suzu no es capaz de hacer lo que más le gusta, cantar, en ‘U’ se convierte de la noche a la mañana en una suerte de Hatsune Miku (la gran idol virtual japonesa) llamada Belle. En uno de sus eventos multitudinarios, Belle es interrumpida por el personaje que pondrá patas arriba su vida: la Bestia, el avatar más temido de la plataforma. A partir de entonces, la película se convierte en una reinterpretación del clásico cuento de hadas francés La Bella y la Bestia, de Jeanne-Marie Leprince de Beaumont, y toma como hilo argumental-conceptual la idea de quitarle la máscara al otro. El pueblo quiere saber quién es la Bestia, pero también quiere saberlo su amada, que no podrá liberar al monstruo de la maldición hasta que la alimaña no la ame de verdad.

En Belle, Hosoda lleva más allá su interés por los relatos clásicos, que ya se materializó en El niño y la bestia (2015), combinando aquí el poso humanista del original con una radiografía del universo de las redes sociales mucho más trabajada que la de Summer Wars (2009). La Bella y la Bestia funciona aquí como elemento de unión entre ‘U’ y la vida real, pero también como piedra angular de una llamada de atención sobre el problema de salud mental que afecta a muchos jóvenes hoy en día, un alegato nada afectado, aunque sí doloroso. Pese a la apariencia de comedia de instituto, el cineasta japonés mantiene en todo momento un control férreo del subtexto de su musical catártico. Belle es una película sobre el duelo por la pérdida de la infancia y el paso a la vida adulta, y sobre la dificultad de las nuevas generaciones para comunicar sus emociones y confiar en el otro cuando todo es líquido –un día eres el usuario más prestigioso de ‘U’, la chica más popular del instituto; al día siguiente todos te odian–. Hosoda presenta un trabajo de una valiosa madurez. Nos pregunta si de verdad estamos más seguros bajo la máscara, y plantea la duda –no solo a la sociedad nipona, cada vez más encerrada en sí misma– de si, quizá, la manera más apropiada de desenmascarar a la bestia no sea desvelando su identidad, sino atendiendo a sus emociones. Y eso lo podemos hacer tanto en la vida como en lo virtual, pues los sentimientos no entienden de medio.