Autor de majestuosos melodramas tocados por un aliento lírico, el coreano Lee Chang-dong (Secret Sunshine, Poesía) estudia en su nueva película, Burning, el peso de la ficción en nuestra realidad. Ficciones que construimos a nuestro alrededor para protegernos, cobijarnos, para presentarnos ante los demás; aquellas que generamos deformando recuerdos de infancia, reinventando nuestros orígenes; aquellas que nos ayudan a amortiguar el dolor que nos inflige amar, perder, el mero hecho de existir. En el caso de Burning, esas autoficciones responden, fundamentalmente, a la necesidad de una supervivencia afectiva. Un desesperado anhelo emocional que hallará su particular fuente de inspiración en la figura de una mujer. Para Jongsu (Ah-In Yoo), un joven escritor frustrado, la salvación responde al nombre de Haemi (Jong-seo Jeon), una vecina de la infancia que perturbará su tranquilidad cotidiana a partir del instante en que vuelve a cruzarse en su camino. Inesperadamente, y sin condiciones, Jongsu se descubrirá entrometido en la vida de Haemi, que al partir de viaje a África lo dejará a cargo de una gata que, ante la falta de pruebas de su existencia física, parece habitar el territorio de la ficción. Tras el torbellino emocional que Haemi deja tras de sí, un confuso Jongsu convierte el piso vacío de su amante en un diminuto e íntimo santuario, que habitará siempre que tenga ocasión para evocar su recuerdo.

Sorprendentemente, Haemi retorna de su viaje acompañada del misterioso y encantador Ben (Steven Yeun), un Gran Gatsby –así lo apoda Jongsu– a quien conoce en su aventura africana. A partir de ese momento, se empieza a desplegar el verdadero núcleo narrativo del film, estructurado alrededor de un tenso triángulo amoroso cuyo tratamiento bascula entre el drama y el thriller, a medida que su tono toma tintes cada vez más sombríos. Demostrando, nuevamente, que su cine no es solo la obra de un gran dramaturgo, sino de un gran cineasta, Chang-dong saca todo el partido de los mecanismos de puesta en escena para construir de forma minuciosa la personalidad de los personajes: Haemi, siempre sumida en un territorio híbrido entre la inconsciencia naif y la melancolía, revolotea por los planos entrometiéndose por toda puerta o pasillo que encuentra; Jongsu, paralizado por la aparente carencia de toda educación sentimental, deviene una figura más estática, pasmada, buscando fijar en sus movimientos una realidad que se le escapa; y Ben, que tras una aura de suficiencia despreocupada –que rima con su apartamento de lujo–, deja entrever la posibilidad de un océano de malicia. Tres figuras a través de las cuales Chang-dong termina explorando la romantización tóxica de una obsesión masculina. Ya sea como objeto de deseo o mero pasatiempo, la figura de Haemi termina definida, delimitada y ficcionada por la mirada de sus partenaires.

Hacia la mitad de la película, tiene lugar una escena crucial, que alienta el fluir de los equilibrios y desequilibrios entre los personajes, desnudando sus más ocultas pulsiones. Ocurre cuando Ben y Haemi irrumpen en la casa familiar de Jongsu. La ausencia de una motivación clara en las actitudes de los personajes termina generando instantes de máxima tensión entre los tres. Después de que Haemi protagonice un baile liberador, sensual y narcotizado –decorado por una pacífica panorámica del yermo paisaje rural, donde sobresale una bandera surcoreana, las luces del atardecer y la frontera con Corea del Norte a lo lejos– el cansancio se apodera de la joven, que queda fuera de juego. El frío e inescrutable Ben, con su eterna sonrisa indolente, aprovechará la calma del entorno para dejar caer la bomba: su hobby secreto consiste en quemar invernaderos, una referencia al relato Quemar graneros de Haruki Murakami en el que se basa el film. La sugerencia de una violencia visual que aporta esta imagen romperá en mil pedazos la apariencia sosegada del film y generará, a partir de ahí, una progresiva confusión tanto en la mente del protagonista como en nuestra propia percepción.

Pese a que en el cuento de Murakami lo que arden son graneros y no invernaderos, la película de Chang-dong sigue la senda del relato original a la hora de jugar con el aparente hermetismo de unos personajes que nunca dejan de revelar nuevas capas. De hecho, a medida que avanza la acción, la dualidad entre ficción y realidad va diluyendo sus fronteras. Eso sí, este trabajo en torno a la ambigüedad no está reñido con la disposición de Chang-Dong a recurrir a la visceralidad para exponer la desesperación de sus personajes y destapar la cara más tóxica de la (estratificada) maquinaria social. Al salir de la sala, en la mente del espectador, resuena la violencia de un mundo no reconciliado con sus propias miserias.