El nuevo largometraje de David Trueba reúne a dos de los protagonistas de La buena vida, primera película del director en la que Lucía Jiménez y Fernando Ramallo apenas eran adolescentes. Aunque el único nexo entre las dos obras es la presencia de los actores, pues tanto el tono como la forma obedecen a necesidades narrativas totalmente distintas. De hecho, si hubiera que trazar paralelismos con alguna película, esa sería Los exiliados románticos, de Jonás Trueba. Son tantas las referencias que, en lugar de Casi 40, el título podría ser: Los retornados racionalistas. Y es que existe un nexo temático que obedece a la crisis personal propia del paso de una década a otra. Mientras que en la película de Jonás Trueba sus personajes andaban en la crisis de los “casi 30” y sus conversaciones –proyectadas hacia el futuro– giraban en torno a los hijos, el compromiso y la sensación de inmadurez ante la vida, Él y Ella (así se denominan los protagonistas de Casi 40) se enredan en diálogos retrospectivos que denotan cierta pesadumbre o desencanto.

La inconsciencia de aquellos amigos que viajaban a Francia en una furgoneta familiar naranja, sin rumbo, únicamente persiguiendo los pequeños placeres, se opone a la gira de conciertos que Él ha programado para Ella en una furgoneta gris, perteneciente a la empresa para la que trabaja (el color importa, y la propiedad también). Aún así, en el gesto de lanzarse a la carretera queda un atisbo de resistencia ante el conformismo que conlleva la búsqueda de la estabilidad. El viaje que estos dos amigos inician en solitario supone una oportunidad para cerrar heridas y reprogramar una segunda etapa, partiendo, como expresa la canción principal de la película, de la aceptación personal.

Formalmente, el contraste entre la introducción de actuaciones musicales completas, sin cortes, y el uso de elipsis impiadosas, pone en evidencia, de nuevo, la comunión entre Casi 40 y Los exiliados románticos. La simbiosis se completa con otros elementos que abundan especialmente en la filmografía de Jonás Trueba: los libros, las librerías, los periódicos y hasta Vito Sanz pegado a la barra de un bar. Sin embargo, la manera en que se articulan las escenas y las conversaciones en Casi 40 dan como resultado una película que no termina de fluir, a la que le cuesta liberarse de ciertos patrones impuestos, opresores, de los que David Trueba ha querido desprenderse –según apuntó en el pasado Festival de Málaga– a través de una película muy personal que él mismo considera hecha en los márgenes.