Página web del Festival de San Sebastián (21-29 septiembre)

Cinco nuevas críticas de películas seleccionadas en la sección PERLAK del Festival de San Sebastián.

FIRST MAN. Damien Chazelle. Estados Unidos (2018). 141 minutos. Con Ryan Gosling, Claire Foy, Jason Clarke.

En First Man, Damien Chazelle convierte la historia de Neil Armstrong, el primer hombre en pisar la Luna, en el viacrucis de un hombre traumatizado por la pérdida de su hija, un planteamiento que hermana esta odisea espacial con la de Gravity de Alfonso Cuarón. Aunque, pese a la producción de Steven Spielberg y el guion de Josh Singer (basado en la biografía First Man: The Life of Neil A. Armstrong de James R. Hansen), el referente principal del ambicioso Chazelle es su propio imaginario. Reciclando la idea del sufrimiento como camino a la trascendencia, que ya subyacía en Whiplash, el director de La La Land vuelve a desplegar en First Man su pericia técnica y su concepción maximalista de la forma cinematográfica. Para Chazelle, la mano del cineasta existe para ser vista… y admirada. Así, en el extremo opuesto a las películas de aviadores de Howard Hawks o a la maravillosa Space Cowboys de Clint Eastwood, donde el heroísmo se sentía como algo cotidiano, First Man pone todo su empeño en convertir a Armstrong en una figura superheroica. Y lo hace de la mano de un cine estridente, atronador incluso en su vertiente intimista.

Si por algo será recordada First Man será seguramente por el insistente uso de primeros planos que nos acercan al tormento interior de los personajes. ¿Imaginó Chazelle la película que habría rodado John Cassavetes si hubiese tenido recursos para filmar una aventura espacial? A la postre, en este estudio de la fisonomía humana brilla con fuerza propia una afligida Claire Foy en el papel de esposa de Armstrong, aunque por desgracia la película nunca le da a la actriz el tiempo suficiente para exprimir el potencial dramático del personaje. Por su parte, Ryan Gosling emplea el piloto automático para echar mano de su cara más lacónica e introspectiva, mientras Chazelle parece más preocupado por demostrar que puede retratar un entorno familiar con la fuerza poética y elíptica del Terrence Malick de El árbol de la vida que por dar consistencia al conjunto de la película, que brilla especialmente cuando se concentra en la dimensión más sensorial de una primitiva carrera espacial. Metido en el interior de una minúscula y claustrofóbica nave de lanzamiento, el espectador de First Man, golpeado por una sinfonía de planos detalle traqueteantes y chirridos de tuercas y metales retorciéndose, puede llegar a imaginar lo que debían sentir los astronautas que volaban al espacio enlatados en lo que parece un puro amasijo de chatarra.

ROMA. Alfonso Cuarón. Estados Unidos (2018). 135 minutos. Con Yalitza Aparicio, Marina de Tavira, Diego Cortina Autrey.

Filmada con una cámara digital Alexa de 65mm, las imágenes en blanco y negro de ROMA proponen –además de un retrato del México de 1970 y 1971– un diálogo permanente entre el naturalismo y el formalismo, canalizando la representación de una memoria viva, invocada desde una perspectiva contemporánea. Del lado (neo)realista, la textura de las imágenes evocan un universo táctil, casi hiperrealista, no filtrado por la porosidad nostálgica del cine analógico; mientras que la dimensión artificiosa del film se articula a través del punto de vista: la cámara observa desde la distancia, apartada, en plano secuencia, casi como si fuera una presencia fantasmagórica, y lo que captura son los movimientos de una familia de clase media-alta cuya armónica cotidianeidad se verá trastocada por acontecimientos privados y públicos.

El arranque de ROMA es deslumbrante. Entre las composiciones de grupo –a medio camino entre la espontaneidad y lo coreográfico– y el retrato de objetos empapados de memoria, detalles aparentemente banales, como una ventana sucia, una pelota deshinchada o la ropa tendida adquieren una punzante resonancia poética. Además, el rigor con el que Cuarón se vuelca en el retrato intimista de la familia, marcado por la abundancia de tiempos (sólo aparentemente) muertos, remite al trabajo de una noble estirpe de cineastas orientales: de los minúsculos y sublimes dramas domésticos de Yasujirō Ozu a las crónicas autobiográficas del taiwanés Hou Hsiao-hsien, donde la Historia, en mayúsculas, se infiltraba en los rituales cotidianos de los personajes.

