Programación completa del D’A Film Festival Barcelona 2021
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THE WOMAN WHO RAN. Hong Sang-soo. 77 minutos. Corea del Sur (2020). Con Kim Min-hee, Kwon Hae-hyo, Lee Eun-mi.
“En los cinco años que llevamos casados, nunca habíamos estado separados”, insiste Gam-hee a cada una de las tres amigas con las que se encuentra en The Woman Who Ran. A lo largo de la película, la frase se reitera: aparentemente, el marido de Gam-hee cree que cuando hay amor se debe estar siempre juntos. Ahora, sin embargo, él está de viaje por trabajo, y Gam-hee aprovecha esos días para visitar a dos amigas en sus casas fuera de la ciudad, y para topar por azar con otra conocida en una sala de cine. Repetición y mutación, el cine del surcoreano Hong Sang-soo avanza mediante estos dos impulsos, que se vislumbran también en los setenta y pocos minutos de su nueva película, en la que el estilo del cineasta se muestra depurado, pegado a su esencia, la de planos largos con panorámicas y zooms para reencuadrar.
Precisamente con un zoom culmina una de las escenas más bellas y cómicas del film: un vecino llama a la puerta de la casa de la primera amiga para quejarse porque ella da de comer a los gatos callejeros, y estos le resultan molestos. Él aparece de espaldas con sus quejas egocéntricas, y ellas –la amiga, su compañera y Gam-hee– le replican que los animales también tienen derecho a comer. Mientras tiene lugar el encontronazo dialéctico, un gato permanece en la parte inferior izquierda del cuadro; cuando todos los personajes abandonan el plano, Hong realiza un zoom hacia el felino, que primero bosteza y luego mira a cámara. La escena no solo resulta cómica, sino coherente tanto con el estilo de Hong –repetición: el zoom para reencuadrar y redefinir el tono– como con uno de los nuevos temas –mutación– que planea en The Woman Who Ran, el de la relación de los humanos y los animales. No en vano, la película se abre con el plano de unas gallinas, y su primera parte transcurre entre conversaciones en torno a la carne.
“¿Te cortaste el pelo?”, le preguntan a Gam-hee, resaltando así el look diferente de la actriz, Kim Min-hee, que se explaya con la respuesta. “No bebo”, le dice una amiga en otro momento, explicitando a la vez otra pequeña mutación, la de la ausencia de borracheras en la película. Hong evidencia los cambios, como si en su cine el placer no fuese solo el de las pequeñas cosas, o el de observar la fragilidad sutil de los sentimientos, sino el de contemplar justamente cómo su obra avanza suavemente, como la propia vida. De las distintas películas de Hong junto a Kim Min-hee, The Woman Who Ran es la más directa en su voluntad de indagar en los personajes femeninos, a los que se contraponen unos hombres que aparecen como un engorro. En la tercera parte del film, la Gam-hee se topa con una antigua amiga, que decide pedirle disculpas porque inició una relación con el novio de la protagonista. Este “episodio” se abre y se cierra con la imagen de una playa proyectada sobre una pantalla de cine. La textura revela la condición de imagen de las vistas marinas, y la banda sonora también se explicita como una reproducción. De hecho, la música que acompaña las transiciones resuena distorsionada, evidenciando la idea de estar escuchando una grabación. He aquí otra de las mutaciones. A lo largo de la película, vemos diversas pantallas: la de las cámaras de seguridad de la casa de la primera amiga, y la del interfono de la segunda. Las superficies de estas imágenes aparecen mediante panorámicas; y la distancia entre unos personajes y otros expone la dificultad en la comunicación entre hombres y mujeres, discurso perenne en el cine de Hong. El reverso está en un gesto reencuadrado con un zoom: el de las dos conocidas cuyas manos se tocan mientras una se disculpa con la otra por algo que sucedió tiempo atrás. Violeta Kovacsics
RIZI (DAYS). Tsai Ming-liang. 127 minutos. Taiwán, Francia (2020). Con Lee Kang-sheng, Anong Houngheuangsy.
