Página web del Festival de San Sebastián (22-30 septiembre).

WONDERSTRUCK. Todd Haynes. 117 minutos. Estados Unidos (2017). Con Oakes Fegley, Julianne Moore, Michelle Williams.

Basada en la novela homónima de Brian Selznick, Wonderstruck se construye como una película de imágenes y música. La afirmación puede parecer una obviedad, pero no es tal si atendemos al modo en que Todd Haynes depura y condensa las dos variables esenciales de lo audiovisual. Así, las imágenes parecen renegar de las palabras para buscar un diálogo elemental, profundamente emocional, con la música, algo que el director de Velvet Goldmine lleva persiguiendo toda su carrera y que, finalmente, parece haber encontrado, ya en su madurez, de la mano de una historia juvenil protagonizada por dos personajes sordos: dos figuras dickensianas que llegan a Nueva York, en épocas muy diferentes buscando consuelo y respuestas al abandono familiar. Dos historias que, como ya ocurría en la novela de Selznick, avanzan en paralelo y en formatos visuales muy diferentes: los años 20 se retratan en blanco y negro, y sin palabras, un reto que Haynes aborda con alegre simplicidad, guiñando el ojo al imaginario de King Vidor. Mientras que los años 70 se presentan en colores cálidos (¡incendiarios!) para los exteriores/día, y azules sombríos para los interiores/noche.

Tratándose de un cineasta tan formalista como Haynes, sorprende que no sean las propias texturas de la imagen las que acaparen toda la atención del espectador. Lo central aquí termina siendo el retrato caleidoscópico de la ciudad de Nueva York. Y es que Wonderstruck deviene una sinfonía urbana en la que cada nuevo registro visual añade una nueva capa poética a la carta de amor que Haynes dedica a la ciudad de Carol. De las estampas en blanco y negro a la efusividad multicolor, de la siniestra nocturnidad a la delicada representación en miniatura de la ciudad. Estamos ante una suerte de reedición de deconstrucción de la figura de Bob Dylan que Haynes propuso en I’m Not There, pero aplicada aquí a la ciudad de los rascacielos. El resultado es un estimulante collage visual que encuentra su compás en el tratamiento musical del film, que transita entre la melódica banda sonora original de Carter Burwell, los ritmos urbanos y, por encima de todo lo demás, una versión funk del Así habló Zaratustra de Strauss. Manu Yáñez

120 BATTEMENTS PAR MINUTE (120 BMP). Robin Campillo. 140 minutos. Francia (2917). Con Nahuel Pérez Biscayart, Arnaud Valois, Adèle Haenel.

En la notable 120 battements par minute, el joven actor argentino Nahuel Pérez Biscayart encarna a Sean Dalmazo, un militante de 26 años de Act Up París (AIDS Coallition To Unleash Power), organización que desde su fundación en 1989 y durante varios años luchó –muchas veces como grupo de choque con medidas de acción directa– por los derechos de los portadores y los enfermos contagiados con el virus del SIDA. Su nuevo trabajo en el cine francés está lleno de matices (energía, vulnerabilidad, audacia y un progresivo deterioro físico que lleva con dignidad, sin estridencias, golpes bajos ni desbordes lacrimógenos), pero es además quien carga con el peso emocional de la película dentro de una estructura coral en la que también se lucen Arnaud Valois, Adèle Haenel, Antoine Reinartz y Aloïse Sauvage.

Campillo –director de reconocidos films como Les Revenants y Eastern Boys, además de coguionista de El empleo del tiempo y Ela clase, de Laurent Cantet- integró de joven Act Up París y de hecho vivió varias de las extremas situaciones que se presentan en esta película que coescribió con Philippe Mangeot, presidente entre 1997 y 1999 de la entidad. Tras pelear durante muchos años para concretar este proyecto –que podría definirse como una mixtura estilística entre la apuntada La clase y La vida de Adéle, con largos debates internos en asambleas y contundentes escenas de sexo, de demostraciones callejeras y de bailes con música house en discotecas–, Campillo pudo saldar esa deuda pendiente con una narración que logra trasmitir un espíritu de época y un retrato generacional (al menos de un sector como el de los activistas gays con HIV) gracias a una potencia, una convicción, una credibilidad y una crudeza propias del mejor cine francés contemporáneo. Diego Batlle

LOVELES. Andréi Zviáguintsev. 127 minutos. Rusia, Francia (2017). Con Yanina Hope, Maryana Spivak, Aleksey Rozin.

El moroso arranque de Loveless –con sus estampas nevadas y un largo plano de la salida de unos chicos de una escuela– ya apunta con cierta claridad las intenciones del cineasta ruso Andréi Zviáguintsev. Se trata de poner en relación el sentir del conjunto del pueblo ruso con una historia singular, privada, hacia la que nos lleva uno de los chicos del colegio. La cámara del director de El regreso –siempre elegante, siempre quirúrjico– sigue al pequeño hasta su casa, para terminar revelando una profunda crisis doméstica. A partir de ahí, los padres del chaval, que están en proceso de separación, se convertirán en los protagonistas de este demoledor retrato de la debacle moral de la Rusia actual, que se mueve en la frontera entre lo literal –un intimismo que puede recordar al de Tuesday, After Christmas del rumano Radu Muntean– y lo alegórico –el drama de los personajes como síntoma de una crisis social–.

