La Respuesta Sensorial Meridiana Autónoma (o ASMR) se define por una especie de hormigueo que se activa a partir de estímulos audiovisuales. Se manifiesta primero en el cuero cabelludo, para más adelante bajar por la parte posterior del cuello, hasta asentarse finalmente en la columna vertebral. Este cosquilleo produce una sensación que cabría situar a medio camino entre el escalofrío y el orgasmo, y al mismo tiempo se descubre como principal combustible de Cold Meridian, el nuevo trabajo de Peter Strickland, director de Berberian Sound Studio, The Duke of Burgundy e In Fabric. Se trata de un cortometraje de apenas seis minutos de duración, hecho a partir de la filmación de unos preparativos y ensayos que los artistas de la Academia de Danza de Budapest llevaron a cabo el 10 de diciembre del año pasado. El cineasta británico plasma estos procesos a través de un ejercicio de meta-cine que acaba saltando la cuarta pared, y que pone así sus ojos en un espectador que, de repente, se siente increpado por la fuerza con la que las imágenes le interpelan.

En Cold Meridian, al igual que en buena parte de su filmografía, la atención de Strickland se detiene en aquello que, irónicamente, no es de naturaleza fija. Unas tomas estáticas nos sitúan en una sala delimitada por barras de madera horizontales y espejos que llegan hasta el techo. Estamos en un espacio que resulta extraño cuando se muestra desocupado, sin los bailarines que deben perfeccionar ahí sus habilidades. Pero aún más inquietante es la imagen que nos espera a continuación: un plano detalle de una larga cabellera cubierta de jabón, una masa capilar convertida en una especie de monstruo tentacular, o de reptil reptante, cuyos movimientos y ruidos efervescentes transmiten una sensualidad que parece llegada de otro planeta. Bajo la mirada de Strickland, lo femenino vuelve a descubrirse como un mundo atrayente y amenazante a partes iguales.

Cold Meridian funciona como una peligrosa combinación de factores que se concreta a partir de un juego entre planos y contraplanos. Al principio, una toma cenital nos muestra a la bailarina de los cabellos espumosos estirada, con el cogote apoyado en una palangana que, desde nuestro punto de vista, se asemeja a una aureola. Después, un contrapicado nos enseña la cámara que, presuntamente, estaba filmando todo lo que hemos visto hasta el momento. A partir de este intercambio de perspectivas, la película abre una vía con “el más allá” de la pantalla, interpelando a su audiencia. Emerge entonces la imagen de otra mujer, que contempla atónita el espectáculo en la pantalla de su ordenador portátil. Un diálogo entre diferentes niveles de representación que Strickland aliña con el choque estético entre imágenes, en blanco y negro granulado, filmadas en 8 y 16mm, y el imaginario digital.

En un momento determinado, los dedos de “la espectadora”, dispuestos en posición de tecleo compulsivo, se paralizan. La acción se detiene para que escuchemos a la bailarina, que se dirige de forma directa a quién la mujer que observa: “Eres la espectadora número 14.732, me viste anoche a las 22:32, comentaste sobre mí, me apagaste, ¿por qué?”. El celuloide, desde el pasado, nos habla de los horrores numéricos de ese futuro distópico en el que se ha convertido nuestro presente. En la era digital, el arte y las personas han acabado reducidas a la condición de una serie de cifras. Tan impersonales, tan deshumanizadas, que se pueden gestionar con la misma frialdad con la que un algoritmo maneja los datos volcados por su programador. El montaje del espectáculo de danza cede también a la implacable lógica de los números, y así se desvanece la ilusión del movimiento cinematográfico. En su lugar, queda una colección de imágenes congeladas, en negativo, borrosas, tan poco nítidas que solo transmiten caos y confusión. Su mensaje es engañoso: ¿lo que vemos ahora es la plasmación de un baile, de una lucha o, por qué no, de una violación? Imposible distinguir una opción de la otra. No sabemos lo que vemos, y en este desconcierto, un monstruo aprovecha la ocasión para entrar en nuestra intimidad, sumando una cifra más a su proceder omnívoro.

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