Página web del Festival de Cine Europeo de Sevilla (3-11 noviembre).

WESTERN. Valeska Grisebach. 119 minutos. Alemani, Bulgaria, Austria (2017). Con Meinhard Neumann, Reinhardt Wetrek, Syuleyman Alilov Letifov.

En el año 2006, Sehnsucht, de la realizadora alemana Valeska Grisebach, deslumbró a un buen número de cinéfilos con su disección naturalista de los arquetipos del drama sentimental: el hombre común trastornado por el deseo, la esposa devota, una femme fatale de carne y hueso. Once años después, Grisebach se ratifica como una cineasta sabia y discreta con un film cuyo título no tiene nada de irónico: Western es un western de pies a cabeza, con llanero solitario, caballos, forajidos, duelos, salones de bebida y juego, villanos de altura, doncellas enamoradizas y amistades irrompibles. La gran diferencia con los westerns de Hollywood es que aquí la acción transcurre cerca de la frontera entre Bulgaria y Grecia. Allí, unos obreros alemanes intentan poner en marcha una planta hidráulica mientras lidian con las dificultades para comunicarse con los habitantes de la despoblada región. De entre el grupo, emerge una figura extraordinaria: un héroe sin nombre, una figura lacónica, de andares arrastrados y misterioso pasado, un posible hijo bastardo del Viggo Mortensen de Una historia de violencia y del James Stewart de los westerns itinerantes de Anthony Mann.

Grisebach no pierde la oportunidad de abordar la conflictiva realidad socioeconómica de la región, a la manera de Toni Erdmann (Maren Ade figura como productora del film). Los búlgaros muestran una fuerte suspicacia ante los “ocupantes” alemanes: dependiendo de la perspectiva, unos y otros se reparten los roles de cowboys e indios (el diálogo entre lo civilizado y lo salvaje conforma uno de los pilares temáticos del film). En una escena perturbadora, los alemanes se vanaglorian de “estar de vuelta… Y sólo nos ha llevado 70 años”. Sin embargo, más allá del contexto geopolítico, el corazón de Western se halla en la dimensión intemporal, casi mítica, de unos personajes tocados por interrogantes existenciales, encrucijadas morales y obstáculos sentimentales. Partiendo del cine de género, Grisebach va revelando, progresivamente, una pulsión observacional y enigmática que destapa un torrente de modernidad. Así, por un lado, Western se apoya en la concreción de los gestos y las acciones. Pero, por el otro, la película presenta una cara abstracta que apunta, sin mayores aspavientos, hacia los enigmas fundamentales de la vida social y de la existencia. La discreta conquista de ese espacio de reflexión termina siendo el triunfo de esta película mayor. Manu Yáñez

A CIAMBRA. Jonas Carpignano. 118 minutos. Italia, Brasil, Alemania, Francia, Estados Unidos, Suecia (2017). Con Pio Amato, Koudous Seihon, Damiano Amato.

Con A ciambra, el italo-americano Jonas Carpignano confirma el tono y estilo que ya mostrara en su notable ópera prima, Mediterranea, distinguida en la Semana de la Crítica de Cannes de 2015. El título de su nueva película hace referencia a una pequeña comunidad romaní en Calabria, uno de los centros neurálgicos del conflicto de los refugiados norafricanos en Europa. El protagonista del film es Pio Amato, un niño de 14 años que bebe, fuma e intenta ingresar lo más rápidamente posible al mundo de los adultos que, en su inmensa mayoría, se dedican a robos, estafas o negocios turbios. La película no es un documental puro: hay muchos e intensos conflictos de ficción, pero Carpignano construye un universo fascinante y desconocido a partir de la observación de la comunidad gitana, una de las más empobrecidas y marginadas de Italia. Y lo hace sin juzgar a su joven protagonista (por quién muestra una empatía notoria) ni a su entorno.

