Laura Carneros (Málaga)

El 23 Festival de Málaga ha arrancado bajo la atenta mirada de la comunidad cinéfila, como una cita excepcional de este fatídico 2020. El certamen es el primero que se celebra de forma presencial tras un periodo de cuarentena que, el pasado mes de marzo, a pocos días de la inauguración “original”, obligó a aplazar el evento. La apuesta por llevar a cabo el festival durante el mes de agosto (coincidiendo algunos días con la cancelada Feria de Málaga, una de las celebraciones más importantes de la ciudad) conlleva medidas excepcionales que implican la imprescindible colaboración de sus asistentes. El uso de la mascarilla es, como no podía ser de otro modo, obligatorio durante la proyección. Una escena, la del patio de butacas “enmascarado”, que contrasta enormemente con aquello que puede verse en pantalla: la representación de un tiempo anterior a este periodo de pandemia que hace olvidar, a ratos, que bajo los ojos se encuentra un trozo de tela.

La boda de Rosa, de Icíar Bollaín, fue la primera película en iniciar este peculiar viaje fílmico al pasado pre-Covid. La cinta, que se estrenaba en salas a la vez que inauguraba la Sección Oficial de Málaga, resulta mucho menos pastelosa de lo que su campaña promocional podría hacer pensar. Y es que, detrás del exceso buenrollista que se gasta el tráiler, el film encuentra el perfecto equilibrio entre los problemas que asfixian a Rosa, una figurinista de 45 años, y la búsqueda de ese soplo de esperanza que tanto necesita. Protagonizada por Candela Peña, actriz cuya personalidad y carácter ya imprimen, de entrada, una fuerza latente en el personaje, La boda de Rosa podría definirse como esa carrera de fondo que supone conocerse y quererse a sí misma a lo largo de la vida.

La secuencia inicial del film, en la que Rosa corre una maratón animada por su familia más cercana, funciona como una metáfora perfecta: la protagonista, cual novia a la fuga, huye de todo lo que no quiere en su vida. Tanto de los demás como de sí misma. Esta presentación, que resulta ser un mal sueño, es la señal desesperada del subconsciente de la protagonista, que reclama a gritos un poco de egoísmo. A partir de aquí, Bollaín expone una serie de circunstancias perfectamente extrapolables, pues Rosa representa a esas mujeres que aguantan una sobrecarga de responsabilidades familiares debido, en parte, a su incapacidad para poner a los demás en un segundo plano. Este cuento de hadas en el que la princesa se salva a sí misma es una propuesta donde lo onírico, lo real y lo ideal (e incluso lo cómico) armonizan sin crear estridencias. Aunque, eso sí, siempre al límite de la hipérbole. Sucede, por ejemplo, cuando Rosa corre en chanclas y albornoz desde las instalaciones de un spa hasta la estación de tren con la cara embadurnada de un potingue verde, como lo haría cualquier madre si las circunstancias así lo requiriesen.

Uno de los puntos fuertes de la película es la inteligencia con la que Bollaín aborda un discurso eminentemente feminista. Esto puede apreciarse de manera sutil en decisiones como la de repartir el género de los hermanos de Rosa, un hombre y una mujer. Ambos, independientemente de su sexo, ejercen presión sobre ella. También resulta significativo el hecho de no victimizar por completo a Rosa; su actitud complaciente se presenta como una fuente primordial de sus problemas. Por su parte, el argumento central (la preparación de una boda) permite plantear una serie de cuestiones relativas al modus operandi de una sociedad retrógrada: ¿Quién es el novio? ¿Será una ceremonia lo suficientemente pomposa? ¿Dejará en buen lugar al padre, a la familia? El hecho de que Rosa decida mantener en secreto con quién va a casarse hace que su entorno reaccione poniendo en evidencia una serie de procedimientos y tradiciones arraigadas en el patriarcado que evidencian las expectativas (implícitas o no) que aún hoy recaen sobre la mujer soltera.

En esta misma línea, pero en un tono alejado de la comedia, Natalia de Molina interpreta en Las niñas –película que también concursa en la Sección Oficial– a una mujer joven que cría a su hija en solitario, como la Rosa de Icíar Bollaín. La ópera prima de Pilar Palomero, que pudo verse en la pasada Berlinale, se centra en la vida de Celia, una niña que inicia sus pasos en la adolescencia acompañada por su madre, otras niñas, unas cuantas monjas y una chica de Barcelona llamada Brisa, que la introducirá en la música de Héroes del silencio, Niños de Brasil o Chimo Bayo. La música y la ausencia de ella juegan un papel importante en la película. Al inicio, una monja se afana en enseñar a un coro de niñas cómo deben gesticular con la boca para fingir que están cantando. Esta metáfora tan potente encierra la clave de toda la película, pues las mujeres que en ella aparecen están acostumbradas a mentir, a guardar las apariencias y a callar, por encima de sus deseos y de su propia dignidad. Celia será una de las niñas privadas de cantar, y esto provoca en ella un sentimiento de inseguridad y vergüenza apreciables en su mirada y su semblante triste. Sentimientos que fluctuarán de manera latente a lo largo de la película, dando lugar, en ocasiones, a la rabia, que ejercerá de motor para que se produzca la evolución (tímida, pero perceptible) del personaje central.

