En Chevalier, Athina Rachel Tsangari –que causó sensación hace algunos años con su segundo film, Attenberg– se adentra de lleno en el universo de la neurosis masculina para construir una nueva parábola sobre un país, Grecia, que navega a la deriva a lomos de la crisis económica europea y del sistema capitalista en general. En el alusivo retrato social de Chevalier, la directora griega adopta unos postulados narrativos cercanos a los de varios de sus compatriotas. Como el Yorgos Lanthimos de Canino y Alps –ambas producidas por la propia Tsangari–, o el Alexandros Avranas de Miss Violence, la cineasta denuncia un malestar general a partir del patológico modus operandi de un colectivo aislado, en este caso, un grupo de “machos” burgueses que compiten, literalmente, por ser elegido el “mejor” espécimen de esta jauría humana, el chevalier del título.

Concebida como una asordinada comedia observacional, Chevalier pone en juego el espíritu beckettiano que caracteriza a la última hornada de cineastas griegos, aunque se agradece que en este caso la farsa se mantenga dentro de los márgenes de una cierta racionalidad o lógica narrativa. Substituyendo los estallidos de violencia explícita por la gradual exposición de la vulnerabilidad e hipocresía de los protagonistas, Tsangari construye una película dominada por una colección de rituales absurdos, vacíos. Los tripulantes del yate de lujo en el que transcurre gran parte del film llevan al extremo la competitividad que sostiene en marcha al sistema capitalista: del buen vestir a la higiene personal, de los índices sanguíneos a la potencia eréctil, todo se convierte en un parámetro cualitativo, un motivo de pique. Esta desesperada búsqueda de la perfección acaba revelando un trasfondo facistoide, a la manera de la magistral La cuestión humana de Nicolas Klotz, aunque la infantil escalada competitiva estaría más cerca de la disección del espíritu yanqui de algunas de las mejores comedias norteamericanas de las últimas décadas: Algo pasa con Mary de los hermanos Farrelly o el díptico que forman El reportero y Pasado de vueltas del tándem Will Ferrell-Adam McKay, todas ellas protagonizadas por niños grandes empeñados en afirmar su hombría a toda costa.

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Como si se tratase de la mansión de El ángel exterminador o del universo paralelo de El discreto encanto de la burguesía, el yate de Chevalier funciona como una dimensión alternativa en la que resuenan, deformadas, las dolencias de la realidad social: el exitismo salvaje, el control ejercido por las clases dominantes, la alienación del individuo. Tsangari se mantiene fiel a las reglas de su juego fílmico: la crisis griega se mantiene en un riguroso fuera de campo y la psicosis de sus protagonistas se mantiene dentro de un costumbrismo mesuradamente enrarecido. La promesa de un trabajo en torno a la fisicidad que se apunta en el inicio –en una escena en la que los “competidores” se ayudan mutuamente a quitarse unos trajes de neopreno, con ecos de Beau Travail de Claire Denis– se evapora rápidamente a manos de una puesta en escena sobria y efectiva. En términos narrativos, la película agota demasiado pronto algunas de sus tesis, y debe sobrellevar la imposibilidad de apelar a la empatía del espectador –los protagonistas son demasiado patéticos como para despertar cualquier sombra de identificación–, pero aun así Tsangari consigue llevar a buen puerto su satírica elegía por un sistema socio-económico que agoniza a manos de una tropa de inseguros narcisistas.