Página web del Festival de Cine Europeo de Sevilla
SIBERIA. Abel Ferrara. 92 minutos. Italia, Alemania, Gracia, México (2020). Con Willem Dafoe, Dounia Sichov, Simon McBurney
En Siberia, Ferrara retoma esa contundencia y visceralidad que le caracterizan como autor. Pasan los años y su obra sigue aferrada a la potencia sin control, agitada por un copioso torrente de miedos, frustraciones, anhelos… Las bestias se mueven y se expresan así. En Siberia, el animal (fusión del cineasta y su protagonista) no se sabe si lucha contra otros, o contra su propia sombra. Primero lo hace en parajes esteparios, después en el desierto, también en la Nueva York natal de Ferrara, y luego en los bosques… Siberia deviene el punto de partida de un periplo transnacional, una odisea épica y al mismo tiempo introspectiva. El viaje, por supuesto, es interior, como ya ocurría en el anterior film de Ferrara, Tommaso, donde Willem Dafoe interpretaba a una alter ego del cineasta y dónde, por cierto, se llegaban a ver en pantalla varios story boards de un film en preparación titulado Siberia.
Cabe apuntar que, en lo nuevo del director de Teniente corrupto, Dafoe no se limita a encarnar a una figura de contornos claros, un personaje con una psicología sólida, invariable, sino que debe dar vida a una horda de demonios y fantasmas interiores y exteriores. Ferrara batalla contra Ferrara, y contra el mundo, en una película que adopta como guía espiritual la personalidad del cineasta y como índice físico el cuerpo de su actor fetiche. Así, en Siberia, lo que podría haber sido un ritual sanador adquiere las formas de una terapia de choque blasfema, un autoexorcismo impúdico y volcánico. Ferrara bombardea al espectador con una retahíla de signos conectados a su universo personal y fílmico: el alcoholismo, el trauma generado por matrimonios tóxicos, la difícil relación con su actual pareja (la moldava Cristina Chiriac), madre de la hija pequeña del cineasta, Anna, que también aparece en Siberia encarnando a la hija del protagonista. Abrazando el caos, el director de The Addiction –gran admirador del imaginario autoficcional de Federico Fellini– renuncia a poner orden en la tempestad. Como buen cineasta cristiano, Ferrara confía en la destrucción, en el vía crucis, como vía última para la salvación.
La brusquedad con la que está montada Siberia hace que no veamos venir el próximo salto de escenario o el siguiente desdoblamiento del protagonista, como ocurría en aquella dupla de películas indomables, deslocalizadas y autorreflexivas que, a principios del siglo XXI, dieron forma a un nuevo estatuto de la ficción digital: Inland Empire de David Lynch y Road to Nowhere de Monte Hellman –a las que cabría añadir, como corolarios aguerridos, las inolvidables L’intrus de Claire Denis y Essential Killing de Jerzy Skolimowski, obras guiadas por el movimiento de cuerpos en tensión, siempre a la deriva–. Como parte de este linaje de cine insurrecto, Siberia desconcierta, irrita. Así se espantan los males. Así se conquista la grandeza fílmica. Víctor Esquirol
MALMKROG. Cristi Puiu. 201 minutos. Rumanía, Serbia, Suiza, Suecia, Bosnia y Herzegovina, Macedonia (2020). Con Frédéric Schulz-Richard, Agathe Bosch, Marina Palii.
Europa es una noción, una idea. Es cultura y, como tal, debe ir de la mano del humanismo, insiste uno de los comensales de la cena que cierra la larga jornada en la que se instala Malmkrog del rumano Cristi Puiu. Si en Sieranevada, un angosto apartamento acogía a una serie de personajes que departían en torno al terrorismo islámico, el régimen de Ceausescu y las más diversas cuestiones relativas a la Historia y la actualidad, en Malmkrog, el escenario vuelve a perfilar una cierta reclusión, aunque ahora el espacio es más amplio. En un gran caserón sobre las faldas nevadas de una montaña, tres mujeres y dos hombres de clase alta charlan sin cesar sobre el bien y el mal, la guerra, Dios, Europa… Puiu se apoya en los textos del filósofo Vladimir Sololyov para enarbolar una cinta que rebasa las tres horas y sitúa la palabra en un lugar central de la representación. En el primero de los seis capítulos que conforman el film, una de las mujeres lee una carta escrita por un general que se muestra convencido de haber hecho el bien tras aniquilar a sus enemigos, pues estos, se justifica, eran unos bárbaros. Puiu filma la lectura de la carta con un plano general, en el que por momentos la mujer que transmite el discurso queda escondida, en fuera de campo. Presencias y desapariciones de una película que, marcada por un aura de impureza teatral, se asienta sobre los cimientos de la modernidad fílmica.
