Manu Yáñez

Cuando, hace unos meses, la revista Caimán Cuadernos de Cine me pidió una lista de películas favoritas de la historia del cine español, los primeros títulos que vinieron a mi mente fueron los de tres obras afincadas en el cine de lo real: El sol del membrillo (1992) de Víctor Erice, Canciones para después de una guerra (1971) de Basilio Martín Patino y Ensayo final para utopía (2012) de Andrés Duque. Tres películas que meditan acerca del estatuto de la imagen cinematográfica desde perspectivas diversas y complementarias: la conciencia artística (Erice), la conciencia política (Martín Patino) y el cruce de las dos anteriores (Duque). Estos tres documentales esquivos e indomables perfilan, además, una Historia alternativa y reflexiva del cine español, una senda a contracorriente de la industria y de los modelos imperantes. Erice todavía podría considerarse un cineasta canónico, pero Martín Patino, con su aprecio por lo ensayístico, sería más bien un antecedentes del espíritu heterodoxo que ha reflorecido en los rincones más luminosos del conocido como “otro cine español” –Martín Patino es el protagonista del documental La décima carta de Virginia García del Pino, aunque también es probable que el director de Nueve cartas a Berta (1966) se desentendiese de la etiqueta del “otro cine español” con el mismo desdén con el se pronunciaba acerca del Nuevo Cine Español de los sesenta, que supuestamente capitaneó–.

Pensar en Martín Patino es pensar en un cine aferrado a la realidad y a su(s) tiempo(s), desde la memoria de la posguerra al surgimiento del movimiento del 15M, retratado en su última película, Libre te quiero (2012). Aunque, si hablamos de valor fílmico, cabe reconocer que sus logros conquistaron el orden de lo intemporal. Canciones para después de una guerra, en la que ensambló imágenes de archivo (principalmente del NO-DO) y canciones populares, conjugó una visión crítica de la España franquista, al tiempo que demostraba el poder irreverente y trasgresor del montaje cinematográfico. En Queridísimos verdugos (1973), el montaje dejó su lugar a la observación y la escucha: liberado del moralismo más evidente, Martín Patino rastreó la miseria del brazo ejecutor del régimen… y de toda una sociedad sumida en las sombras. Por último, en las reivindicables Madrid (1987) y La seducción del caos (1991), este cineasta irreductible se aproximó al desconcierto de la modernidad, encarnada en una desazón emocional y una saturación mediática, una reflexión articulada mediante un amasijo de efectos autorreflexivos, metafílmicos y autocríticos, una lección avanzada de las posibilidades del cine-ensayo.

De Martín Patino, nos quedará algo más que sus películas. Recorriendo su filmografía –desde sus proféticos cortometrajes hasta la serie de televisión Andalucía, un siglo de fascinación (1996), un híbrido de documental y ficción–, se percibe el espíritu incombustible de un autor tan comprometido con su ideario contestatario como con la experimentación formal. Así, el trabajo y la actitud artística y vital de Patino, marcada por la coherencia y el tesón, parecen haber creado una cierta escuela, algo poco habitual en el cine español, y algo que le emparenta, más si cabe, con cineastas como Joaquim Jordá o Pere Portabella. He aquí una estirpe de “maestros” (en las diferentes acepciones del término) que han sabido inocular en el cine de su tiempo y en el de sus herederos un inconformismo vinculado a la subversión de las formas fílmicas.