Carpignano –que ha contado con el apoyo de Martin Scorsese como uno de los productores ejecutivos del film– muestra también la tensión entre los romaníes y los africanos (la relación entre Pio y un inmigrante de Burkina Faso es hermosa) y sobre todo con “los italianos” (como ellos los llaman), así como también la acción de los grupos de choque de ultraderecha que suelen incendiar las casas de los gitanos con la intención de amedrentarlos y que retornen a su estatuto de pueblo nómada. “Nunca te olvides que no tenemos patrón y que estamos solos contra el mundo”, le dice el abuelo al carismático Pio, eje de este hermoso, tragicómico, desgarrador relato de iniciación a la adultez de espíritu dickensiano. Diego Batlle

A FABRICA DE NADA. Pedro Pinho. 177 minutos. Portugal (2017). Con José Smith Vargas, Carla Galvão, Njamy Sebastião.

Producida por la compañía portuguesa Terratreme –que trabaja en el marco del pensamiento colectivo, persiguiendo la acción artística como herramienta de intervención en el mundo–, A Fabrica de Nada pone la cámara al servicio de conceptos que hoy parecen desterrados del debate público (de forma muy intencionada): la solidaridad, el trabajo en grupo y la conciencia de clase. Y lo hace sin un ánimo de nostalgia de los movimientos revolucionarios pretéritos, sino tratando de actualizar el debate sobre las condiciones de trabajo, producción y explotación que ha ido estableciendo el capitalismo contemporáneo. En el film, cuando los trabajadores de una fábrica descubren por azar que sus patrones la están vaciando en secreto, estos deciden permanecer en sus puestos de trabajo, latentes, a la espera, en defensa de su futuro. “La crisis presente, permanente y unilateral ya no es una crisis clásica, un momento decisivo, es lo contrario, es un final sin fin”, afirma una voz en off. Así, tomando citas sacadas del presente, de los medios, se elabora un retrato casi documental de ese estado de las cosas que ha convertido la crisis en el paisaje común y cotidiano, y la degradación de las condiciones de vida en el único de los horizontes posibles.

En diálogo con esos extractos de realidad, están los tiempos muertos de los trabajadores, un tiempo dilatado que convierte la aparente inacción en una acción cargada de sentido político: la espera deviene una reivindicación de unos cuerpos y unas vidas que solo cobran sentido en común: fabricar nada, pero fabricarlo unidos. A Fabrica de Nada es precisa en su descripción también de las estrategias del capital para acabar con la resistencia: convertir la posibilidad del triunfo, o del fracaso, en una cuestión individual, cargando la responsabilidad en los damnificados, a quienes se les trata de dividir del colectivo para debilitarlos. Es justa, además, en el retrato de los trabajadores, filmados con la cercanía de un primer plano que les dignifica y les resalta, y con la entereza de unos planos generales que les respeta en su integridad física y moral. Y precisa también, pero no ingenua, en la única posible actitud frente a esas estrategias del mal: el colectivo y la alegría. Las dos unidas. “Mundo, nos hiciste tanto daño, pero te amamos tanto”, afirma hacia el final uno de los protagonistas. Gonzalo de Pedro Amatria

ZAMA. Lucrecia Martel. 115 minutos. Argentina, España, Francia, Países Bajos, Estados Unidos, Brasil, México, Portugal, Líbano, Suiza (2017). Con Daniel Giménez Cacho, Lola Dueñas, Matheus Nachtergaele.

¿Cómo poner en imágenes la voz interior de un personaje que, sin venir demasiado a cuento, afirma estar “espiritualizado”? En la locura que es Zama –una película sobre la vileza del colonialismo y la tragedia de las esperanzas incumplidas–, el protagonista, “un asesor letrado de la corona” española en Latinoamérica, escucha lo que parecen ser voces espirituales, al tiempo que la realidad que le rodea va complaciendo y al mismo tiempo obstruyendo sus deseos: la materia prima del film. A la sed de cuerpos femeninos de Diego de Zama, la película (una adaptación de la novela homónima de Antonio di Benedetto) responde con ninfas juguetonas, pícaras “señoras” españolas (Lola Dueñas) e indias maternales. Al orgullo desbocado del protagonista, Martel responde con voces susurrantes o imaginadas que celebran “el tormento de la pureza”. Al tratamiento ambiguo del tiempo histórico de Benedetto, el anacronismo musical de Martel. Al derrumbamiento de la máscara civilizada del colonialismo, el declive de un cuerpo (el del actor Daniel Jiménez Cacho en la cumbre de su talento para la inquietud) y de la materia: apolillada, sangrante, encharcada, apestosa.

