Suele ocurrir con el cine de Todd Haynes que el estilo deviene la esencia del discurso. La insistencia del director de Safe por estudiar los condicionantes sociales que aprisionan a sus personajes aparece casi siempre emparejado con su otro gran interés: la relectura de referentes pretéritos –los casos más evidentes serían los del melodrama clásico en Lejos del cielo y la modernidad europea de los 60 en I’m Not There–. En este sentido, Carol podría verse como una interesante anomalía en el cine de Haynes: una película en la que el director de Velvet Goldmine utiliza los homenajes cinéfilos –a la estructura de Breve encuentro de David Lean, a los peinados de Grace Kelly, a La calumnia de William Wyler– como simples notas al pie, como meras acotaciones de su desnuda inmersión en las aguas turbulentas del deseo. ¿Y cómo se explica el compromiso sin fisuras que asume Haynes para con sus personajes y su proeza romántica? No debe desdeñarse el hecho de que Carol es la primera película del autor de Poison que no cuenta con un guión escrito de su puño y letra (Haynes llegó al proyecto cuando este ya estaba bien perfilado: Cate Blanchett ya había sido elegida para interpretar a Carol). Me atrevería a apuntar que, al no tratarse de un proyecto enteramente “personal”, Haynes ha logrado distanciarse ligeramente de sus pulsiones posmodernas para componer una obra de una desnudez desarmante.
Dicho lo anterior, cabe reconocer que Carol es una película marcada por el sello Haynes: ese ímpetu manierista cercano a ciertos postulados barrocos que, sin embargo, aquí aparece desplegado de forma comedida. Pese al preciosismo de ciertos pasajes, da la impresión de que Haynes se desmarca de la pirotecnia estilística para adoptar una inteligencia pragmática en sus planteamientos de puesta en escena. Un apego a la narración que favorece el transparente desarrollo de la pequeña gran odisea de las dos heroínas románticas: mujeres que, en los represivos Estados Unidos de principios de los años 50, viven un affair de consecuencias inciertas.
Es Carol una película de delicados gestos y miradas cuyo efecto sensorial se ve amplificado por la inmersión de Haynes (y su director de fotografía Ed Lachman) en el relato, lo que perfila una experiencia de tintes subjetivos: en el permanente intercambio de miradas fugaces, clandestinas o penetrantes, el espectador llega a sentir que Carol y Therese son las dos únicas mujeres del mundo. Un ejercicio de ilusionismo romántico al que se entregan con convicción y compenetración dos actrices nacidas para protagonizar Carol. La enervantemente perfecta Cate Blanchett –que ofrece un majestuoso recital de elegancia, sofisticación y poder de seducción– es Carol: una mujer de clase alta que está en proceso de divorcio y sobre la que recae la sospecha de haber mantenido relaciones sexuales con otras mujeres. Por su parte, Rooney Mara –una de las actrices más enigmáticas e inexpresivas del cine actual– realiza un trabajo meritorio en la piel de Therese, una joven aspirante a fotógrafa que cae rendida a los encantos de Carol. La frialdad natural de ambas actrices permite a Haynes exprimir la dimensión potencial del relato: una pasión contenida, insinuada, presurizada por las dudas, las insinuaciones (más o menos veladas), siempre al borde del estallido. Un territorio de temores y confusión que se ve abrasado por una incontenible ola de deseo. En Carol las miradas fulguran y, allí donde no llegan los gestos, Haynes se permite apelar al lirismo de las imágenes: nunca las luces de un túnel, pertinentemente desenfocadas, habían representado con tanta emotividad el efecto embriagador del despertar de la pasión.
Carol es también una película de ventanas y reflejos. Como ya ocurría en Lejos del cielo, las protagonistas escudan sus miradas detrás de ventanas de coches, apartamentos, casas y escaparates. Unas ventanas alérgicas a la limpieza aséptica: se imponen las manchas de polvo, el vaho y otras humedades. Unas barreras translúcidas que acentúan el peso de las miradas: las que intercambian las protagonistas y la de un sistema conservador y retrógrado que recrimina a Carol y Therese su condición sexual. Haynes y su guionista Phyllis Nagy ejecutan uno de los golpes maestros del film al convertir a Therese (Mara), que en la novela homónima de Patricia Highsmith era una aspirante a directora artística teatral, en una apasionada de la fotografía. Las instantáneas realizadas por la joven no solo permiten apuntalar su despertar identitario y sexual, sino que además añaden una nueva capa de significado al juego de miradas, esta vez enlazándolo con la representación cinematográfica, siempre conectada al descubrimiento de verdades y encubrimientos. Haynes, en su inevitable versión “meta”.
Con Carol, el director de Mildred Pierce (versión para TV) aspira a mirarse en el espejo de la novela de Highsmith, perfectamente condensada en una adaptación “en clave haiku” –en palabras de Cate Blanchett en la rueda de prensa del Festival de Cannes–. A través de su estructura circular y de sus soterradas corrientes de amor, Carol brilla como una celebración del deseo y la libertad personal: pilares de la experiencia humana que la película entrelaza a través de un espeso y ardiente laberinto de miradas y deseo.