Carlos Reviriego (Festival de Berlín)

Se ha convertido en una obviedad hablar de “una película pequeña” cuando se trata de Hong Sang-soo. También depende de lo que entendamos por “película pequeña”, pero el ritmo de producción del cineasta coreano en los últimos dos años (cinco largometrajes) no solo le convierte probablemente en el autor contemporáneo más prolífico, sino también en el que aparentemente menos necesita para completar un proyecto, inmerso como está en la creación imparable de lo que ya se ha dado en llamar “las variaciones Hong”. Grass, que ha presentado en la sección Forum de la 68ª edición de la Berlinale, vendría a ser otra de estas variaciones, una película-bar que apenas sale de ese espacio tan determinante para los trayectos existenciales, los estupores románticos y las divertidas borracheras de sus personajes.

De nuevo en alianza con la actriz Kim Min-hee (Ahora sí, antes no; En la playa sola de noche, La cámara de Claire…), Grass sin embargo recupera la coralidad de personajes que caracterizaron sus primeras películas, y que había mayormente abandonado en los últimos tiempos, así como la estructura fragmentada con un alto sentido metaficcional, como si respondiera a la necesidad de negar cualquier lectura simplificadora del relato y a desafiar al espectador con una narrativa poco fiable o manifiestamente contradictoria. Es una vieja estrategia narrativa del coreano, cuya esencia metafórica parecía haber culminado en la magnífica Ahora sí, antes no. Min-hee en la piel de una escritora es en todo caso lo más próximo a un personaje protagonista en la película, que se sienta con su ordenador en un rincón del bar para cazar las conversaciones de las mesas vecinas y dar rienda suelta a su creatividad, a veces hasta intervenir directamente en los asuntos de los demás, acaso para que nos planteemos si no es ella quien está escribiendo la escena que hemos visto antes de que la cámara se desplace lentamente a su rincón del local, cuando en otra mesa una mujer acusa a un hombre de que una tercera mujer se ha suicidado por su culpa.

La vertiente manipuladora de la escritora también se hace manifiesta cuando conocemos a su hermano pequeño y a la novia de éste, en una suerte de interrogatorio realmente hilarante. Semejantes dotes de manipulación son en cierto modo también las del cineasta coreano (que sigue estilando como nadie el uso del zoom arbitrario en escenas largas y sin cortes) o las de la película con el espectador, quien sin duda perderá el tiempo preguntándose en todo momento dónde está sucediendo lo que sucede (¿en la trama “mayor”, en la mente de uno de los escritores, en un relato dentro de otro relato, etc.?), como si realmente eso importara en el universo de Hong. La inclusión de otro escritor (un guionista de televisión) en el relato, que también trabaja en el mismo bar (solo que en la terraza) y que además propone a otra guionista trabajar conjuntamente en un proyecto probablemente con intenciones menos nobles, no hace más que complicar las cosas.

El profundo desplazamiento perceptivo por el que apuesta la película se manifiesta de un modo asombrosamente poético (y esta es una de las grandes conquistas de Grass) en cómo el film decide mantener al dueño del local en absoluto fuera de campo. Insisten los personajes en que es un señor muy agradable al que le gusta pinchar música clásica. Pero nunca le vemos. El empleo de la música diegética (la que suena en el bar) adquiere una cualidad casi godardiana en el film, por el modo en que las escenas íntimas están puntuadas por composiciones épicas, sean de Wagner, Offenbach o Schubert, que parecen sonar al margen de texto y contexto. Todo ello para deleitarnos con una nueva variación sobre qué demonios es lo que pasa cuando hombres y mujeres se encuentran y reencuentran. Esta vez, un tono marcadamente melancólico se adueña del film, filmado en blanco y negro, acaso porque lo único que trata realmente de decirnos es que para seguir adelante sentimentalmente, y crecer como la hierba, hay que saldar deudas necesariamente con el pretérito. ¿Una película pequeña? Puede ser, pero muchas películas aparentemente grandes no le llegan a Grass, en términos creativos, ni a la suela de los zapatos.

Para muestra, un botón: Black 47 (presentada en la Sección Oficial Fuera de Competición), una superproducción irlandesa situada en los años de la hambruna de la patata, mediados del siglo XIX. Un desertor regresa de la guerra de Afganistán para encontrar su hogar en ruinas y su familia aniquilada. Arranca así la guerra de un hombre solo contra el ejército inglés, como en Acorralado y en la leyenda de Pat Garret y Billy el Niño, en la que su superior en el campo de batalla, un viejo amigo, es contratado por la Corona británica para detenerle, pues solo él sabe de lo que es capaz un soldado tan eficaz y superheroico. El survival film da paso al manhunt y a la crónica de venganza que a su vez se convierte en una metáfora muy obvia, incluso inverosímil, de opresores y oprimidos. El cóctel se completa con un estudio de la representación violenta y física del conflicto de patrias y sentimientos independentistas y antimonárquicos durante la ocupación inglesa. Nada nuevo bajo el sol, si bien la solvencia y el efectismo en la dirección de Lance Daly y la magnética encarnación de Hugo Weaving hacen más o menos disfrutable la odisea, que en ningún momento da muestras de salirse de la plantilla bien marcada por el género.

Algo más de interés despertó Damsel, un “neowestern” de apariencia coeniana (presentado en la Competición Oficial del festival), en el que toda solemnidad clásica del género ha sido reemplazada por un tono cómico y abiertamente desmitificador, donde los pistoleros bailan sonrientes y regalan ponis (“un caballo en miniatura”, dice el protagonista) a sus amadas. No hay lugar para los heroísmos en este relato de ida y vuelta, sesgado claramente en dos partes –una para Robert Pattinson, la otra para Mia Wasikowska, mientras que el personaje aglutinador, un falso reverendo, le pertenece a David Zellner, codirector de la película junto a su hermano Nathan–, en un viejo oeste que remarca la demencia de la frontera y la destrucción del amor en la seca hostilidad del territorio. Como otros westerns recientes, y pensamos sobre todo en The Homesman de Tommy Lee Jones, el drama lo propulsa el empoderamiento femenino de una damisela que no necesita ser rescatada, aunque el supuesto héroe, enamorado hasta las cejas, piense lo contrario. Todo hilo dramático avanza hacia la colisión del patetismo, estimulando la tensión entre la crueldad, lo grotesco y la ternura, subrayando un poderoso descreimiento hacia toda forma de intervención clásica en el relato (que da lugar a interesantes soluciones), con Centauros del desierto (¡cómo no!), Johnny Guitar y Dead Man ofreciéndose como modelos a transgredir.