Página web de Americana – Festival de Cine Independiente Norteamericano de Barcelona.

KRISHA. Trey Edward Shults. 83 minutos. Estados Unidos (2015). Con Krisha Fairchild, Olivia Grace Applegate, Chris Doubek, Bill Wise.

Impulsada por un suspense electrizante, unas soberbias interpretaciones y un empleo de la técnica cinematográfica que remite al universo de Terrence Malick, Krisha, del joven debutante Trey Edward Shults, plantea un sugerente y arrollador acercamiento a la locura. Ayudante de cámara del autor de El árbol de la vida, Shults pega su cámara al cuerpo y al rostro desencajado de la mujer que da nombre al film, a quien encarna Krisha Fairchild, la tía del director. La película da comienzo con un prologando plano secuencia en el que la cámara persigue desesperadamente a una mujer de sesenta años, Krisha, que deambula perdida por una urbanización de clase alta. Esta sexagenaria de pelo plateado y pinta de hippie, arrastra una maleta gigante mientras habla sola y busca la casa de su hermana menor, Robyn (interpretada por la madre del director, Robyn Fairchild). Es el día de Acción de Gracias y Krisha se dispone a hacer acto de presencia ante sus familiares y amigos cercanos tras más de una década de ausencia. La extrema amabilidad de los huéspedes generará en el espectador una sensación de extrañeza que pronto se transformará en puro suspense polanskiano: una puerta abierta a la paranoia y la barbarie.

Shultz convierte las primeras horas de una tranquila y festiva velada familiar en un escenario de terrorífico desasosiego. Una turbulencia atmosférica y emocional que condensa las virtudes de este espléndido debut cinematográfico que nos sumerge, durante ochenta y tres minutos, en una representación subjetiva del caos: un encuentro doméstico retratado desde el interior de la mente esquizofrénica de la protagonista. Además, para rematar la audaz propuesta de Krisha, Shults puntea la película con un expresivo giro estilístico que transforma la decadencia mental de Krisha en un delirio audiovisual de vertiginosos movimientos de cámara, un montaje caótico y una escalofriante percusión experimental a cargo del compositor musical y cortometrajista Brian McOmber. Carlota Moseguí

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STARLET. Sean Baker. 103 minutos. Estados Unidos/Reino Unido (2012). Con Dree Hemingway, Besedka Johnson, Stella Maeve, James Ransone.

Como ocurre con los personajes de este film-revelación del cine yanqui del último lustro, Starlet esconde mucho más de lo que muestra a simple vista. Con sus tonadillas de pop electrónico, sus encuadres redondeados por las lentes anamórficas y sus chicas abúlicas, uno podría reducir la película de Sean Baker a un simple cruce entre la calidez cool de Sofía Coppola y la frialdad quirúrjica de Steven Soderbergh, sobre todo la de The Girlfriend Experience. Starlet es mucho más que eso. Para empezar, es un elegante poema suburbial que, como ya hiciera Paul Thomas Anderson en sus primeras películas, nos descubre la belleza soleada y áspera del San Fernando Valley de Los Angeles. Un erial de incomunicación en el que el vacío existencial campa a sus anchas poniendo a prueba la sensibilidad de sus habitantes. En esta impersonal jungla de asfalto, Baker descubre a dos criaturas fascinantes, una extraña pareja formada por una joven sobreadaptada al entorno (Dree Hemingway, en un registro hermético y enigmático que recuerda al de las hermanas Kate y Rooney Mara) y una anciana acostumbrada a la soledad (una antipática/querible Besedka Johnson).

Las protagonistas se conocen gracias a una de los varios dilemas morales que sirven de motor a un relato pausado pero siempre tenso. Una historia de amistad cargada de un genuino e inesperado humanismo. En unos tiempos en los que el cine yanqui –tanto el bueno como el malo– parece abonado a la ironía, el cinismo, el lamento o la melancolía, sorprende toparse con una película que apuesta de forma tan transparente por la ternura (la empatía y el respeto abundan incluso ¡en los platós de cine porno!). Se diría que Starlet parece un film teletransportado a la América contemporánea desde la Italia del Neorrealismo. En todo caso, cabe advertir que a la película de Baker no le faltan puntos flacos: una tendencia a la caricatura en la composición de los personajes secundarios y alguna concesión al sentimentalismo. Sin embargo, sumergido en el relato, uno se descubre navegando por Starlet con la sensación de estar en buenas manos, protegido contra los juicios tajantes y los golpes bajos narrativos. Hacía tiempo que no veía un retrato tan sutilmente incisivo de la lucha entre, por un lado, los valores humanistas y, por el otro, las lacras de ese capitalismo que aspira a convertirnos en zombies desprotegidos de derechos sociales y privados del derecho a amar. Manu Yáñez

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TANGERINE. Sean Baker. 88 minutos. Estados Unidos (2015). Con Kitana Kiki Rodriguez, Mya Taylor, Karren Karagulian, Mickey O’Hagan.

Un sprint cinematográfico de primer orden, Tangerine nos presenta a unas prostitutas transexuales al borde de un ataque de nervios. La referencia al universo almodovariano no es baladí: uno puede imaginar al gran cineasta manchego sufriendo un ataque agudo de nostalgia al descubrir en la nueva película de Sean Baker aquel impulso transgresor de sus primeras obras. La acción de Tangerine arranca en un prodigioso in media res: tras salir de prisión, Sin-Dee (Kitana Kiki Rodriguez) descubre a través de su compañera Alexandra (Mya Taylor) que su novio le ha sido infiel con una “mujer de verdad”, lo que pondrá en marcha una engrasada maquinaria narrativa de persecuciones y enredos. El iPhone 5s de Baker –con el que está rodado todo el film– colorea la realidad y saca humo mientras persigue a las chicas por las calles de Los Angeles, vampirizando los omnipresentes rótulos publicitarios y convirtiéndolos en versos de un feroz poema urbano (“They Will Never Let Go”, leemos sobre las ventanas de un bus). Con muchas cartas en contra, la subsistencia financiera y emocional de las protagonistas pasa por la velocidad, por no detenerse a pensar. Cuando llegue la pausa, lo único que contará es la amistad, el gran tema del cine de Baker.

