Bajo la melosa, lúdica y extática superficie de Cemetery of Splendour se ocultan algunas de las transgresiones fílmicas más feroces que uno pueda imaginar. Y si no, ¿quién recuerda otra película en la que se invite al espectador, primero, a cerrar los ojos, y luego a abrirlos, prolongadamente, hasta poner en peligro el bienestar de sus globos oculares? Lo primero ocurre en un cochambroso hospital durante una sesión de meditación terapéutica en la que enfermeras y pacientes cierran los ojos y conectan con su yo espiritual a través de un viaje imaginario hacia los cielos. La dulce voz del instructor y la concentración de los “meditadores” sumerge al espectador en uno de los varios trances que ofrece la nueva película de Apichatpong Weerasethakul. Sin embargo, este momento de recogimiento casi esotérico, en el que la cámara recorre cuerpos y rostros inmóviles, se ve cercenado por un corte de montaje que nos traslada hasta una vista del exterior del hospital, por donde pululan excavadoras, militares uniformados y niños jugando a fútbol. Un corte que sugiere de forma sutil la incredulidad de Apichatpong respecto a todo ese universo espiritual y animista que centra gran parte de su cine. Fe y escepticismo, una de las varias dialécticas que hacen funcionar la nueva maravilla del director de Tropical Malady.

El otro gesto radical que propone Cemetery, ese “abre los ojos” coercitivo, llega en la recta final del film, cuando Jen (Jenjira Pongpas), una de los tres protagonistas de la película, intenta despertar de lo que parece ser una ensoñación, un estado de duermevela en el que lo real sucumbe ante el poder de lo ilusorio. El gesto tiene otra intención menos evidente, quizás el objetivo central de la película: hacer ver lo invisible, lo que reside oculto tras las apariencias, tras las ingenuas sonrisas de los personajes, o también en un pasado que se pielga de formas misteriosas sobre el presente. No en vano, el eje central de la trama se centra en unos “soldados durmientes” cuya narcolepsia aguda procede de una fuerza intangible: la desazón de unos antiguos reyes que reposan en un cementerio oculto bajo el hospital en el que transcurre gran parte de la película. Belicosos fantasmas de otro tiempo que le sirven a Apichatpong para aludir de forma indirecta –aquí se hace evidente el peso de la censura en Tailandia– al clima de tensión social que impera en el país desde el golpe de estado de 2014.

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La dimensión elegíaca de Cemetery se halla escondida a plena vista: en los retratos de antiguos dictadores que cuelgan de las paredes del hospital, en la omnipresencia militar, en una referencia a la antigua guerra entre Tailandia y Laos, en las imágenes de indigentes, en unos moralistas mensajes escondidos en el bosque y en los carteles publicitarios que prometen una vida próspera a las mujeres tailandesas que decidan casarse con hombres occidentales. Una de esas mujeres parece ser Jen, que en su enésima aparición en las películas de Apichatpong habla de su matrimonio con un soldado estadounidense. Para los devotos del autor de Mysterious Object at Noon, Jen es como de la familia: la vimos entregarse al placer en Blissfully Yours y convivir con fantasmas en Tío Bonmee que recuerda sus vidas pasadas. La dimensión “familiar” de la obra de Apichatpong se acrecienta en Cemetery: además de a Jen, reencontramos al soldado Banlop Lomnoi (aquí llamado Itt), que perseguía al hombre/tigre de Tropical Malady. Como los tres protagonistas de Blissfully Yours, Jen y Banlop forman una suerte de familia adoptiva junto a Keng (Jarinpattra Rueangram), una medium que dialoga con los espíritus de los soldados durmientes.

De hecho, si hay algún pero que ponerle a Cemetery, es la esporádica sensación de que Apichatpong juega en terreno conocido, seguro, con sus actores/personajes de cabecera, con las obligadas escenas de hospital, con su característico humor naïf, con el esperado arrebato pop, ahondando en el kitsch inherente al paisaje urbano tailandés –en este caso el de Khon Kaen, su pueblo natal–, dejándose llevar por ocurrencias surrealistas e incidiendo en esa escritura conceptual que perfeccionó para Syndromes and a Century. Sin embargo, contra esta posible acusación de autocomplacencia, Apichatpong responde con una de sus películas más sinuosas a nivel narrativo, un festín imprevisible. Dejando atrás la idea de la película escindida por la mitad –que marcó su cine desde Blissfully Yours hasta Syndromes and a Century– y renunciando a la estructura por capítulos de Mysterious Object at Noon y Tío Bonmee que recuerda sus vidas pasadas, Cemetery presenta una aparente cohesión y continuidad que esconde un vertiginoso serpenteo narrativo: uno nunca sabe a dónde le llevará el siguiente corte de montaje, cuándo se desplomará Itt tocado por su dolencia somnífera, cuándo los vivos cederán el timón del relato a los muertos.

