Acostumbrados a que los títulos de crédito de las películas de Woody Allen actúen como un espacio familiar para el cinéfilo, con su inconfundible tipografía, su reparto ordenado alfabéticamente, y sus colaboradores más o menos fijos (en este caso, con la novedad de Vittorio Storaro en la dirección de fotografía), la imagen de apertura de Café Society (una vista de una fiesta que se está celebrando en el jardín de una lujosa villa) nos descoloca con una nitidez cegadora, que hace que tardemos unos instantes en darnos cuenta de que, en realidad, la acción transcurre en los años treinta del siglo XX. La textura es inédita en la obra del autor de Annie Hall, pero pasados unos segundos ya no queda ninguna duda: Allen se ha sumado a la lista de veteranos aún en activo que realiza el trasvase al digital. Según dijo el director en una rueda de prensa en el pasado Festival de Cannes, rodar con este formato no le ha supuesto ningún problema, ni ve en él diferencias reseñables respecto al cine. Pero uno no puede evitar tomar sus palabras con cierto escepticismo, sobre todo cuando, en un momento del film, la cámara registra el skyline de Nueva York con cierta tristeza, como si Allen ya no pudiera dotar del mismo aura el icono urbano que lleva décadas identificando su cine.
Esa sensación de tenue melancolía recorre, de hecho, toda Café Society. El film se nos presenta como una teórica comedia, pero en él las risas quedan muy espaciadas unas de otras, y el brío que podría proporcionar el ingenio de los diálogos queda interrumpido por momentos en que los personajes callan para replegarse en instantes de introversión. Si no la consideramos un drama es, sencillamente, porque Allen decide tocar con una cierta ligereza los problemas de sus criaturas, afectadas por el mal de amores y por una ambición convertida casi en refugio.
El protagonista de Café Society, ese personaje que, inevitablemente, el actor (en este caso Jesse Eisenberg) se ve casi en la obligación moral de encarnar con los gestos y tics del propio Allen, es Bobby, un joven que abandona su hogar neoyorquino para probar fortuna en Los Ángeles, donde su tío Phil (Steve Carell) se ha hecho millonario representando a actores. Ambos hombres están enamorados de Vonnie (Kristen Stewart), lo que da lugar a un triángulo amoroso que conoce diversas etapas, y cuya evolución permite a los intérpretes escapar de la unidimensionalidad: si Carell empieza siendo retratado como un empresario feroz que promete exabruptos cómicos, la mala conciencia por estar siéndole infiel a su esposa lo envuelve de abatimiento. Stewart, por su lado, va erosionando su fachada de seguridad y descaro para acabar tomando una apariencia vulnerable y conservadora. Y, por último, el nerviosismo neurótico de Eisenberg se va templando a base de desengaños, hasta adoptar una coraza de seguridad que hace de él un improbable seductor.
Dividida en dos actos que tienen como escenario, respectivamente, Los Ángeles y Nueva York, Café Society toma en su segunda mitad un rumbo algo errático, embarcándose en subtramas que se ocupan de la familia de Bobby, y que perturban la inversión emocional que el público ya ha hecho con el trío protagonista, a cambio de que el cineasta pueda incorporar la inevitable dosis de puyas a propósito del judaísmo. En cualquier caso, el interés se mantiene a flote gracias al magnetismo de dos grandes secundarios, Parker Posey y Corey Stoll, y sobre todo, a la entrada en escena de Blake Lively: el cortejo al que procede Bobby nada más conocerla da lugar a algunas de las imágenes y composiciones más inspiradas de una película que no siempre parece hallar el lugar justo para colocar la cámara (como es habitual en Allen, la dirección resulta irregular, situando los hallazgos al lado de soluciones que se dirían apresuradas, y untando de música la pista sonora sin que haya una necesidad real de ello).
En paralelo a las desventuras románticas de los personajes, Café Society también quiere ser, en parte, una visión algo atípica de los años dorados del cine clásico. La llegada de Bobby a Los Ángeles da pie para que Allen haga de turista de otra época, llevando a su protagonista de ruta por las mansiones de las estrellas, y por escenarios típicos de Hollywood. Pero, significativamente, resiste la tentación de poblar la pantalla de personajes míticos (como sí ocurría en Medianoche en París), y las “fiestas del ayer” que retrata no son las de la farándula, sino las del negocio, pues están pobladas de productores y empresarios, siempre enfrascados en negociaciones y tratos que implican a nombres inmortales y otros cuyo fulgor se apagó con el tiempo, pero que la película se empeña en citar a base de un name dropping algo insistente, pero excusable: si Woody Allen ha querido que esos nombres vuelvan a sonar en la gran pantalla quizá sea porque, en el fondo, esté temeroso de ser el único que se acuerda de ellos.