Luego, a medida que avanza el film, Cuarón siente la necesidad de desarrollar en profundidad el drama de Cleo, lo que convierte la segunda mitad de ROMA en un ejercicio fílmico más convencional, menos estimulante. Los acontecimientos se aceleran, los fueras de campo del relato se van resolviendo y el acercamiento a la cotidianidad se va diluyendo en pos de una resolución marcada por la catarsis, una decisión que ya lastraba, en parte, los logros de Gravity, la anterior película de Cuarón. Pese a todo, el director de Y tú mamá también –otra película sobre jóvenes que descubrían la complejidad y sinsabores de la realidad adulta– consigue en ROMA la difícil proeza de evocar el pasado con un pie puesto en la nostalgia y el otro en el sentido crítico. Qué significa recordar, sino aceptar que todo ejercicio de memoria trastoca tanto nuestra visión de la H/historia como de la realidad presente.

THE SISTERS BROTHERS. Jacques Audiard. Francia, España, Rumanía, Estados Unidos (2018). 121 minuos. Con John C. Reilly, Joaquin Phoenix, Jake Gyllenhaal.

En el corazón de la noche, el mundo centellea con los fogonazos de unos revólveres. Una imagen cargada de fuerza poética que inaugura The Sister Brothers, lo nuevo de Jacques Audiard, un western itinerante y existencial que navega desde un nihilismo de tintes fatalistas hacia un humanismo conciliador. Una sinuosa odisea filosófica, aliñada con bienvenidas dosis de humor, que encuentra su lugar en la negociación con algunos de los temas centrales del género por antonomasia del cine yanqui. Imposible no pensar en John Ford ante una película que pone en diálogo los conceptos de civilización y barbarie, lo salvaje y lo doméstico, la razón y el instinto. Sin embargo, sería absurdo hablar aquí de clasicismo: lejos de la concisión y la sobriedad, Audiard adapta la novela homónima del canadiense Patrick deWitt dispuesto a exprimir todo el potencial expresivo de la forma cinematográfica.

En la energía cinética que propulsa The Sisters Brothers es posible hallar ecos de la brutalidad de Sam Peckimpah, del paisajismo de Anthony Mann, del aura fabulística del Valor de ley de los hermanos Coen y del espíritu popular de Dos hombres y un destino. Un cóctel que evidencia la negativa de Audiard a asumir cualquier forma de purismo. Como ya demostró en De latir, mi corazón se ha parado (un remake de Melodía para un asesinato de James Toback), una de sus especialidades del director francés consiste en arremolinar los códigos de género para construir imágenes arrebatadoras. Una condición temperamental que, por el momento, ha convertido a Audiard en un notable narrador fílmico; la grandeza, aun debe demostrarla.

A la postre, allí donde no llega Audiard, sí lo hacen unos actores en estado de gracia. John C. Reilly deviene un manantial de fragilidad y ternura: su voz de barítono y su cuerpo rechoncho emanan torrentes de nobleza que no parecen encontrar su lugar en el marco de la Historia de violencia americana (la acción transcurre en 1850). Por su parte, Joaquin Phoenix construye, como de costumbre, un monumento a la búsqueda de la verdad actoral: siempre atormentado, siempre impenetrable, uno nunca se cansa de explorar su misterio. Puro gourmet actoral para una película rebosante de sentidos y sensibilidad, un ejercicio de cine lírico –espiritualizado por la banda sonora de Alexandre Desplat– que explora, de frente, las sombras de la avaricia y la posibilidad de la redención.

HA NACIDO UNA ESTRELLA. Bradley Cooper. Estados Unidos (2018). 135 minutos. Con Lady Gaga, Bradley Cooper, Sam Elliott.