Rizi (Days) nos propone un pausado y deslumbrante viaje fílmico en el que dos hombres se encontrarán y, quizá, se dejarán mutuamente marcados. La historia se despliega en dos frentes sin aparente vinculación, pero que poco a poco van convergiendo. Más que por las sendas que traza el guion, los sentidos del film emanan de nuestra observación de los cuerpos y los espacios. Lee Kang-sheng, el hombre que mejor le aguanta la mirada al infinito, está sentado en el interior de su casa, y sus ojos se pierden en el exterior, en un horizonte que le atraviesa la frente. Observamos al actor –en la piel de Shiao-kang, el protagonista de casi todas las películas de Tsai– desde el jardín; nos separa de él un cristal semitransparente sobre el que se refleja el paisaje en el que el personaje está absorto. Imágenes superpuestas de manera natural, que de alguna manera nos invitan a armonizar planos; realidades físicamente separadas que aspiran a ser una sola. Esto (y aquí es donde entra la magia del cine de Tsai) solo puede conseguirse dejando pasar el tiempo. Rizi dura poco más de dos horas, pero es como si se alargara, en un sentido glorioso, durante días.
Las primeras secuencias de Rizi se desarrollan en escenarios domésticos y naturales, un territorio de paz y armonía. La cámara reivindica la lentitud como antídoto contra la rapidez desquiciante del mundo moderno, como lleva haciendo Tsai a lo largo de toda su carrera y especialmente en sus cortos Journey to the West y No No Sleep. Trabajos en los que el fuego y el agua se tratan con ese mimo artesanal que siempre estará en las antípodas de la optimización industrial. En lo cotidiano, el ser humano puede recuperar un equilibrio natural olvidado. Ya sea preparando un plato para la cena o relajándose en una humeante sesión de acupuntura, la comunión entre el cuerpo humano y los elementos es total.
La prueba de fuego llega cuando abandonamos el confort del hogar y la naturaleza para enfrentarnos a una gran ciudad que, milagro, también se ha contagiado de las energías que pregona la película. Dos hombres comen en la terraza de un restaurante. Ahora, lo que nos separa de ellos es una carretera por la que circula toda clase de vehículos. Lo normal en este tipo de planos es que los coches, motocicletas y autobuses fueran golpeando violentamente la imagen. Pero aquí no. Cada vez que estos cuerpos mecánicos pasan por delante de nosotros, lo hacen acariciando el plano, comportándose como un oleaje motorizado. Y uno no sabe si se trata de un “efecto” sonoro orquestado por Tsai, o si nuestro cuerpo, cerebro y espíritu ya se ha sintonizado con la visión del artista. En cualquier caso, ya estamos preparados para captar el núcleo argumental de Rizi: un encuentro en el que sobran las palabras e incluso algunas imágenes que creíamos imprescindibles. Los dos hombres que protagonizan Rizi actúan como el fuego, como el agua y como el viento. Son fuerzas de la naturaleza que, como tales, se manchan las unas a la otras. Es la emocionante sedimentación de un poso de lo humano. En el mejor de los casos, podemos llamarlo amor. Víctor Esquirol
FIRST COW. Kelly Reichardt. 122 minutos. Estados Unidos (2019). Con John Magaro, Toby Jones, Orion Lee, Ewen Bremner.
La narración de First Cow transcurre en su práctica totalidad como un flashback, o si se prefiere, como una huida del presente. Reichardt sitúa al espectador sin recurrir a grandes tomas generales, sino mediante la intimidad del plano detalle. La directora de River of Grass nos invita a abrazar una escala humana. Se mire donde se mire, no se atisba ninguna construcción que desafíe los parámetros de su entorno. La tierra aún es virgen; el hombre aún no ha consumado su expolio. La cámara contribuye a esta sensación filmando a las personas desde una distancia y a una altura ideales para que las ramas y los troncos que les rodean acaben de abrazar sus frágiles cuerpos. Las hojas y la piel forman así un todo precioso, que debe ser igualmente preservado.
