(Imagen de cabecera: El fantástico caso del Golem)

Laura Carneros (Festival de Málaga)

Suele ocurrir cada año que, en el Festival de Málaga, acontece algo fantástico en la Sección Oficial. Esto es: que una película inclasificable y/o de género fantástico (condición primordial para ser clasificada en la sección de Zonazine) compita por la Biznaga de Oro. En esta edición, ese caso no puede ser otro que El fantástico caso del Golem, una de las propuestas más esperadas junto a aquellos títulos que (ya parece ser tradición) vienen de la Berlinale: Matria de Álvaro Gago, Sica de Carla Subirana, 20.000 especies de abejas de Estibaliz Urresola Solaguren. El fantástico caso…, dirigida por el colectivo Burnin’ Percebes, que forman Juan González y Fernando Martínez, es, más que un soplo de aire fresco, un baño de sangre recién desparramada. Caracterizada por el habitual humor absurdo que gastan sus directores, la película mantiene el espíritu gamberro e innovador de trabajos como La reina de los lagartoso Searching for Meritxell. Eso sí, parece que la experimentación visual y la estética amateur ya forman parte de la historia de los Burnin’ Percebes, lo que, además de una evolución espiritual como realizadores (evolución no a mejor ni a peor, sino en cuanto a capacidad de probar lenguajes diferentes), denota que también hay mayor presupuesto. ¿Se puede considerar eso un signo de madurez? Quizá sí para quienes forman parte de un comité de selección oficial donde el riesgo siempre tiene que encajar, de algún modo, dentro de unos estándares.  

Esta rebeldía contenida en una estética muy pulcra y ochentera (Almodóvar, por muy obvia que parezca la referencia, se aparece como santo patrón) salva su viraje hacia la comedia pastel con dosis de irreverencia escatológica y humor desembarazado. La presencia de Brays Efe (Paquita Salas) como protagonista imprime a la película el sello particular del actor, cuya sola presencia parece aportar a su personaje, Juan, los rasgos de una generación infantilizada de la que nadie espera nada. Y es que Juan podría definirse como un joven hedonista declarado inepto (desde su niñez) por su propio padre. A la postre, pese a la temática fantástica y tono absurdo, la película consigue tomar tierra dada la universalidad de sus personajes, los cuales no son más que pobres fracasados que engañan la soledad con ídolos de barro.

En una línea similar, pero desde el drama, la protagonista de Unicornios, Isa (Greta Fernández), se enfrenta a una etapa de su vida inestable a nivel sentimental y económico. La película, dirigida por Àlex Lora, que también compite en la Sección Oficial, ofrece un retrato de una parte de la juventud que, aun proviniendo de familias acomodadas, encuentran problemas para desenvolverse por sí mismos. Por un lado, la combinación de múltiples frentes abiertos en la vida de Isa (trabajo, proyecto artístico, tesis doctoral), impiden que se centre, ya que, en principio, ninguna opción supone una garantía para ella. Se observa, por otro lado, que su personalidad cambiante tampoco ayuda. Una cualidad, quizá, consecuencia de esa permanente necesidad de adaptarse. En este sentido, uno de los interrogantes más interesantes que propone Unicornios es hasta qué punto la competitividad por mostrarnos como productos únicos ante el mercado capitalista (seres extraordinarios, como los unicornios) nos sumergen en unas dinámicas de trabajo volátiles que anteponen el éxito rápido y la visibilidad en redes sociales ante talento. Por otro lado, el abordaje a diferentes temáticas sin llegar a profundizar del todo en ellas (relaciones abiertas, feminismo, drogas, coqueteo con la prostitución…) acaba asfixiando al personaje en una red de excesos, sin llegar a dotarlo de una mayor complejidad.

Desde una perspectiva más relajada, pero no por ello menos trepidante, Omar A. Razzak presentó en Zonazine Matar cangrejos, una película que expone, a través de la historia de los hermanos Paula y Rayco, los cambios sociales de Tenerife a principios de los años noventa. Sin estridencias ni discursos evidentes, Razzak muestra con elementos cotidianos el proceso de transformación de la isla, marcado, principalmente, por la especulación urbanística, la llegada del turismo en masa y la creciente inmigración que, a su vez, y casi de manera imperceptible, incide en las vidas de sus protagonistas. Los días de Paula y Rayco transcurren entre canciones de Michael Jackson, visitas al loroparque donde trabaja su madre y escapadas con la pandilla. Una especie de paraíso donde la tranquilidad llega a ser asfixiante. Las incipientes ganas de huir se perciben, sobre todo, en Paula, quien se encuentra a las puertas de la adolescencia. En este sentido, el film recuerda por momentos a El agua, de Elena López Riera, por el aura sobrenatural que envuelve al anhelo de huida de la protagonista. También podría conectarse con la reciente Aftersun, de Charlotte Wells, de un modo formal y estético, ya que ambas transcurren en el mismo periodo y comparten una paleta de colores y fotografía similar (la de Wells, rodada en Turquía, goza de una iluminación y paisajes prácticamente intercambiables con las localizaciones de Tenerife). Además, en el aspecto narrativo, la relación filial que se nos muestra en ambas películas retrata por momentos la vulnerabilidad del adulto, que en ocasiones necesita del propio apoyo y madurez de sus hijos menores.

En cuanto a referencias literarias que sobrevuelan las imágenes de Matar cangrejos, es imposible no acordarse de Panza de burro, de la tinerfeña Andrea Abreu, y ver a las dos amigas protagonistas de la novela reflejadas en Paula y Rayco. El mismo director, Razzak, reconoció en la rueda de prensa posterior a la proyección de la película que regaló el libro de Abreu al reparto para que les sirviera de referencia. Por último, cabes destacar que, formalmente, Matar cangrejos combina una técnica de realización muy depurada, con algunas secuencias donde se juega con el sonido y el montaje (como al comienzo de la película, donde vemos planos muy cortos de papagayos acompañados de música electrónica), lo que en algunos tramos aporta mayor vitalidad a un proyecto que, ya de por sí, mantiene una frescura constante.