(Imagen de cabecera: Letters to Paul Morrisey de Armand Rovira)

Víctor Esquirol (Festival de Sevilla)

Ayer en Sevilla Roy Andersson obró otro milagro (uno más en su cuenta, vaya). Durante la proyección de Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia, el público ahí presente se sintió tentado, en más de una ocasión, de convertirse en parte activa de aquellos cuadros vivientes que, efectivamente, pedían a gritos ser llenados con (más) vida. El caso es que, durante uno de los sketches cumbre (el del número musical de Limping Lotta), un rumor se extendió por el patio de butacas. Lo que en un principio parecían muestras aleatorias de aprobación fue convirtiéndose en admiración y, al final, en una especie de himno. En un eco conmovedor de ese Battle Hymn of the Republic, alegremente versionado por el maestro sueco. Andersson nos hablaba desde la pantalla, pero esperaba también respuesta por nuestra parte. Y la obtuvo. Película y audiencia conectaron de forma mágica, pero ahí no terminó el embrujo, porque los ojos de los espectadores no estaban sólo fijados en la lona, sino también en los demás compañeros de sesión. La risa a la que nos invitaba el cineasta no acabó de adquirir auténtico sentido hasta que no fue complementada con la del prójimo, en lo que fue un acto de comunión al borde del éxtasis religioso. Suficiente para renovar la fe en ese arte, y en esa manera de compartirlo. La sala de cine, ya se vio, como lugar de encuentro entre nosotros (como individuos y como colectivo) y el autor.

Total, que sin comunicación (es decir, sin que una parte no se empape de la otra, y viceversa) no hay experiencia cinematográfica completa. Lo provocó Roy Andersson y, como sucediera ayer, sus enseñanzas se vieron plasmadas en las películas que vimos a continuación. Hoy tocó pasear por el parque del retiro de Madrid, y luego emigrar a Francia para echar de menos Senegal, y luego, escapar de Berlín para terminar volviendo, de retiro espiritual, a la sierra madrileña. Tres películas para tres (multi-)experiencias, y la comunicación, claro está, como combustible principal de cada una de las aventuras.

En <3, María Antón Cabot nos hace pasar un día entero en uno de los lugares de encuentro más célebres de la capital española. En el Retiro, el sol calienta y el viento mece suavemente el follaje de los árboles. Al oír esto, una joven no puede parar de pensar en follar. Lo confiesa sin pudor alguno, delante de la cámara, pero de espaldas a ella. Para descubrir su cara, tenemos que esperar a que ésta aparezca en la pantalla de un smartphone que, momentos antes, había llevado el test de Rorschach a aquellos territorios del subconsciente que hasta no hace mucho se guardaban con suma vergüenza. Ahora, por suerte, no. La joven muestra imágenes de piezas de bisutería, de bocas, y de fondos de gotelé en los que ella ve símbolos fálicos, insinuaciones vaginales y figuras femeninas en pleno éxtasis multi-orgásmico.

“<3” de María Antón Cabot.

Antes de esto, la pantalla nos hipnotizó con una combinación imposible de colores y formas: una secuencia renderizada por ordenador mostró lo que parecían ser sendas poli-cromáticas de humo, que se iban entrelazando y se deshacían… mientras se creaban de nuevo. Imágenes artificiales mezcladas con un sonido ambiente natural. Estímulos confrontados pero complementados recíprocamente. Igualmente sugerentes, vaya. Como en las mejores historias de amor. Así se presenta <3, documental no siempre enclaustrado en los límites de la no-ficción, y en el que su joven directora se propone plasmar todas las formas (y formatos) con que se manifiesta el amor en los tiempos de Tinder. El escenario (clara evidencia de que en la era de la sobre-exposición en redes sociales, la intimidad ha pasado a ser un bien de dominio público) juega un papel fundamental en dicha investigación. No sólo sirve como catalizador de la aglomeración social (elemento primordial para asegurar una muestra lo suficientemente representativa), sino que también proporciona una serie de fugas que dotan al conjunto de un carácter orgánico ideal para resaltar las capacidades comunicativas de este cine que, por lo visto, tanto se estila en Sevilla. Así deambula María Antón Cabot por el Retiro madrileño, como Claire Simon por los Bosques de Vincennes parisinos. El título de aquel referente probable (Le bois dont les rêves sont faits, o El bosque donde surgen los sueños) es también premonitorio.

