Página web de Novos Cinemas (28 de junio – 3 de julio).

Presentación de la programación completa de Novos Cinemas.

DEAD SLOW AHEAD. Mauro Herce. 74 minutos. España/Francia (2015).

Después de trabajar como director de fotografía en películas como Arraianos o El quinto evangelio de Gaspar Hauser, el barcelonés Mauro Herce da el salto a la dirección con esta lacónica y crepuscular odisea oceánica que somete los viejos relatos de marinos –con el Moby Dick de Herman Melville como referente ineludible– a un proceso de depuración dramática en el que la épica y la psicología son sustituidas por una misteriosa sinfonía de rituales herméticos. En este sentido, la puesta en escena de Dead Slow Ahead parece responder a un esquivo principio de extrañamiento. Sin apenas planos de situación, el monumental carguero en el que transcurre el film nunca deja de resultar un escenario desconocido, hostil, varado en una suerte de no-tiempo. Las perspectivas parciales del buque y los planos picados dibujan un intrigante rompecabezas de difícil solución. Un asombroso zoom de alejamiento sobre un gigantesco tanque donde trabaja un operario obliga al espectador a redefinir mentalmente las coordenadas espaciales del film. Y algo parecido ocurre en la filmación de una fiesta-karaoke: los flashes lumínicos, la oscuridad y las perspectivas tangenciales convierten los rostros hieráticos y las bromas sexuales de los operarios en gestos inextricables.

Una auténtica aventura para los sentidos, Dead Slow Ahead propone un vertiginoso juego de proporciones. ¿Cuántos operarios cabrían en el interior de uno de los gigantescos ganchos que llenan los depósitos del carguero? ¿Qué equivalencia podemos establecer entre la exuberante inmensidad del océano, capturada en pictóricos planos generales, y el rostro concentrado de un marino, magnificado en primer plano? Y, a la postre, ¿cuál es el lugar del ser humano en este desafío mecánico a la naturaleza? En este film donde lo digital/virtual no parece tener lugar, la relación entre los hombres y la maquinaria adquiere una cualidad fantasmagórica, arcaica. En una secuencia memorable, las voces de unos marinos que hablan por teléfono con sus familias se superponen al laberinto de tubos y engranajes del interior del buque (estampas que remiten a Syndromes and a Century, de Apichatpong Weerasethakul). El viejo conflicto entre el ser humano y el mundo industrializado –que ya fascinó al Charles Chaplin de Tiempos Modernos o al Robert Flaherty de Louisiana Story– todavía resuena en un confín inhóspito del planeta. Manu Yáñez

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JOHN FROM. João Nicolau. 100 minutos. Portugal (2015). Con Julia Palha, Clara Riedenstein, Filipe Vargas, Leonor Silveira, Adriano Luz.

¿Puede el tema de una película alterar las reglas lógicas de la ficción? La respuesta puede ser afirmativa cuando el film busca poner en escena la subjetividad de un protagonista que camina hacia la locura. En este sentido, si interpretamos el amor como una alucinación de la conciencia, no debería extrañarnos el osado planteamiento formal del segundo largometraje del cineasta portugués João Nicolau. Así, John From arranca como un relato realista sobre las peripecias de una adolescente (Julia Palha) enamorada en secreto de su vecino veinte años mayor que ella (Filipe Vargas). Pero, progresivamente, ciertos elementos sobrenaturales se añaden a la historia, sin ninguna explicación que revele su aparición, pues su misión es transformar la ficción en una representación metafórica de los efectos alucinógenos que experimenta todo individuo que se halla cegado por el primer amor de juventud. Con tan sólo tres personajes principales –la chica, su mejor amiga y el amado– y dos satélites –la madre y padre de la protagonista–, John From juega a destruir los códigos verosímiles de la película e inventar otros nuevos que abracen el surrealismo. Este brillante homenaje al savoir-faire de Eugène Green se sitúa a medio camino entre el humor seco de Miguel Gomes y el retrato preciosista del universo femenino de Virgil Vernier en Mercuriales. Tras maravillarnos con A Espada e a Rosa y su espléndido cortometraje, Gambozinos, John From es el film definitivo que ha investido a João Nicolau como nuevo referente del cine portugués. Carlota Moseguí

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KAILI BLUES. Bi Gan. 110 minutos. China (2015). Con Luo Feiyang, Xie Lixun, Yongzhong Chen, Zeng Shuai.