A esto se dedica Reichardt, a espantar los males que nos han separado de este equilibrio. Lo hace sin malgastar energías en la condena, sino esmerándose en el cometido más noble: que luzca todo aquello por lo que merece la pena luchar. A propósito de esto, un hombre entra en un bar, y otro hombre le increpa. Se cruzan miradas de odio e insultos envenenados, y cómo no, a los pocos segundos, sacan sus puños a pasear a la calle. No obstante, la cámara no sigue tan lamentable espectáculo. En vez de esto, decide quedarse en el bar, donde está germinando aquello que va buscando. Dos personajes han decidido quedarse al margen de aquel caos, y empiezan a construir lo que algún día, quizás, podrá considerarse como una relación sólida (llámese amistad, romance, o lo que esté en medio). El único combustible de First Cow es el amor. Después de Certain Women, Reichardt retorna al particular universo masculino de Old Joy, ese mundo en el que lo sensible se hacía lugar entre prejuicios y condicionamientos sociales.
Como ocurría en Meek’s Cutoff, con la que Reichardt incursionó en el neo-western itinerante, First Cow funciona como una máquina del tiempo que en ningún momento siente la angustiosa necesidad de ponerse épica. Al revés, evita la idealización del pasado, definiendo su identidad a través de gestos que a simple vista podrían pasar por irrelevantes, pero que en realidad lo significan todo. Tanto en el mimo por los detalles visuales, como en la constante filmación naturalista de trabajos artesanales, la película se toma siempre su tiempo… porque está claro que ama su transcurso. Lejos del ruido y las prisas de los tiempos actuales, acomodada entre el silencio, la pausa y la reflexión, First Cow encuentra su ilustre lugar adaptando la novela homónima de Jonathan Raymond y evocando la jovialidad aventurera de Mark Twain y la emocionante humildad de John Steinbeck. He aquí la historia de dos amigos que, en plena fiebre del oro, en vez de encontrar pepitas, se esmeran en hacer pastelitos de efectos proustianos. El cine como refugio y utopía. Víctor Esquirol
SIBERIA. Abel Ferrara. 92 minutos. Italia, Alemania, Gracia, México (2020). Con Willem Dafoe, Dounia Sichov, Simon McBurney
En Siberia, Ferrara retoma esa contundencia y visceralidad que le caracterizan como autor. Pasan los años y su obra sigue aferrada a la potencia sin control, agitada por un copioso torrente de miedos, frustraciones, anhelos… Las bestias se mueven y se expresan así. En Siberia, el animal (fusión del cineasta y su protagonista) no se sabe si lucha contra otros, o contra su propia sombra. Primero lo hace en parajes esteparios, después en el desierto, también en la Nueva York natal de Ferrara, y luego en los bosques… Siberia deviene el punto de partida de un periplo transnacional, una odisea épica y al mismo tiempo introspectiva. El viaje, por supuesto, es interior, como ya ocurría en el anterior film de Ferrara, Tommaso, donde Willem Dafoe interpretaba a una alter ego del cineasta y dónde, por cierto, se llegaban a ver en pantalla varios story boards de un film en preparación titulado Siberia.
Cabe apuntar que, en lo nuevo del director de Teniente corrupto, Dafoe no se limita a encarnar a una figura de contornos claros, un personaje con una psicología sólida, invariable, sino que debe dar vida a una horda de demonios y fantasmas interiores y exteriores. Ferrara batalla contra Ferrara, y contra el mundo, en una película que adopta como guía espiritual la personalidad del cineasta y como índice físico el cuerpo de su actor fetiche. Así, en Siberia, lo que podría haber sido un ritual sanador adquiere las formas de una terapia de choque blasfema, un autoexorcismo impúdico y volcánico. Ferrara bombardea al espectador con una retahíla de signos conectados a su universo personal y fílmico: el alcoholismo, el trauma generado por matrimonios tóxicos, la difícil relación con su actual pareja (la moldava Cristina Chiriac), madre de la hija pequeña del cineasta, Anna, que también aparece en Siberia encarnando a la hija del protagonista. Abrazando el caos, el director de The Addiction –gran admirador del imaginario autoficcional de Federico Fellini– renuncia a poner orden en la tempestad. Como buen cineasta cristiano, Ferrara confía en la destrucción, en el vía crucis, como vía última para la salvación.
