Los argentinos Mariano Cohn y Gastón Duprat (El hombre de al lado) sorprendieron en el pasado Festival de Venecia con la notable tragicomedia El ciudadano ilustre, otro de sus relatos kafkianos, ubicado esta vez en el mundo literario. Un convincente Óscar Martínez da vida al escritor protagonista, Daniel Mantovani: un argentino que cuarenta años atrás emigró a Europa para intentar cumplir su sueño de ser novelista. Tras ser galardonado con el Premio Nobel de Literatura, Mantovani vive instalado en una suerte de Torre de Marfil barcelonesa –que no podía ser otra que la misma casa donde residió Diego Maradona– donde decide poner fin a su carrera literaria. Sin embargo, su vida da un giro inesperado cuando el alcalde de su pueblo natal, Salas, le invita a recibir las llaves de la ciudad y la condecoración de “Ciudadano Ilustre” por haber dado a conocer Salas a través de sus novelas.

Según confiesa Mantovani en dos ocasiones, los personajes de sus libros nunca pudieron abandonar el pueblo, mientras que él nunca fue capaz de regresar. De este modo, los fantasmas de su pasado y otros infortunios del presente transforman su estancia en Salas en un auténtico infierno. Una pesadilla que Cohn y Duprat se encargan de representar mediante gags inagotables. No obstante, El ciudadano ilustre no es una simple comedia sobre un escritor vanidoso castigado por un gentío iletrado. El film esconde un interesante mensaje que denuncia la institucionalización del arte. En todos los discursos –y, especialmente, en el de su fascinante desenlace– el escritor defiende su visión romántica del arte por el arte, en favor de su expresión sin censuras y sin intromisiones políticas y burocráticas.