En Zama, como en todos los films de Martel, los bordes del encuadre escinden los cuerpos de los personajes, los planos condenan a un limbo borroso a los personajes que se atreven a moverse, el fuera de campo sonoro dice tanto o más que las imágenes, y las elipsis narrativas ayudan a poner bajo sospecha el flujo natural de las historias. Y, de hecho, en Zama la Historia se vuelve confusa, al igual que el lugar del ser humano en el circo violento de dominación que es el colonialismo: “¿Quién eres tú?”, pregunta varias veces Zama a diferentes personajes, buscando en los demás la certidumbre que no encuentra en su persona. Como afirmaba una mujer mayor en la novela de Di Benedetto, “todos, casi todos, somos pequeños hechos. Elaboramos presente menudo y, en consecuencia, pasado aborrecible”. Por su parte, en la febril película de Martel, las miradas, las líneas de diálogo lanzadas al vacío y los planos alucinados parecen amontonarse unos sobre otros como las capas de una milhoja afrodisíaca y agria. Manu Yáñez

UN SOL INTERIOR (UN BEAU SOLEIL INTÉRIEUR). Claire Denis. 94 minutos. Francia, Bélgica (2017). Con Juliette Binoche, Xavier Beauvois, Philippe Katerine.

En el prólogo de su ensayo Fragmentos de un discurso amoroso, Roland Barthes apuntaba la razón que le había empujado a escribir un tratado sobre la experiencia romántica: “hoy en día, el discurso amoroso es un hecho de una soledad extrema. Es posible que lo estén utilizando miles de individuos (¿quién puede saberlo?), pero no lo defiende nadie; se encuentra completamente abandonado por los lenguajes que lo rodean, o ignorado y menospreciado, o bien es objeto de burla”. Parece oportuno poner en relación las palabras de Barthes con el tiempo presente, un periodo saturado por emoticonos con forma de corazón, una época en que las películas de Philippe Garrel son acusadas una y otra vez de un exceso de ingenuidad. Por contra, también vivimos en el tiempo de las películas de Hong Sang-soo, con su perpetuo devaneo por los pliegues y repliegues del discurso romántico, un espacio creativo en el que ahora se adentra la directora francesa más importante de nuestro tiempo (con el permiso de Agnès Varda), Claire Denis, que, después de recibir el encargo del productor Olivier Delbosc de “adaptar” el ensayo de Barthes, se reunió con la guionista Christine Angot para volcar en la deliciosa Un sol interior un torrente de experiencias románticas personales.

Mucho más hablada de lo que suele ser habitual en Denis, Un sol interior se presenta como un collage de amoríos escindidos que abocan a la protagonista del film (una Binoche en estado de euforia depresiva) a una volatilidad emocional permanente. Denis se divierte mostrando a los amantes del film hablando en bucle, sin escucharse el uno al otro, ocultando sus verdaderas intenciones, o simplemente incapaces de expresarlas. Aquí es donde reaparece la sombra de Hong Sang-soo. El coreano pondría feliz su rúbrica al súbito cambio de perspectiva que, por unos momentos, deja a la omnipresente Binoche fuera de campo y permite la entrada en escena de un colosal Gerard Depardieu. Para cerrar el film, la pareja de históricos del cine francés protagoniza una secuencia de diálogo sublime, marcada por las confusiones y los sobreentendidos, la complicidad y la sospecha, la ternura y el engaño. Una conclusión monumental protagonizada por dos actores en la cima de su arte. Manu Yáñez