Parece que fue ayer cuando las calles de muchas ciudades españolas se llenaron de ciudadanos indignados, hartos, cansados. Un movimiento improvisado, fragmentado, de origen aparentemente incierto, un rompecabezas sin solución para los que leen la historia de forma unidireccional y mirando siempre al reflejo de su propio pensamiento. Aquel movimiento que sacudió el país (y sigue sacudiendo en sus réplicas y reflejos) no solo obligó a repensar el panorama político y a redefinir la agenda de los partidos y medios tradicionales, que se vieron desbordados por un movimiento que no entendían, sino que reveló el verdadero cisma socio-político en España, que es también un problema cinematográfico: el problema de la representación.

El grito coreado en las plazas, “que no, que no, que no nos representan” no era una simple impugnación de los partidos tradicionales, sino el reflejo de un descontento más profundo, una búsqueda de otra forma de representación de los ciudadanos en el juego político. Quienes quieren ver en algunos partidos nuevos, surgidos después del movimiento de los indignados, la continuación de aquella revuelta por las vías del tradicional sistema de partidos, no hacen sino equivocarse: Podemos, principalmente, ha sabido recoger parte del descontento que lanzó a muchos ciudadanos a las calles en mayo de 2011, pero no recoge la principal impugnación que el movimiento de la Puerta del Sol, y sus réplicas por toda España, pusieron sobre el tablero: la democracia representativa, tal y como la conocemos, se ha mostrado insuficiente e imperfecta para recoger y trasladar todas las sensibilidades sociales al escenario político.

Siendo como fue aquel un movimiento que ponía en cuestión los sistemas de representación tradicional, ¿cómo representar lo que cuestiona su propia representación, cómo representar algo que se define sobre la marcha, que trabaja sobre las fallas de lo representado y lo representable? Esa es la pregunta central que cualquier discurso cinematográfico sobre el movimiento de Sol debería hacerse, y que sin embargo, no todos se plantearon con la misma intensidad que la película de Carlos Serrano Azcona que ahora estrena PLAT tras un recorrido por festivales, museos, filmotecas y centros de arte. Primera parte de un díptico completado posteriormente con Falsos horizontes, Banderas falsas es una película que trabaja sobre la crisis de la representación, sobre los límites de lo tradicional, de las imágenes como vehículo transparente para comunicarnos con lo real.

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A partir de un collage de imágenes de baja calidad, grabadas en su mayor parte con dispositivos móviles, teléfonos, o cámaras muy portátiles, Banderas falsas se aleja de la tradicional puesta en escena observacional, no intervencionista, asociada de forma automática y perezosa al término documental, apostando por una puesta en escena disruptiva, ruidosa e incómoda que trata de poner el acento en la separación entre lo visible y su representación, como una equivalencia de la crisis política que está en la base del movimiento. Si esta película, insuficientemente vista, no fue muy bien acogida por algunos sectores del propio movimiento indignado es justamente porque no juega a la representación complaciente, sino que enarbola una crítica desde la crítica, una puesta en duda desde la puesta en duda, una impugnación desde la impugnación.

El 15-M fue ese movimiento que sacudió las bases de lo que conocíamos como democracia, devolviendo a los ciudadanos su capacidad de hablar y pensar políticamente. Generó una descomunal masa de imágenes, muchas de ellas acríticas, meros testimonios turísticos o celebratorios, y es la película de Serrano Azcona la única –quizás junto con Vers Madrid-The burning bright (Un film d’in/actualités) de Sylvain George– que combina la vivencia desde dentro con la reflexión, la acción con el pensamiento. Las imágenes como proceso intelectual y crítico, incluso revolucionario, y no puramente testimonial. Así, Banderas falsas se erige como un ensayo fílmico que se propone una mirada crítica desde el corazón del movimiento, un retrato poliédrico y complejo de un movimiento complejo y poco convencional que solo admite retratos parciales.

Tomando como eje central las masas que tomaron la Puerta del Sol, y renunciando casi por completo a la palabra (en un gesto muy revelador, pues fue la palabra, la toma de la palabra pública, uno de los ejes de la revuelta madrileña), Serrano Azcona hace dialogar aquellas manifestaciones con otras que se produjeron, casi simultáneamente, en las calles aledañas: la celebración de la visita del Papa Benedicto XVII y la celebración de la victoria de España en el Mundial de Sudáfrica. La orteguiana rebelión de las masas revisitada en un mundo de control mediático y policial. El resultado es un retrato perturbador y nada complaciente de un país contradictorio y todavía escindido que se acercaba, quizás sin saberlo, a lo que ahora se dibuja ya como un estado cada vez más policial. La combinación de formatos y texturas, y el trabajo sonoro, acaban por borrar las fronteras entre las masas humanas, sin caer en el cinismo igualador, convocando la duda crítica como única herramienta de pensamiento, también cinematográfico.

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