En Las niñas, el entorno más cercano de la protagonista está formado exclusivamente por mujeres. El único personaje masculino que aparece tiene unas escuetas líneas de guion (y apenas se le escucha, por encontrarse en una discoteca). Pero este hecho, sin embargo, no impide a la película mostrar el machismo imperante en la sociedad de la época. Palomero expone hábilmente situaciones en que las mujeres también ejercen presión sobre otras mujeres, perpetuando, de este modo, conductas opresoras atribuibles, en primera instancia, a los hombres. Se observa esto, por ejemplo, cuando durante una clase de educación física la profesora exige a las alumnas que corran levantando las piernas para no parecer “marimachos”. La propia apariencia de la docente, en chándal pero muy maquillada, bien peinada y con grandes pendientes, es un indicativo de su propio esfuerzo por parecer femenina y cumplir así con determinados roles de género. Detalles como este, capaces de suscitar en el espectador recuerdos dormidos de la época que reconstruye Palomero, hacen de Las niñas una película tremendamente efectiva en cuanto a su capacidad evocadora, a través de la cual es posible identificar, de manera inconsciente, todo aquello que ha cambiado y lo que aún queda por cambiar.

De cambios que han de ser provocados desde el interior, y la necesidad de escapar, también habla Ese verano nos quedamos en casa, de Noelia R. Deza, que concursa en la Sección Oficial de Cortometrajes. Protagonizado por Teresa Casas Hernández y Andrés Gertrudix, la propuesta se acerca a la existencia aparentemente apacible de una pareja que pasa sus vacaciones en una casa en mitad del campo, dedicados a la creación artística. Los perfiles de ambos y el estatus social que puede deducirse por el entorno, impiden sospechar que la calma que se respira en el hogar es solo aparente. A través de la vida casi ermitaña de la pareja, a la cual observamos enmarcados por ventanas, y puertas entreabiertas, el cortometraje cuestiona hasta qué punto las barreras mentales son más fuertes que las físicas, y si es posible quedarse o salir de un espacio, a veces, delimitado por la propia rutina. Por su parte, en la sección Málaga Cortometrajes, Sisyphus, una breve pieza de apenas cuatro minutos dirigida por Daniel Natoli, plantea en clave sarcástica la dificultad para salir de ese bucle en el que, la mayoría, vivimos inmersos.  Con una estética limpia, de localizaciones que se antojan oníricas y que refuerzan esa idea de mundo paralelo, irreal y  prefabricado que el ser humano ha construido, Sisyphus se sitúa entre la publicidad y el videoclip, apoyado por una acertadísima banda sonora de toques electrónicos, que también apoya el concepto de vida virtual y alienada que envuelve la propuesta.

En la sección Zonazine, Ventura Durall presenta L’ofrena, una película que también hace referencia a la mitología griega a través del proyecto Ulises. Este servicio, ideado por Jan  (Àlex Brendemühl), permite a las personas próximas a la muerte dejar un mensaje a sus seres queridos una vez fallezcan. Con una particularidad: estas últimas palabras deben expresar una disculpa. Así es como Jan conoce a Rita (Verónica Echegui), cuando este le hace entrega de un vídeo que han dejado para ella. En la escena de apertura de la película, Rita aparece trabajando como cam-girl para un cliente que se excita mientras la observa gemir y tocarse al otro lado de la pantalla. Casi en el momento del climax, Jan llama a la puerta y Rita debe abandonar la escena. Esta presentación, que no aporta información relevante sobre lo que veremos después –pues no volvemos a ver a Rita trabajando; apenas parece una excusa para ver el cuerpo desnudo de Echegui–, es un ejemplo de algunas de las escenas de sexo y desnudos, totalmente prescindibles, que aportan más ruido que interés a la trama central. El hecho, también, de que Rita se corte las venas al recibir el mensaje de su familiar cuando, unos minutos antes, no quería saber nada de esa persona, resulta sorprendente, por desproporcionado (más aún cuando, unos minutos antes, el espectador estaba presenciando una escena de sexo virtual). Este cambio de registro violento, al que Ventura recurre en varias ocasiones, genera confusión y hace complicado que el espectador pueda sumergirse en la trama. A pesar de las escenas que solo buscan el golpe de efecto sin profundizar en algo más (como aquella en la que Jan ahoga a tres o cuatro gatitos en un río sin venir a cuento), es justo reconocer que la idea central del guion (la relación entre Jan y  Violeta, personaje interpretado por Anna Alarcón) está meticulosamente construida, y dará lugar a escenas bastante lúcidas, aunque aisladas e insuficientes para que L’ofrena resulte una propuesta sólida en su conjunto.