En Sieranevada, la cámara se movía por la estrechura del espacio escénico a lo largo de casi tres horas. El dispositivo era de una complejidad enorme, pues los largos planos obligaban a la cámara y los actores a medir cada movimiento. En Malmkrog, hay de nuevo momentos coreográficos, en los que el músculo teórico de los diálogo se desparrama mientras los personajes se desplazan por las estancias. ¿Podemos separar la razón de la conciencia?, se pregunta la joven y devota Olga. ¿Cómo sabemos que aquel al que obedecemos es bueno? El verbo ocupa un lugar privilegiado, pero no se trata de una cháchara banal, sino de discursos elocuentes, grandilocuentes. De fondo, resuena otra disyuntiva, la que se debate entre lo que se dice y lo que se calla, o entre lo que, en cine, se explicita mediante el diálogo y lo que se articula a través de la imagen.
La aridez y opacidad de Malmkrog no emergen únicamente de los discursos y discusiones que plantean los personajes. Hacia la mitad de la película, un desconcertante estallido de violencia rompe la tranquilidad del lugar. Mientras cenan, Olga desaparece momentáneamente. Primero se escuchan unas desorganizadas notas al piano. Luego alguien que corre. Los comensales llaman al servicio con la campanilla, pero nadie llega. Algo ha sucedido. El desconcierto sigue ahí cuando en el siguiente episodio aparecen todos de nuevo, y siguen hablando como si nada, aunque ahora ya es de noche y los personajes han pasado a teorizar sobre la resurrección. El paso del tiempo ha caído sobre ellos. Quizá, tras el desconcertante episodio del estallido de violencia y la puntual desaparición de Olga, la realidad ha cedido a otra cosa y la casa radica ahora en una dimensión fantástica.
Malmkrog se sitúa a finales del siglo XIX, antes de que, ya en el XX, la violencia hiciese tambalear esa Europa de la que tanto hablan los personajes. En La regla del juego de Jean Renoir, en el espacio de un caserón, un grupo de burgueses y sus sirvientes jugaban hasta que la violencia se colaba como un presagio de lo que estaba por llegar en Europa. La película de Puiu también plantea el principio de una desintegración, del continente, de la humanidad, pero también de una clase ensimismada. Hacia el final, entre disertaciones sobre la resurrección, sus personajes parecen fantasmas de un tiempo pasado, como “los muertos” a los que se referían James Joyce y John Huston en Dublineses/The Dead, otra pieza de cámara sobre las clases altas y el crepúsculo vital. Violeta Kovacsics
ONDINA, UN AMOR PARA SIEMPRE. Christian Petzold. 91 minutos. Alemania, Francia (2020). Con Paula Beer, Franz Rogowski, Maryam Zaree.
Esta historia empieza como otras muchas: con la sal de las lágrimas. Un chico le propone quedar a una chica, y cuando finalmente coinciden, no hay manera de que sus miradas se encuentren. Los ojos de ella buscan incesantemente los de él, pero es en vano: les separa una barrera que no puede ser franqueada. En la secuencia que sirve de prólogo de Ondina, el personaje interpretado por Jacob Matschenz deja plantado al de Paula Beer. La ruptura se articula a través de un clásico juego de plano y contraplano. Tomas cercanas y cortas que resaltan el conflicto y la soledad de ambos, y que inciden en una esfera íntima que en ese momento se asoma al abismo. Al final, la cámara queda fija sobre el rostro desolado de ella… y, de repente, el agua salada empieza a brotar de uno de sus ojos, mientras sobre la pantalla desfilan los títulos de crédito. Sobre el papel, hemos asistido a una ruptura romántica. Sin embargo, bajo la superficie de las imágenes, quizá late algo más. Y es en ese “quizá” donde respira el verdadero encanto del nuevo trabajo de Christian Petzold, cuyo título se enraíza en el imaginario fantástico germano-renacentista. Ondina no es solo el nombre de pila del personaje interpretado por Beer, sino que el término alude también a unos seres mágicos vinculados al agua, unas criaturas que inspiraron el conocido cuento de hadas de La sirenita de Hans Christian Andersen.
