Pocos parecen entenderlo, pero el cine documental es siempre un ejercicio de fantasmagoría, una lucha contra la muerte, el olvido, la desaparición. En el fondo, las diferencias entre el documental y las películas de fantasmas, espíritus y sombras son apenas una cuestión de grado, de tono, de luz. La película más reciente de Virginia García del Pino, Basilio Martín Patino. La décima carta, presentada en el pasado Festival de San Sebastián, es un muy buen ejemplo de ello: un retrato del cineasta salmantino en el declinar de su vida, cuando le cuesta recordar, y sus propias películas, su propio trabajo, su vida y su obra, empiezan a ser más bien sombras imposibles de fotografiar. Si cualquier película documental es un ejercicio contra la desmemoria, una película de fantasmas, La décima carta es si acaso la más perfecta, la más cruda, y también la más enternecedora: lo que captura no es la memoria en ejercicio, sino el olvido trabajando, el tiempo haciendo de las suyas. La historia en presente, el pasado ganando terreno como una dimensión más del hoy.

Nacida como un encargo de la serie Cineastas contados, que a modo de versión española del proyecto Cinéastes de notre temps pretende retratar a los grandes cineastas del país, García del Pino partió de la misión convencional de retratar un personaje, Basilio Martín Patino, para terminar en el encuentro con la persona, de tú a tú. Así, la película se construye, no como un biopic al uso, hecho desde la hagiografía, desde la admiración, desde la posición previsible del fan, sino desde el mutuo conocimiento entre el cineasta salmantino y la directora barcelonesa. Como en todas las anteriores películas de García del Pino, lo que nos encontramos es un trabajo íntimo de respeto y conocimiento, de auténtico interés por quien se sitúa frente a la cámara; “No me interesa preguntar aquello de lo que ya conozco la respuesta”, ha explicado muchas veces la cineasta en una frase que esconde muchas de claves de su ética cinematográfica. El cine entendido como ejercicio de encuentro, conocimiento y diálogo. Y eso es, en esencia, La décima carta: el proceso de encuentro entre dos personas a partir de algunos elementos del pasado que significan cada vez menos para el salmantino: fotos que no recuerda, películas que apenas le importan ya, y una preocupación constante por la historia del país, por la política, por la vida en sociedad.

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La película, que disgustó (incomprensiblemente) a muchos admiradores de Basilio Martín Patino, quizás por no ocultar su declive físico, quizás por no fosilizar la imagen oficial del cineasta, y ahondar más en presente, es sin embargo una lección de cine y vida, un ejemplo mayúsculo de ética y cine, o de cómo no hay, o no debería, haber uno sin el otro. En lugar de ahondar en lo que ya conocemos, Virginia García del Pino trabaja sobre la fragilidad de la memoria, y sobre el nacimiento de una amistad frente y a través de la cámara. Si el cine ha de ser un espacio de encuentro, La décima carta habría de ser el mapa, el decálogo, la guía de cómo dos personas se encuentran y nace algo que recoge la cámara. ¿Acaso hay que pedirle otra cosa a una película?