El mal llamado “documental de autor” que tan en boga estuvo en España a principios de los años 2000 desprestigió por completo una de las más largas y fructíferas tradiciones del cine documental: la de la palabra, por considerarla exclusivamente televisiva, periodística, vulgar, y poco cinematográfica. Afortunadamente, ese prejuicio, que hunde sus raíces en una mezcla de snobismo y cine directo entendido como fuente originaria del verdadero documental, está hoy desapareciendo, y cada vez son más los cineastas que vuelven al lenguaje, a la toma de la palabra, al testimonio, o a la entrevista, como una herramienta cinematográfica. Es el caso de Boye, la película de Sebastián Arabia sobre uno de los personajes más singulares y fascinantes de la España política contemporánea: el abogado chileno Gonzalo Boye, célebre por su participación en la acusación en el juicio por los atentados del 11 de marzo de 2004 en Atocha (Madrid), y ahora convertido en uno de los abogados más comprometidos, de forma internacional, en la defensa de casos imposibles, como el del ex-informático de la CIA, Edward Snowden.
He aquí el caso de Boye, chileno de buena familia, afincado en España, que terminó pasando 10 años en prisión tras ser condenado por la Audiencia Nacional de colaboración con la banda terrorista ETA en el secuestro del empresario Emiliano Revilla. Huyendo de esa convención (falsa) de que varios puntos de vista terminan por ofrecer una verdad mayor, la película se decanta por un (casi) único plano frontal al único entrevistado: el propio Boye, que protagoniza la película, convirtiéndose en el único rostro y la única voz, que cuenta su historia en primera persona, en un diálogo casi directo con el espectador, a través del realizador interpuesto. Un vis a vis arriesgado, sin medias tintas, que asume su posición de cine documental, y por tanto limitado e incapaz de ofrecer una verdad mayor, y se decanta por el testimonio directo, a cámara, del protagonista sobre fondo negro. Sin ocultar la puesta en escena, sin esconder que es una entrevista, y sin pretender armar un relato aparentemente científico, la película es un ejercicio de confianza y escucha: Boye tiene la palabra, y va desgranando su propia historia, que es la de todos nosotros, habitantes inocentes de un mundo en el que la democracia parece ser una capa externa de un sistema oscuro, un barniz electoral y mediático para esconder tropelías, abusos, ilegalidades e injusticias.