Desde sus primeros compases, Ondina se impregna de una sensación de extrañeza que, en vez de emborronar la historia de fondo, la eleva más allá de su premisa narrativa. De repente, entra en escena, o mejor dicho, emerge la poderosa presencia de Rogowski, mientras Beer sigue deshidratándose por los ojos: lo suyo es una sangría, un mar de lágrimas. Un goteo que se ve interrumpido por una voz que al principio parece salir de las profundidades marinas, pero que poco después se transforma en un susurro cercano. Ondina bombardea al espectador con una avalancha de hipnóticos estímulos sensoriales, hasta un punto en que incluso el punto de vista parece difuminarse: uno no sabe si está contemplando la acción desde la distancia –a través de la mirada característicamente gélida de Petzold– o desde el interior del corazón roto de Undine. Ahí dentro, todo llega amplificado o amortiguado, siempre distorsionado. La nebulosa audiovisual desconcierta y aturde como ese flechazo para el que no vale ningún aviso previo. Es quizá, y solo “quizá”, la magia del amor.
La energía casi telúrica de la película convierte su visionado en una experiencia imprevisible. Cuando el espectador se acostumbra a su narración elíptica, Ondina decide dilatar el tiempo. Cuando parece que Petzold se aboca al frenesí narrativo, el film se detiene a observar un encuentro aparentemente banal. Bajo las formas más reconocibles del melodrama, Ondina navega sobre un misterio que se resiste a ser sondeado. Vemos a personajes que se asustan al perder el control, y para protegerse se esmeran en perfeccionar el recitado de unos discursos que aluden a las transformaciones urbanísticas del entorno. Personajes que ansían gobernar un destino incontrolable. Es la tragedia de los enamorados, gente en tránsito que no puede dejar atrás las consecuencias de sus propios actos. Es también la magia de la interpretación personal (e intransferible) de las imágenes; la fuerza de un amor (romántico y cinéfilo) que empapa. Víctor Esquirol
DAU. NATASHA. Ilya Khrzhanovsky. 138 minutos. Alemania, Ucrania, Reino Unido, Rusia (2020). Con Natalia Berezhnaya, Olga Shkabarnya, Vladimir Azhippo.
Para realizar el proyecto conocido como Dau, un experimento cinematográfico pantagruélico, el cineasta ruso Ilya Khrzhanovsky rodó 700 horas de película en 35mm, grabó 8000 horas de diálogo, editó entre 13 y 15 películas y utilizó 10.000 extras y 400 personajes principales. Así, Dau. Natasha se nos presenta como la punta de un iceberg fílmico insondable, un mega-proyecto ambientado en la Unión Soviética y centrado en la figura de Lev Davídovich Landáu, ganador del Premio Nobel de Física en el año 1962, hombre ya de por sí rodeado de inquietantes incógnitas. Con esta premisa en mente, nos adentramos en DAU. Natasha, cuyas escenas se desarrollan principalmente en una cantina, punto de encuentro entre obreros, funcionarios y, por supuesto, científicos, aunque aquí los laboratorios y experimentos ocupan un discreto (e inquietante) segundo plano. De hecho, el ámbito científico parece casi una excusa para presentar a un personaje clave en la vida de la Natasha del título: camarera y regente de la cantina. La carta elegida por Khrzhanovsky para presentar el universo de DAU no es más que un pequeño, insignificante, satélite en el universo planetario de la ficción histórica.
En Dau. Natasha, nos asomamos al abismo de la mano de los gestos más reconocibles del cine de la crueldad. La intensidad, elevada hasta niveles que van mucho más allá del simple exceso, corre a cargo de unos planos de seguimiento nerviosos y febriles, y un montaje frenético que ahonda en una violencia omnipresente. Después de una intensa jornada laboral, Natasha se queda recogiendo la cantina junto a otra camarera que supuestamente está a sus órdenes. Ocurre que la segunda opina que ya ha trabajado suficiente, de modo que intenta irse a casa incumpliendo con sus responsabilidades profesionales. A partir de esta nimiedad, se origina una lucha entre ambas que, de hecho, marcará la tónica en todo lo que está por venir. A partir de un pequeño grano de arena, se origina una montaña de proporciones, efectivamente, colosales.
