Violeta Kovacsics

Hace unos años, el cineasta y actor Serge Bozon escribía en Libération que los cineastas que recogieron el testigo de Jacques Demy fueron Paul Vecchiali y Adolpho Arrietta, dos directores que han presentado película en Sevilla en esta edición. Bozon reflexionaba sobre la obra de Arrieta, y decía: “en el centro de un cuento, hay siempre una metamorfosis. ¿Una metamorfosis en qué? No es en príncipe, ni en princesa, sino en ángel”. Estas frases funcionan como una suerte de resumen de lo que es Belle Dormant, la película que Arrietta ha presentado en Sevilla, en la sección Las Nuevas Olas, un nombre curioso, el de esta sección, para un director cuya obra se gestó a los márgenes de la hegemónica Nouvelle Vague. La película de Arrietta, además, no es tan “nueva”: en 1978, con Flammes, quizá su mejor película, Arrietta ya pervertía los cuentos de hadas.

En Belle Dormant, Arrietta propone un curioso juego, fabula con la traslación del cuento de la Bella Durmiente a nuestro siglo. Así, plantea el salto entre dos épocas, entre 1900, cuando la princesa, y con ella todo el reino de Kentz, cae dormida tras un hechizo; y el 2000, cuando un joven príncipe al que sólo le interesa tocar la batería, hijo de un rey interpretado precisamente por Serge Bozon, se empeña en besar a la joven y terminar así con el encantamiento. Belle Dormant es, de nuevo, una película de ángeles, y no de príncipes (aquí, un joven de pelo y maneras impolutas, una versión afrancesada de Robert Pattinson, un héroe con más recorrido del que puede asumir el actor que lo interpreta). Los ángeles son Mathieu Amalric, que cuida del príncipe y que narra la leyenda; y una hada, convertida, en los albores del siglo XXI, en representante de la Unesco.

Arrietta es un cineasta proclive a derivas de comicidad. Quizá por eso, tras la extrañeza inicial, tras el desorden, la ironía se vuelve excéntrica, y la película va cobrando su sentido. Cuando el rey le pide a la delegada de la Unesco que restaure unas ruinas para convertirlas en un casino, Arrietta los filma en un plano frontal; con una simplicidad que realza el gesto irónico. Cuando, al final de la película, se rompe el hechizo, y el príncipe no puede más que hacer fotos con su iPhone, se resuelve también el misterio de la película. Hay algo en este gesto que recuerda al del final de Salt and Fire, de Werner Herzog, cuando, aun en el desierto, los personajes juegan con una tablet para hacerse fotografías. El filme de Herzog trata precisamente sobre la mirada, las perspectivas, los puntos de vistas. Belle Dormant trata de la magia en estos tiempos tan distintos que son el principio del siglo XX y el del XXI. “Estáis acostumbrados a la magia”, dice el hada a aquellos que despiertan de la inesperada siesta un siglo más tarde, “os acostumbraréis enseguida a la tecnología”. Arrietta filma la corte adormilada con actores que permanecen quietos; en cambio, en algunos momentos, vuelan brillantes mariposas digitales. He aquí los trucajes, la magia del cine, en sus dos facetas, propias de tiempos, de siglos, distintos.

hearthstone

Uno de los momentos más bellos y tristes del cine con y sobre adolescentes es la escena del suicidio de Neil en El club de los poetas muertos. Enjuto, con el torso desnudo, el joven abre la ventana. Afuera, nieva. Y el cuerpo del chico, blanco y delgado, parece apoderarse del frío. Sin embargo, Neil se mantiene firme y agarra una corona que ha usado en una obra teatral. Peter Weir, el director, lo filma en un ligero contrapicado, y la cámara se acerca al personaje. El tiempo transcurre lentamente, no hay muchos sonidos. Hay respeto. El cineasta le otorga así una profunda dignidad al personaje, aquel joven incomprendido por su padre. En Hearthstone, la película del islandés Guðmundur Arnar Guðmundsson presentada en la Sección Oficial del Festival de Sevilla, también hay nieve, y un adolescente que vive una tensa relación con su padre, y el retrato de un momento vital en el que resulta difícil encontrarse entre las férreas normas de lo social.

Retrato del despertar sexual de dos amigos, Heartstone se aferra sobre todo a una estética de adolescentes de rostro bonito, de chicas de pelo largo y lacio, de tocadiscos, de cuadernos de cartón en los que se escriben poemas y se dibuja a lápiz. De un paisaje esplendoroso. De una fotografía que deja que los rayos de sol salpiquen la lente de la cámara. Tanta belleza no deja de ser curiosa cuando lo que se retrata aquí es la dureza y la podredumbre moral de un pueblo excesivamente retrógrado. Ahí es donde habitan dos amigos del alma: Thor, un niño menudo que está enamorado de una chica que le parece, a todas luces, inaccesible; y Christian, un chico rubio, de rostro angelical, alto, y que vive su atracción por Thor en silencio. Los dos encarnan una suerte de versión contemporánea, rural y nórdica de las dos protagonistas de La calumnia de William Wyler. El balanceo entre los dos personajes termina por hacer de Heartsone una película tremendamente irregular e incierta. Cuando parece que Thor es el personaje principal, el conflicto de Christian toma relevancia. Heartsone se dedica en exceso –y a lo largo de más de dos horas de metraje– a dar bandazos. Su interés está quizá en los cuerpos, que se están descubriendo, y no en el drama ni en la estética embellecida.