De un modo similar a como Sonidos del barrio de Kleber Mendonça Filho se acercaba a un condominio de clase media en Recife, Casa grande, ópera prima de Fellipe Barbosa, disecciona las tensiones internas de la clase privilegiada de Río de Janeiro. Menos inquietante y un poco más obvia y ampulosa que Sonidos del barrio, Casa grande tiene todos los elementos de un culebrón televisivo, pero condensados, con bastante inteligencia, en los 112 minutos de un film que ofrece un retrato bastante desolador sobre el estado de las cosas en un Brasil que, más allá de sus innegables avances socioeconómicos, sigue lastrado por una profunda diferencia de clases y un racismo que afloran por todas partes.

El film está narrado desde el punto de vista de Jean (Thales Cavalcanti), un adolescente de 17 años que está a punto de terminar la secundaria y debe prepararse para los exámenes de ingreso a la universidad. En pleno despertar sexual y de búsqueda de independencia, choca a toda hora con su tiránico, violento e hipócrita padre (Marcello Novaes) y, en menor medida, con su hermana menor (Alice Melo) y con su madre (Suzana Pires). La realidad es que el clan, más allá de la inmensa mansión familiar –es excelente el primer plano con los créditos de apertura que expone con la cámara fija las dimensiones del lugar–, de los coches, el chofer y las múltiples empleadas domésticas, está en plena debacle económica y esa degradación acompañará a la decadencia moral de los personajes, con la excepción de Jean, quien encontrará en su relación con Luiza (Bruna Amaya), una joven de otro estrato y distinta formación, una manera de salir de ese encierro y de conocer otras realidades.

A la postre, la película aborda –por momentos de manera algo ingenua y subrayada– conflictos muy actuales como la no siempre fluida integración racial, las contradicciones entre la educación pública y privada, y la lucha de clases en un país donde la movilidad social y las reivindicaciones masivas han cambiado las dinámicas más tradicionales.