El observador/espectador se presta a ser observado, y se mimetiza de paso tanto con el objeto de estudio como con el lugar que ocupaba, en una muy coherente muestra de empatía emocional (a partir de la espacial). El amor ya tiene esto. La piel renuncia así a sus propiedades impermeables, y se potencian así los efectos transmisores del contacto humano. Tanto en sus tramos más formularios (construidos a base de entrevistas delante de la cámara, en las que la directora luce un muy reivindicable gusto por hacer hablar) como en sus momentos de escape filo-onírico, <3 se muestra siempre como un objeto cinematográfico que se siente a gusto en las distancias cortas. En la cercanía. Juventud desde la juventud. Conocimiento de causa por derecho natural. Confianza ilimitada a la hora de lanzarse a explorar y experimentar con esa misma fuerza incontrolable. Teddy Williams, para hacernos a la idea, anda por esos mismos parques. Al final, se cerró el círculo con una última mirada al espejo que, sorpresa, no devolvió el reflejo esperado. Narcisismo y fijación por el otro en un solo gesto: es la relación (de amor, claro) que mantenemos con esa entidad (la cámara, la pantalla) que todo lo capta… que todo lo deforma.

En las antípodas de Madrid, el mapa dice que se encuentra Francia, o si se prefiere, Senegal… o si se prefiere, Marruecos. En un punto indeterminado de ese triángulo, una adolescente mira con preocupación a un anciano; a los papeles que éste le libra. Son documentos oficiales, importantes. Está en juego ni más ni menos que la jubilación de un hombre que, horror, resultaba que había trabajado toda su vida en negro. Silencio en la sala, preocupación máxima. La niña se pone triste y él, al verla, intenta sacarla de ese pozo. “No te preocupes”, le dice, “es asunto mío”. A lo que ella, ofendida, responde: “Claro que me preocupo, éste también es mi problema”. Lo que afecta a uno, afecta a la otra, y lo que le afecta a ella, le afecta también a él. Sus destinos estaban ligados. Seguimos con la empatía; seguimos comunicándola.

Con esta escena empieza Amin, seguimiento del día a día de un padre senegalés que mantiene a su familia desde Francia. Se trata del nuevo trabajo de Philippe Faucon, director de carrera dilatada, pero que tuvo que esperar a superar los diez largometrajes en su hoja de servicios para aparecer en la mayoría de radares cinéfilos. Con Fátima (su undécima película) llegó por fin la plaza privilegiada en el mejor festival del mundo (Cannes, bien entendu), y después, los premios de una Academia Francesa que, ahora sí, parecía dispuesta a reconocer los méritos de una carrera dedicada a tomar el pulso a los distintos retos que han ido dando forma a la sociedad francesa durante los últimos años. El SIDA, el terrorismo, la crisis económica… problemáticas retratadas casi siempre desde un punto de vista femenino, y abordadas siempre desde lo que algunos se empeñan también en interpretar como un problema: la inmigración.

“Amin” de Philippe Faucon.

Pero la gracia está en que Faucon, de origen marroquí, ve soluciones donde la mayoría ve dolores de cabeza. Sin caer en lo ingenuo y admitiendo que, en efecto, la convivencia cultural está sujeta de por sí a una serie de tensiones que deben ser siempre tenidas en consideración, su cine acostumbra a comportarse (y en ‘Amin’, especialmente) como una especie de bálsamo. Como un remedio (tanto a nivel ético como estético) a los tics tremendistas en los que habitualmente se regodea el llamado “cine social”. Aquí, por el contrario, prima la esperanza. Un mensaje que se justifica básicamente en una luz contra la que no debería poder discutirse: la bondad humana. Una fe que empieza a sedimentar desde el plano formal. La acción propuesta por Faucon nos habla de una inseguridad que se plasma en el movimiento, en ruidos violentos… en estímulos exteriores hostiles que, eso sí, se amortiguan cuando pasan por los ojos y orejas del director. La cámara salta del hombro y se vuelve a acomodar en el trípode; el trabajo con el sonido se priva de cualquier estridencia. Amin es, a los sentidos, un oasis de calma y reposo en medio de una tempestad que se nos muestra como tal. Realidad para nada maquillada, y mucho menos embrutecida. Un equilibrio prácticamente perfecto.

