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L’AVENIR. Mia Hansen-Løve. 102 minutos. Francia, Alemania (2016). Con Isabelle Huppert, André Marcon, Roman Kolinka.

La primera vez que vemos llorar a la protagonista de L’avenir, tras haber sido abandonada por su marido, ya estamos en el último tercio de película; concretamente, dentro de un autobús, en un plano detalle que no dura más de cinco segundos. Este dato aparentemente trivial es esencial para determinar la evolución del estilo de Mia Hansen-Løve, desde que debutó con su cortometraje Après mûre réflexion, doce años atrás. Así, acompañamos a la protagonista de L’avenir (Isabelle Huppert) en su viacrucis emocional durante más de la mitad del film; y, sin embargo, no presenciamos aquellas escenas en que los personajes –sobre todo femeninos– se desmoronan emocionalmente para que el espectador ratifique su sufrimiento. En lugar de acentuar la tragedia, Hansen-Løve apuesta por exponerla de la manera más austera y sutil posible. Las lágrimas de Isabelle Huppert no son los llantos sobreactuados de Lola Créton en Un amour de jeunesse. En los momentos emotivos de L’avenir, la cámara se esconde, furtiva, pudorosa ante la observación de un momento tan íntimo. Esta madura decisión de guión y puesta en escena nos revela a una cineasta consciente del valor de uno de los actos más humanos: el de llorar cuando nadie nos ve. Este plano de apenas cinco segundos demuestra que la mayor virtud del nuevo film de la directora de Edén es su maestría a la hora de no edulcorar o dramatizar la vida misma. Dicho esto, cabe decir que L’avenir no es otra película francesa sobre el doloroso despertar de una divorciada. El tema central aquí es el descubrimiento de la libertad. Utilizando como guía citas de Adorno, Pascal, Rousseau y Schopenhauer, y a través de la odisea íntima de una culta profesora de filosofía, Hansen-Løve nos recuerda esa olvidada obligación de cuestionarnos nuestra existencia en cada momento. Carlota Moseguí

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TONI ERDMANN. Maren Ade. 162 minutos. Alemania, Austria (2016). Con Peter Simonischek, Sandra Hüller, Michael Wittenborn.

En un primer momento, podemos creer que en Toni Erdmann llueve sobre mojado: vemos la desconexión entre un hombre, Winfried (Peter Simonischek), y su hija Ines (Sandra Hüller). Él es un bromista incorregible y ella una mujer severa con una estresante vida laboral en Bucarest. Cuando él decide ir a visitarla por sorpresa, intuimos que se masca la reconciliación en un futuro no muy lejano. Pero en el momento en que Winfried se disfraza con una dentadura ridícula y un pelucón, inventándose la identidad de Toni Erdmann, todos los esquemas se vienen abajo. Resulta muy hermoso cuando una película pega un salto absolutamente inesperado tras haberse tomado su tiempo para prepararse (y prepararnos). Y eso es exactamente lo que presenciamos cuando Winfried/Toni decide infiltrarse en la vida profesional de Ines. A partir de ese momento, Toni Erdmann queda en manos de un bufón que asalta la lógica del capitalismo. Sin embargo, Ade no plantea las secuencias como algo intrínsecamente cómico, sino que opta por saltarse cualquier manual hipotético del buen cine cómico, y sus normativas de marcar con metrónomo las carcajadas. Quizá Toni Erdmann no sea realmente una comedia, sino una película protagonizada por un tipo que ha decidido tomarse la vida como una comedia, sin preocuparse de que esta le siga la corriente. Con toda la formidable organicidad del film, quizá la película reciente que con más libertad maneja los códigos del humor, Maren Ade sabe perfectamente cómo construir crescendos de memorable hilaridad: de ello dan fe una insospechada y sentida rendición del Greatest Love of All de Whitney Houston y una climática fiesta de la que no conviene dar muchos detalles y que acaba explicando el sentido del bello y enigmático cartel de la película. Gerard Casau

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L’ÉCONOMIE DU COUPLE. Joachim Lafosse. 100 minutos. Francia, Bélgica (2016). Con Bérénice Bejo, Cédric Kahn, Marthe Keller.