En la primera escena intimista de esta nueva versión de Ha nacido una estrella, Jackson Maine, la estrella del rock al que da vida Bradley Cooper, le pide a la joven Ally Campano (Lady Gaga) que se quite las pestañas postizas con las que acaba de actuar en un club de Drag Queens. Este pequeño gesto ofrece varias lecturas. Por un lado, perfila el enamoramiento que va a vivir la pareja de cantantes; sin embargo, no cabe duda de que el momento funciona como un símbolo del deseo de Gaga de desenmascararse en la gran pantalla. Resulta hasta cierto punto chocante ver a Gaga sin maquillaje, liberada de la artificiosidad de su identidad mediática y aferrada a la cara más genuina de su talento. Un proceso de redescubrimiento que da forma a la dialéctica fundamental de esta nueva Ha nacido una estrella, donde la valentía a la hora de dar la cara se contrapone a la necesidad de esconderse detrás de los escudos actorales o, dentro de la ficción, detrás de las adicciones.

En un primer momento, parece que Cooper, que se estrena como director, vaya a hacer el recorrido inverso al de Gaga, dado que su personaje se expresa con un acento sureño que, pese a sonar relativamente verídico, resulta evidente que está forzado, afectado. Sin embargo, si hay una cualidad que caracteriza a Cooper es la transparencia de su personalidad actoral. Así, su encarnación de una estrella de la música atormentada por el alcoholismo emerge tocada por un halo de dignidad. Una combinación de factores que convierte esta nueva Ha nacido una estrella en un film singular: lejos de la sensación de condena irremediable que transmitía James Mason en la magistral versión de 1954 (con Judy Garland), y también al margen del festín de egolatría e infantilismo de Kris Kristofferson en la olvidable versión de 1954 (con Barbra Streisand), Cooper consigue dar forma al drama de un hombre bueno condenado por los traumas de infancia, la soledad y la fiereza de su adicción.

LETO. Kirill Serebrennikov. Rusia, Francia (2018). 126 minutos. Con Teo Yoo, Irina Starshenbaum, Roman Bilyk.

El retrato que plantea Leto de la escena rockera en la Unión Soviética de principios de los años 80 puede verse como una crítica velada al legado de represión socio-política que parece impregnar el presente de la nación rusa (el director de la película, Kirill Serebrennikov, vive en arresto domiciliario desde finales de agosto de 2017, acusado por el gobierno de Vladímir Putin de orquestar un fraude contra la administración pública). Los jóvenes aspirantes a estrellas del rock que muestra el film –liderados por Viktor Tsoi, una figura mítica en su país– apenas pueden emplear la guitarra eléctrica (demasiado subversiva) y deben someter las letras de sus canciones al control y aprobación de un comité censor. Por si esto fuera poco, en la sala de conciertos donde actúan está estrictamente prohibido bailar y el público, mayoritariamente femenino, debe comportarse como si estuviera en un espectáculo de teatro tradicional japonés. El autoritarismo del estado coarta la creatividad de los protagonistas, que se ven atrapados en una batalla íntima entre el conformismo (pragmático) y el deseo de libertad (idealista). Adoran a Lou Reed, Bowie, Iggy Pop, T-Rex, pero ni siquiera les permiten aullar como los Beatles o profetizar como Dylan.

Por su parte, la película de Serebrennikov sí intenta alcanzar un territorio de libertad expresiva, anclada, eso sí, a una serie de referentes ilustres, empezando por ese blanco y negro de cámaras móviles que patentó el seminal documental Don’t Look Back de D. A. Pennebaker, y que luego renovó Crontrol, el biopic de Ian Curtis que dirigió Anton Corbijn. En varios momentos, Leto salta del blanco y negro a lo multicolor a través de lo que parecen filmaciones caseras en 8mm. Y, como guinda del pastel, la película despega, puntualmente, en unas fantasiosas fugas musicales en las que los personajes exteriorizan sus verdaderos anhelos. Adaptación libre de las memorias de uno de los personajes del film, Leto consigue capturar la belleza y al mismo tiempo la dimensión trágica de unos personajes atrapados en una encrucijada histórica (una idea que, por cierto, Jia Zhang-ke sublimó en la magistral Platform). El problema es que la energía inicial que desprenden las imágenes románticas del film se va disolviendo por culpa de un cierto exceso de nostalgia y por la blandura de un triángulo amoroso que no consigue tensar emocionalmente el relato.