Tocada por un fervor narrativo y audiovisual alimentado por el realismo y el suspense, Tangerine hace pensar en una versión pop del cine de los hermanos Dardenne. Hay pocos cineastas norteamericanos que gocen del talento de Baker para acercarse (y abrazar) a sus personajes sin el más mínimo atisbo de moralismo o sensacionalismo. De hecho, por su carácter inmersivo, Tangerine puede imaginarse como una suerte de autorretrato fílmico: parece la película que habrían dirigido las propias protagonistas de la ficción de haber sido cineastas. Además, la sombra de Pasolini sobrevuela el film. En sintonía con el maestro italiano, Baker se acerca a la marginalidad en busca de pura belleza y encuentra en el particular modus vivendi de sus personajes una forma de resistencia ante las mediocres normas y convenciones impuestas por la sociedad de consumo. Como esta versión exaltada de la contenida Starlet, Baker se confirma, junto a Joel Potrykus, como el valor más seguro del joven cine yanqui. Manu Yáñez

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IN JACKSON HEIGHTS. Frederick Wiseman. 190 minutos. Estados Unidos (2015).

Después de Aspen y la deslumbrante Belfast, Mine, el documentalista estadounidense Frederick Wiseman ha dirigido un nuevo film-patchwork sobre las relaciones entre el hombre y el espacio que habita a través de los nexos entre el individuo y su comunidad. Este sobresaliente documental –presentado fuera de competición en la pasada edición del Festival de Venecia– no retrata un ambiente cualquiera. In Jackson Heights explora el vecindario multiétnico de Queens que da título al film, donde se hablan casi doscientas lenguas. Durante tres horas de metraje, el director de National Gallery presenta a los ciudadanos residen en esta Babilonia neoyorquina a partir de anécdotas íntimas, que siempre desembocarán en un encuentro con la comunidad. Por ejemplo, la cámara de Wiseman filma a una mujer narrando, frente a unos interlocutores mexicanos, cómo su hija sobrevivió quince días en el desierto para cruzar la frontera americana. También nos muestra a unos judíos sexagenarios celebrando un acto conmemorativo por la memoria de las víctimas del Holocausto; o a una mujer pidiendo a los transeúntes de una pequeña avenida que recen con ella por el cáncer de su padre.

El hilo conductor de la última película de Wiseman lo conforman en el desasosiego y las penurias sufridas por estos hijos o nietos de inmigrantes; pero también podrían serlo las fantásticas historias de superación que protagonizaron todos ellos para no sucumbir al dolor. En este sentido, In Jackson Heights es un documental vitalista, pues, aunque los episodios expuestos denuncien incumplimientos de los derechos humanos –generalmente por transfobia, o discriminación racial–, el film nunca muestra a las víctimas sufriendo en soledad, sino reunidos con sus familiares, amigos o instituciones sociales; porque sea cual sea su comunidad, ésta se encarga de protegerles. Carlota Moseguí

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TRUMBO. Jay Roach. 124 minutos. Estados Unidos (2015). Con Bryan Cranston, Diane Lane, Helen Mirren, Louis C.K.

En un memorable texto de Jonathan Rosenbaum sobre la película Caza de brujas de Irwin Winkler, el gran crítico norteamericano aludía a “una tradición todavía imperante (en el cine de Hollywood) de anulación política y omisión, en la que las víctimas de la lista negra merecen nuestra atención sólo en la medida en que acaben desposeídas de sus creencias políticas”. Para Rosenbaum, en Caza de brujas se sugiere que “la lista negra de Hollywood sofocó la crítica social, pero realmente no muestra ningún tipo de crítica social siendo sofocada”. Estos lúcidos comentarios podrían aplicarse con absoluta propiedad a Trumbo, una película que se las ingenia para condenar la lista negra de Hollywood y al mismo tiempo celebrar de forma más o menos velada el espíritu capitalista que subyacía en la persecución anti-comunista. Así, en la nueva película de Jay Roach (director de Austin Powers y Los padres de ella), el mítico guionista Dalton Trumbo se nos presenta como un hombre de familia que consiguió sobrellevar el estigma de la lista negra gracias a su prodigioso espíritu emprendedor, que lo convirtió en un “magnate” de la escritura de guiones clandestinos.

Como apuntaba Rosenbaum, Hollywood sigue neutralizando con eficacia todo rastro de auténtica subversión política o ideológica en sus películas. En Trumbo, el máximo exponente de la ideología comunista, el guionista Arlen Hird, está interpretado por Louis C.K. y su figura es relegada a un plano secundario, más bien anecdótico, mesuradamente testimonial. El centro del relato lo ocupa la odisea profesional de Trumbo y el drama familiar provocado por su desgraciada circunstancia. Trabajo y familia. Así, ante el limitado interés narrativo y formal de esta película académica y didáctica, el cinéfilo/seriófilo puede refugiarse en el notable trabajo de Bryan Cranston, que encuentra finalmente a un personaje cinematográfico de su estatura. Cranston brilla en la piel de un Trumbo que, inevitablemente, nos evoca la figura de Walter White, con quien comparte su determinación y espíritu resolutivo: he aquí un hombre capaz de dejar a un lado los remilgos éticos, e incluso morales, en nombre de la supervivencia y de su propio ego. Manu Yáñez