Cemetery, el nuevo trabajo de Carlos Casas, se presenta como una meditación sobre la posibilidad de encontrar aquello que a lo mejor no existe. O, si se prefiere, aquel lugar cuya existencia no puede demostrarse con los medios de los que disponemos. Dicha búsqueda la emprende con maneras de un cine documental que, igualmente, parece tener una actitud más que abierta hacia lo fantástico. Cemetery se abre con unos títulos explicativos que nos hablan de un mito: el del cementerio de elefantes, ese destino (a lo mejor físico, a lo mejor espiritual) hacia el que se dirigen unas criaturas majestuosas. Con esto y una breve conexión radiofónica, el director ya nos pone en contexto. A partir de ahí, las imágenes y sonidos que emanan de los paisajes tienden a lo sublime. Por ejemplo, cuando la cámara se planta en lo más alto de una montaña, vemos cómo su sombra piramidal se extiende por un mar de nubes inacabable, que se extiende, literalmente, hasta el horizonte, hasta donde alcanza la vista.

Dividida en cuatro actos, Cemetery empieza instalada en el territorio de la no-ficción observacional, y poco a poco se va distanciando de ella, adoptando mecanismos más narrativos, que parecen dibujar la clásica estructura de introducción-nudo-desenlace. Eso sí, dicha evolución se efectúa “a cámara lenta”, es decir, sin perder nunca el gusto por la contemplación pausada. Con ello, Casas parece recordarnos los placeres perdidos de un mundo que lleva largo tiempo olvidado, y en el que el hombre tenía un pacto con la naturaleza (de respeto, de comprensión) muy distinto a las prisas y angustias que se derivan de un ahora marcado por la sobre-explotación de todo tipo de recursos, incluidos los naturales.

Cemetery se mueve (sin miedo a perderse) por la espesura de una jungla que es claramente un ecosistema más sabio que cualquiera de nosotros. Paladeando cada color y ruido propuesto por el medio, este escenario se descubre de repente como un entorno que nos supera, que nos engullirá si intentamos luchar contra él. El respeto y la humildad que perdimos por el camino del “progreso” se recupera gracias a un deslumbramiento a prueba de efectos especiales. Moviéndose entre lo material y lo impalpable, entre esta vida y la otra, la película acaba alcanzando la quimérica meta que perseguía. Llegada a este punto, la pantalla se desborda, como si la técnica cinematográfica no estuviera preparada para plasmar esa verdad para la que, efectivamente, no está capacitada. Porque, a lo mejor, para entenderla, no se precisa de sofisticación tecnológica, sino de una empatía primitiva.

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