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Cemetery es un canto a la libertad fílmica pero no al caos cinematográfico. Sus cimientos conceptuales se hallan férreamente enraizados en una serie de fructíferas dialécticas. Ahí está por ejemplo la dicotomía entre el movimiento y la estasis. Sacrificando su característica y sublime exploración del travelling, la cámara de Apichatpong –comandada aquí, en formato digital, por Diego García, el operador de cámara de Carlos Reygadas– parece casi paralizada, como en una muestra de respeto hacia los soldados somnolientos y hacia Jen, que tiene serias dificultades para caminar por culpa de las secuelas que un accidente le dejó en su pierna derecha. Los planos tienden al quietismo, igual que las estatuas de los amantes abrazados; sin embargo, los emblemas de movimiento florecen por todas partes: en los ventiladores del hospital, en unas aspas que revolotean en un lago, en un laberinto de escaleras mecánicas, en unas mujeres haciendo aeróbic, en unos niños jugando a fútbol y, en última y crucial instancia, en el vaivén lumínico de unas lámparas fluorescentes sumidas en una hipnótica coreografía colorista. Entre otras razones, Cemetery se erige en un film valioso por su celebración del color como una herramienta cinematográfica liberada de lo simbólico: una forma de expresión enigmática y libre.

La otra dialéctica fundamental de Cemetery es la que enfrenta/comunica lo físico y lo espiritual. Del lado de lo corpóreo, Apichatpong se divierte coleccionando imágenes de residuos orgánicos (orín y heces) y, en la escena cumbre del film, convierte en un acto supremo de ternura el gesto de lamer y acariciar unas cicatrices. Aunque lo más intrigante es el modo cristalino con que el director conecta lo material y lo intangible, por ejemplo disociando sin mayores alardes las nociones de cuerpo e identidad: Itt se mete en el cuerpo de Keng sin ninguna de las florituras plásticas que suelen acompañar a las posesiones en las películas fantásticas o de terror. El propio Apichatpong había jugado con esta dimensión espectacular de lo fantástico en Tropical Malady (con el hombre/tigre) y en Tio Bonmee que recuerda sus vidas pasadas (con los fantasmas simiescos o la princesa/pez). En Cemetery, la transmigración de un alma simplemente sucede, de forma casual, natural, del mismo modo en que las princesas de un santuario deciden presentarse ante Jen: “vestidas de calle”. Esta exploración de un cine fantástico sin aparente fantasía visual –articulada esencialmente a través de la palabra– se materializa gracias a un sentido del extrañamiento próximo al realismo mágico, vaciado aquí de melodrama y recubierto por un subyugante halo onírico. En este sentido, Cemetery toca el cielo en un paseo por un opulento palacio real del que nunca llegamos a ver sus estancias, solo vemos la arboleda que abraza el lugar en el presente. No se me ocurren demasiados antecedentes de este cine fantástico radicalmente asordinado, exuberante en su austeridad: quizás la argucias con el fuera de campo de Jacques Tourneur –aunque aquí Apichatpong se muestra poco interesado por la oscuridad–, la concepción de lo fantasmagórico de Jacques Rivette o el ejercicio de equilibrismo fantástico de Birth de Jonathan Glazer, otra película inclasificable.

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Como suele pasar en el cine de Apichatpong, los contrarios se hermanan, dialogan. Cemetery puede que sea su película más fantástica en los temas (rivalizando con Tropical Malady) y más realista en las formas (junto a Blissfully Yours), un film donde la noción de magia brota gracias a la valiente decisión de conservar intactos los atributos reales de las imágenes… aunque también es cierto que en el cielo de Khon Kaen flotan amebas gigantes.