En este segundo registro, que Zviáguintsev ya trabajó a fondo en Leviatán, la película entabla puentes con el cine de Michael Haneke, y en particular con Caché (Escondido). Ambas juegan con la idea de un niño que pone contra las cuerdas a sus alienados padres, ambas diseccionan con atención y distancia los rituales de una cierta burguesía, y las dos enmarcan el drama de los personajes en un turbio contexto geopolítico e histórico. Entre los méritos de Loveless se encuentra el esfuerzo que pone Zviáguintsev en no atender a las flaquezas y aflicciones de los personajes, sino también a su capacidad de compromiso y a su cara más afectuosa. Por desgracia, el cineasta ruso acaba subrayando la cara más miserable de sus criaturas, algo que se evidencia en el retrato de los personajes femeninos, que resultan ser demasiado dependientes o frívolos (uno se pregunta si Zviáguintsev es consciente del halo de misoginia que recorre su película). Un desajuste que pone de manifiesto tanto la ambición como las limitaciones de esta película de gran empaque audiovisual y fuertes resonancias sociopolíticas. Manu Yáñez

TRES ANUNCIOS EN LAS AFUERAS DE EBBING, MISURI (TRES CARTELES A LAS AFUERAS DE EBBING, MISURI). Martin McDonagh. 115 minutos. Estados Unidos, Reino Unido (2017). Con Frances McDormand, Woody Harrelson, Sam Rockwell, Peter Dinklage.

En Tres anuncios en las afueras de Ebbing, Misuri, el director inglés Martin McDonagh deja a un lado las piruetas metanarrativas de Siete psicópatas para recuperar la oscuridad entre existencialista y nihilista de Escondidos en Brujas. La diferencia es que este réquiem fílmico, dedicado a la fuerza (auto)destructiva del deseo de venganza, vampiriza la iconografía de la América profunda y criminal que va de Dashiell Hammet a Bonnie y Clyde, de Los supermaderos (referente citado en entrevistas por Woody Harrelson, el sheriff de la película) y los hermanos Coen. Un imaginario poblado por policías racistas, adolescentes desencantados, bares de mala muerte, matrimonios abocados al rencor y otras miserias de la América white trash.

Tan tarantiniano como de costumbre, McDonaugh abusa de la pirotecnia dialogada y convierte a todos los personajes en monologuistas ácidos y listillos. Luego, en una set piece espectacularmente coreografiada, los problemas para controlar la ira de un policía encarnado por Sam Rockwell dan pie a un festín de violencia musicalizada. Sin embargo, cuando todo parece listo para un descenso sin fin hacia el infierno, una cartas escritas por el sheriff (Harrelson, en la cumbre de su dulzura canalla), enfermo de cáncer, generan en la película un impulso redentor que enriquece notablemente el relato. No es que McDonaugh abandone el territorio del artificio distanciado para abrazar empáticamente a sus criaturas, pero la estupidez que marcaba muchas de las primeras decisiones de los personajes va dando paso a un progresivo reconocimiento de su humanidad, encarnada en el surgimiento de la compasión, el perdón e incluso la ternura. Manu Yáñez

THE BIG SICK (LA GRAN ENFERMEDAD DEL AMOR). Michael Showalter. 120 minutos. Estados Unidos (2017). Con Kumail Nanjiani, Zoe Kazan, Holly Hunter.

Los seguidores de la serie Silicon Valley conocerán al Dinesh Chugtai que interpreta Kumail Nanjiani. Pero, mientras en la serie de HBO tiene un simpático rol secundario, aquí es el protagonista y coguionista (junto a su esposa en la realidad). Y no sólo eso: la historia está basada en su propia historia personal, hasta el punto que su personaje en la ficción mantiene su nombre real. Kumail nació en Paquistán y su familia siempre intentó que se casara con una joven de ese origen y mantuviera las rígidas tradiciones de aquellas tierras. Pero el protagonista ya treintañero busca su propio camino como cómico de stand-up en Chicago y se enamora de una “blanca” llamada Emily (la encantadora Zoe Kazan). Cuando ella sufre una extraña infección que la deja en coma deberá sumarse a los padres de Emily (Ray Romano y Holly Hunter) para cuidarla, sortear las presiones de sus propios progenitores y repensar el futuro artístico con sus patéticos compañeros de escenario. No conviene adelantar nada más, pero esta película coproducida por Judd Apatow transita con elegancia, sensibilidad y, claro, humor los nudos centrales de un género tan transitado y en el que ya es difícil sorprender como la comedia romántica. Bienvenido sea entonces este regreso. Diego Batlle