Philippe Faucon nos habla de la necesidad de superar las fronteras históricas y de entender que los fundamentos de la nueva Francia están, por ejemplo, en Marruecos y en Senegal. En la África árabe y la subsahariana; en esas comunidades que deben ser integradas, y nunca apartadas. Tesis políticas formuladas a escala muy humana. Las personas como únicos transmisores posibles entre los distintos capítulos de una historia que, efectivamente, afecta a muchos, porque afecta a uno. El rostro y los gestos humanos (y no el artificio cinematográfico) como garante de una verdad que, ya se ha dicho, no puede ni debe ser falseada. La comunicación, obviamente, como prueba infalseable: cuando Amin está en el extranjero, está tan limitado como el dominio que tiene sobre un idioma que todavía se le resiste, mientras que cuando regresa a su pueblo, deja que los murmullos fáticos acompañen todas sus conversaciones. Está en el hogar, con los suyos, a gusto… por fin puede hablar, pero sobre todo, quiere escuchar. Son solo algunos de los rasgos distintivos (o simplemente momentos reveladores) de un cine que alcanza en Amin un punto de maduración óptimo. Lo hace siendo fiel a sus principios, y comunicándolos de forma nítida y pausada. Faucon no cede a las prisas ni mucho menos a las tentaciones del conflicto por el conflicto. Éste nunca surge por imposiciones maniqueístas, ni por querer atacar la fibra sensible del espectador, sino para reivindicarse como primer paso hacia el entendimiento. Hacia la comprensión de una identidad en permanente diálogo con las distintas comunidades que la componen: ante las tan cacareadas libertad, igualdad y fraternidad, el hombre response con comunidad, solidaridad y dignidad.

Y como de comunicarse iba hoy el asunto, terminamos con Letters to Paul Morrissey, cinco episodios de homenaje vídeo-epistolar de Armand Rovira (y Saida Benzal, coguionista del film) al director de títulos como Trash, Heat y colaborador de Andy Warhol en la consecución de un hitos como Chelsea Girls. De lo que se trata aquí es de dialogar de forma figurada. De mandar mensajes (sin esperar respuesta) a través de la réplica (formal, mayormente) de aquellas sacudidas made in Velvet Underground. Sin interés por establecer vías de comunicación con los no-iniciados, Rovira reproduce la locura (o genialidad) de aquellos 16mm nacidos para provocar (o revolucionar) la experiencia cinematográfica, ya desde las bases supuestamente inamovibles de la proyección.

La multi-pantalla como multi-punto de vista en el que el espectador se ve obligado a elegir… del mismo modo en que un hombre, Udo Strauss, decide abandonar la decadencia consumista de su Berlín natal para abrazar la espiritualidad del Valle de los Caídos. La provocación pervive, como pervive la atracción experimental que sólo puede despertar el consumo de ciertas sustancias prohibidas. Lo que pasa es que esta sacudida llega ahora a nosotros como una cápsula temporal. Como el recuerdo de aquello que podría haber sido, pero que finalmente no fue. En su capítulo más inspirado, Rovira imagina la decadencia de una de las Chelsea Girls (suerte de reflejo anti-glamouroso de aquel Crepúsculo de los dioses), obligada a contratar los servicios de una agencia que promete amor a cambio de una módica cuota de alquiler. Es ahí cuando Letters to Paul Morrissey dialoga, ahora sí, con otros autores. Con Billy Wilder, claro, pero más bien con John Cassavetes, y con Chris Marker, y con Shinya Tsukamoto. En esta comunicación entre maestros, en estas carambolas temporales y geográficas, Rovira recobra la esperanza en la palabra (sin duda bien transmitida) de Morrissey.