La brusquedad con la que está montada Siberia hace que no veamos venir el próximo salto de escenario o el siguiente desdoblamiento del protagonista, como ocurría en aquella dupla de películas indomables, deslocalizadas y autorreflexivas que, a principios del siglo XXI, dieron forma a un nuevo estatuto de la ficción digital: Inland Empire de David Lynch y Road to Nowhere de Monte Hellman –a las que cabría añadir, como corolarios aguerridos, las inolvidables L’intrus de Claire Denis y Essential Killing de Jerzy Skolimowski, obras guiadas por el movimiento de cuerpos en tensión, siempre a la deriva–. Como parte de este linaje de cine insurrecto, Siberia desconcierta, irrita. Así se espantan los males. Así se conquista la grandeza fílmica. Víctor Esquirol
MISS MARX. Susanna Nicchiarelli. 107 minutos. Italia, Bélgica (2020). Con Romola Garai, Patrick Kennedy, John Gordon Sinclair.
Situándose en un afortunado punto intermedio entre el ejercicio de cine popular y la fuerza subversiva del cine de la modernidad, Miss Marx, el biopic que la italiana Susanna Nicchiarelli dedica a la figura de Eleanor Marx, la hija menor de Karl Marx, se erige en una obra marcado carácter político que alcanza su cenit expresivo en una flamante colección de arrebatos punk-rock sustentados en el poder de lo anacrónico: la idea de abrir la Historia a contrapelo que promulgaba Walter Benjamin. Así, una escena que comienza con los asistentes al funeral de Friedrich Engels cantando La Internacional pronto se transforma en un incendiario collage audiovisual en el que unas fotografías de La Comuna de París –el pequeño sueño socialista que floreció y pereció en Paris en 1871– resplandecen al son de una versión guitarrera de la misma Internacional interpretada por el grupo estadounidense Downtown Boys.
Estos aullidos de modernidad fílmica –que traen a la mente el vivaz trabajo con el material de archivo y los anacronismos del también italiano Pietro Marcello en Martin Eden– dan vida y color al retrato de la agridulce existencia de Eleanor Marx, cuya realización personal como activista política y autora marxista contrasta con la naturaleza turbulenta de su relación romántica con Edward Aveling, un hombre de fuertes convicciones socialistas que, sin embargo, hizo del despilfarro y las adicciones los pilares de su vida. Miss Marx utiliza esta compleja relación sentimental (que puede recordar a la de la joven Julie y el heroinómano Anthony en The Souvenir de Joanna Hogg) para ahondar en las contradicciones que asediaron a Eleanor en la etapa final de su vida. En uno de los discursos filmados por Nicchiarelli, la protagonista denuncia con fiereza la “hipocresía organizada” que predominaba (y todavía predomina) en la sociedad británica (y en todo el mundo), donde las mujeres daban pasos de gigante hacia la igualdad en la esfera pública pero seguían sometidas a la “tiranía de los hombres” en la esfera privada. No hace falta insistir en que la propia Eleanor fue víctima de esta tensión entre sus convicciones políticas y su vida sentimental, dominada por una pasión romántica que llegó a convertirse en una losa insoportable.
Por último, cabe subrayar la convicción con la que Nicchiarelli interpela al espectador –en particular a las mujeres jóvenes de hoy– a abrazar la dimensión universal y contemporánea del ideario de Eleanor Marx. Ahí están los discursos y las cartas leídas por los personajes mirando a cámara (una estrategia que conecta con el cine de François Truffaut); o el modo en que Miss Marx intercala una recreación ficcional de una revuelta obrera de finales del siglo XIX con fotografías de una huelga minera en la Inglaterra de los años 80 del siglo XX. La lucha continúa. La chispa está ahí para encender un fuego, nos dicen los Downtown Boys en su memorable cover de Dancing in the Dark que engalana la gran película de Nicchiarelli. Manu Yáñez