Khrzhanovsky lleva los cuerpos al límite de manera similar al último Abdellatif Kechiche, empalmando opulentas performances disfrazadas de riñas hogareñas, fiestas de celebración o visitas inesperadas de los servicios secretos. Todo está guionizado pero plasmado con tal crudeza que parece que los actores se emborrachan, copulan y se maltratan de verdad. En los sucesivos clímax, incluso parece que cargar con la cámara sea una tortura para el operador. La violencia se extiende por todas partes, alimentada por la ejecución cinematográfica. DAU. Natasha es, al fin y al cabo, un estudio de los mecanismos que emplean los regímenes totalitarios para vampirizar las relaciones humanas. El perverso juego que propone el film consiste en ver quién está encima, y quién es aplastado debajo. El vencedor, por cierto, es siempre quien consigue anular a su “rival”, quien le priva de su condición humana, convirtiéndolo en otro bulto dentro de la masa sumisa. El espectador capaz de mantener la mirada fija en la pantalla descubrirá uno de esos objetos fílmicos que aparecen una vez en la vida. Primera pantalla superada, toca seguir explorando; toca seguir perdiéndose en DAU. Víctor Esquirol
NOTTURNO. Gianfranco Rosi. 100 minutos. Italia, Francia, Alemania (2020).
Filmada a lo largo de tres años en las fronteras de Irak, Kurdistán, Siria y el Líbano, Notturno, el nuevo film del italiano Gianfranco Rosi, se sitúa en un punto intermedio entre el distanciamiento y la cercanía para retratar el drama persistente de un pueblo azotado por una inestabilidad geopolítica que parece no tener fin. Ganador del León de Oro de Venecia por Sacro GRA y del Oso de Oro de Berlín por Fuego en el mar, Rosi figura en el panorama del cine contemporáneo como el más ilustre practicante del documental observacional. Alérgico a la idea de filmar entrevistas con los protagonistas de sus películas, Rosi aspira a confirmarse como el heredero de la estirpe de documentalistas que tendrían como modelo la obra de Robert Flaherty, algo que resulta más evidente que nunca en Notturno, donde el recuerdo de Louisiana Story reverbera con fuerza en unas escenas en las que un cazador recorre unas marismas subido en un pequeño bote mientras, en el fondo, arden unos pozos de petróleo.
El fórmula del cine de Rosi tiene pocas grietas. Su capacidad para colaborar de manera provechosa con sus protagonistas le permite conquistar un intimismo sobrecogedor. En Notturno, vemos a unas mujeres paseando por las ruinas de una antigua base de Estado Islámico invocando la memoria de sus hijos asesinados allí (una secuencia de marcado carácter lorquiano); luego convivimos con un escuadrón de mujeres que luchan, fusil en mano, contra la barbarie fundamentalista; y más adelante asistimos a unas sesiones de terapia psicológico-pedagógica en las que unos niños comparten con su maestra los traumáticos recuerdos de su vida bajo la cruel tutela del ISIS.
Como ya ocurría en Fuego en el mar, la figura de los niños y niñas cobra una importancia capital en Notturno, una película que intenta actualizar la memoria del Neorrealismo italiano. Es a través del drama de estos infantes, y sobre todo a través de unos dibujos donde los pequeños evocan con gran crudeza los horrores cometidos por Estado Islámico, que la película alcanza su cenit emocional. Por desgracia, no contento con capturar la fuerza representacional de estas ilustraciones, Rosi, experto en cruzar la frontera de lo impúdico (hay que recordar las escenas de los cadáveres de inmigrantes de Fuego en el mar), se excede al invitar a un niño tartamudo a describir ante la cámara los horrores reflejados en su dibujo. Lejos queda la delicadeza con la que la brasileña Ana Vaz empleaba dibujos de niños para denunciar el genocidio indígena en el sensacional cortometraje ‘Apiyemiyekî?’, ganador del Gran Premio del pasado Festival Punto de Vista de Pamplona.
Es Notturno una película sobre una guerra invisible pero demoledora. Rosi no llega a filmar ninguna escena de batalla, pero las heridas dejadas por la guerra resuenan en todos los rincones, tanto dentro como fuera del plano: en las edificaciones derruidas, en los relatos de los niños y niñas, en unos escalofriantes mensajes de Whatsapp enviados por una mujer aprisionada por Estado Islámico, en los disparos de metralletas que se escuchan a lo lejos, fuera de campo. La cámara de Rosi muestra la destrucción de un universo social que exhibe con estoica desesperación sus cicatrices y su absoluto desmembramiento. Y, pese a todo, hay pequeños signos de esperanza: en una casa en que los niños y niñas hacen sus deberes tumbados en el suelo, en condiciones adversas pero suficientes; o en una representación teatral montada por el terapeuta de un sanatorio mental, donde el arte reivindica su condición política. Así, en los monólogos dolientes de los pacientes del sanatorio –que hablan de los sueños malogrados de aquella primavera árabe cuyos logros fueron masacrados por el fanatismo religioso–, Notturno termina de evidenciar un discurso afianzado en la capacidad de observación y en los excesos demostrativos de Rosi. Manu Yáñez