Esta ópera prima de un director de apenas 26 años como el chino Bi Gan fue el gran descubrimiento de la edición de 2015 del prestigioso Festival de Locarno. Lírica, virtuosa, sensible, ambiciosa, esta combinación entre melodrama y road movie se ubica a mitad de camino entre el cine del primer Jia Zhang-ke y Café Lumière, de Hou Hsiao-hsien. Trenes y motos. Viajes en el tiempo (no lineales). Familias escindidas. Amores perdidos. Tradiciones. Poemas. Música. Narración en off… Con todo eso está construida Kaili Blues. Y, también, con algunos de los planos secuencia más imponentes del cine asiático de los últimos años (hay uno de casi 40 minutos). La historia no es tan importante: Chen Sheng es uno de los dos doctores que trabajan en una pequeña clínica de la ciudad de Kaili, en la provincia sureña de Guizhou. Harto de la rutina, el protagonista decide emprender un largo periplo para buscar al hijo abandonado de su hermano. Su compañera en el centro médico, una veterana y solitaria mujer, le da una vieja foto, un cassette y una camiseta para un viejo amor que ha enfermado. Chen llegará a Dangmai, un pueblo perdido en medio de las montañas, donde experimentará el pasado, el presente y el futuro. Imperfecta, hecha con mínimos recursos, Kaili Blues es un film hipnótico y sensorial, bello y fascinante. De esos que devuelven la fe en que el cine todavía es capaz de sorprender y de generar en el espectador sensaciones profundas y perdurables. Diego Batlle

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LES DEUX AMIS. Louis Garrel. 100 minutos. Francia (2015). Con Golshifteh Farahani, Vincent Macaigne, Louis Garrel.

Con todas sus flaquezas, cabe reconoce que Les deux amis, opera prima de Louis Garrel, acomete la audacia de operar en términos estrictamente cinematográficos. No es demasiado habitual encontrar películas que renuncien a explotar abiertamente los recuerdos (casi siempre traumáticos) de sus personajes. Aquí hay algún que otro atisbo de psicología –uno de los personajes sigue obsesionado con una exnovia, el otro se ha intentado suicidar en más de una ocasión–, pero la esencia de Les deux amis está en otra parte, en la interacción física entre los personajes: dos amigos y una chica que se persiguen, se abrazan, se golpean, se gritan, se besan. Es de la mano de esta veta gestual que el debut en la dirección de Garrel-hijo alcanza sus mejores momentos, como cuando Abel, el amigo guapo-egoísta (Garrel), enjabona en una bañera a Vincent, el amigo feo-bonachón (Vincent Macaigne, fascinante icono hipsteril del joven cine francés); o cuando este surrealista dúo de niños grandes salta por la ventana de un hospital, evocando la locura del slapstick.

En el corazón de Les deux amis late el espíritu de Mikey and Nicky, la gran película de Elaine May con John Cassavetes y Peter Falk. Garrel prolonga la noche de amistad y traición imaginada por May hasta las 72 horas: tres jornadas en las que Abel y Vincent dirimen su amistad en el ojo del huracán provocado por la aparición de Mona, una joven presidiaria que magnetiza una espléndida Golshifteh Farahani. Poco importa a qué se dedican los personajes o qué los ha llevado hasta el lugar en que los encontramos: lo único relevante son las corriente de amor que circulan por este triángulo escaleno de personajes. Se echa en falta una mínima integración del relato en un marco social real, pero el joven Garrel, a diferencia de lo que seguramente haría su padre, no se pregunta cómo subsisten sus protagonistas, convertidos en dandis de un mundo carente de señas de identidad, más allá del recuerdo indeleble de la nouvelle vague. Manu Yáñez

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SIEMBRA. Ángela Osorio, Santiago Lozano. 82 minutos. Colombia (2015). Con Diego Balanta, Ines Granja, Jose Luis Preciado.

Presentada en la sección Cineasti del Presente del pasado Festival de Locarno, Siembra es una sugerente muestra de cine radical. El film, rodado a cuatro manos por los directores colombianos Ángela Osorio Rojas y Santiago Lozano Álvarez, nos acerca hasta la esencia multicultural de la ciudad de Cali, cada vez más sacudida por constantes olas de inmigrantes provenientes de pequeños pueblos de la región. La historia del anciano Tuco y su hijo de diecinueve años, Yosner, es el testimonio de una de las numerosas familias que perdieron sus tierras y tuvieron que mudarse a la metrópolis por culpa del conflicto armado de Colombia. Con su exquisita fotografía en blanco y negro, el visionado de Siembra se convierte en una experiencia inolvidable gracias a sus intermitentes estallidos musicales. Acompañamientos musicales (primitivos o modernos) que decoran un film centrado en la puesta en escena de repetitivos rituales ancestrales: cánticos litúrgicos de funerales u otras celebraciones, el hip hop que marca el ritmo de las batallas callejeras y la cumbia que bailan los nostálgicos en los salones. El contraste entre la modernidad y las tradiciones milenarias es la esencia de esta trágica historia sobre el luto por la muerte de un ser querido. Carlota Moseguí