El nuevo film del cineasta belga Joaquim Lafosse –que el año pasado presentó en San Sebastián Les chevaliers blancs– no pretende destacar por su originalidad temática (la ruptura de un matrimonio), pero sí sobresale por la seriedad de su retrato. Marie (Bérénice Bejo) y Boris (Cédric Kahn) ya no están juntos anímicamente, pero debido a lo reciente de la separación y a su situación económica (él es de origen humilde, y ella una burguesa con la cuenta en números rojos), todavía comparten la casa que él construyó y que ella pagó. El domicilio, aislado de la ciudad por un muro y la vegetación, se convierte en casi el único espacio de la película; un terreno a dividir mediante estrategias y acuerdos que casi siempre giran en torno a sus dos hijas pequeñas. Lafosse evita tomar partido por un bando u otro, y no explica las causas que han llevado el matrimonio a su final, ateniéndose a aquellos detalles tangibles y específicos que describen los términos a los que queda reducida una relación extinta: brotes de resentimiento, tristes coletazos de deseo, y un montón de cifras y documentos de pensiones, hipotecas y papeles de divorcio. A pesar de su enfrentamiento, Marie y Boris tratan de conservarse el respeto, manteniendo una tensión civilizada en sus disputas, que no llegan a convertirse en momentos catárticos. Y aunque, efectivamente, hemos visto y veremos mil veces más esta historia de desintegración, L’Économie du couple vuelve a confirmar a Lafosse como un director fiable y atento a los detalles, que deja que las secuencias sigan su curso sin apenas cortes, encontrando la distancia justa para no asfixiar a los personajes ni helar en exceso el relato, y que comprende en qué momento el antirromanticismo de la propuesta debe dar un paso hacia atrás para que un simple baile de la mano de sus hijas saque a relucir toda la pena de dos amantes que se han perdido el afecto. Gerard Casau

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NERUDA. Pablo Larraín. 107 minutos. Chile, Argentina, Francia, España (2016). Con Gael García Bernal, Luis Gnecco, Alfredo Castro.

Más cerca de una metaficción al estilo de las que escribe Charlie Kaufman que de una biografía tradicional, Neruda juega con los límites entre la realidad y la ficción no sólo dentro de la vida del escritor sino en lo que respecta a la propia construcción narrativa. La historia comienza in media res, con Neruda enfrentándose al gobierno de turno y siendo marginado como lo fue todo el Partido Comunista en el Chile de 1948. Es así que el escritor pasa a una suerte de clandestinidad no del todo clandestina y que tiene, además, una particularidad: un detective lo persigue con la intención de encarcelarlo y desacreditarlo. La figura del detective, Oscar, encarnado por Gael García Bernal, lleva a Neruda al terreno del noir (elección más que acorde con la época en la que transcurre la película), pero con una vuelta de tuerca. Es el detective quien narra los sucesos de la historia, pero lo hace de una manera que parece omnisciente aunque no debería serlo. Ese juego de gato y ratón se va a extender durante todo el relato, con Oscar y Neruda tratando de ver quién es más sagaz que el otro en esta suerte de persecución. Poco a poco, la narración nos va dejando entrever que quizás hay algo que pertenece al orden de la ficción en esa historia. ¿Cuánto hay de cierto en lo que estamos viendo y cuánto es una reflexión sobre el arte de la ficción, de la escritura, de la creación de personajes? He aquí una película que no intenta desnudar ni derribar al mito de Neruda sino, por un lado, humanizarlo y, por otro, entender su obra a partir del proceso propio de la escritura cinematográfica y no sólo desde la lectura en voz alta de sus textos. Es como si Neruda –la película– se construyera a sí misma como un texto del propio escritor. Diego Lerer

sieranevada

SIERANEVADA. Cristi Puiu. 173 minutos. Rumanía, Francia, Bosnia y Herzegovina, Croacia, Macedonia (2016). Con Mimi Branescu, Mirela Apostu, Eugenia Bosânceanu.

Cabe situar la acción de Sieranevada a partir de dos fechas muy específicas: tres días después de los ataque a Charlie Hebdo y cuarenta días después de la muerte del patriarca de la familia rumana con la que conviviremos durante casi tres horas de metraje. El atentado apenas sirve de momentáneo tema de conversación, sin que haga mella aparente en el ánimo de los personajes. Pero el padre fallecido sí sobrevuela todo el film, y es la excusa para reunir al clan en casa de la madre, que quiere conmemorar a su marido llevando a cabo un ritual típico de la región en la que nació. A partir de esta premisa, Puiu nos planta en el recibidor de un piso de dimensiones aparentemente escasas, pero que el ajetreo convierte casi en un laberinto, y nos lanza al meollo dramático de unas personas que debería estar sumida en el luto pero a las que, aparentemente, preocupan asuntos muy diversos: la infidelidad, la religión, la política… Pese a que algunos de estos temas pertenecen a categorías que se suelen escribir con mayúsculas, y a que la película está movida por una incesante oralidad, en ningún momento percibimos Sieranevada como una obra discursiva, o de tesis. Esto se debe a que las conversaciones van y vienen, aparecen a través de una voz inesperada, se interrumpen para quedar definitivamente arrinconadas o para ser retomadas luego en otros términos; casi siempre en un tono tragicómico. La invisibilidad del dispositivo se traslada también a la puesta en escena, organizada mediante tomas de larga duración (muchas de ellas, planos secuencia). Así, el autor de La muerte del señor Lazarescu no nos avasalla con su (en verdad, impresionante) coreografía de actores y gestos; del mismo modo en que lo que nos muestra puede servir para hablarnos de las fracturas que atraviesan Rumanía, aunque nosotros lo percibimos, ante todo, como un rocambolesco cúmulo de embrollos que afecta por activa o por pasiva a un grupo de personas concretas. Gerard Casau