En su reseña para el Chicago Reader, el crítico norteamericano Jonathan Rosenbaum apuntaba que el vigésimo film de Rivette “es quizás el más clásico de todos, tanto en términos de puesta en escena como en lo referente a la trama”. Cierto, el maestro de los complots y los espejismos fílmicos –uno de los padres de la modernidad– construye aquí un relato aparentemente lineal en el que una mujer (Sandrine Bonnaire) se ve atrapada por las sospechas de su hermano (Gregoire Colin) de que el padre de ambos no murió en un accidente, sino que fue asesinado por su socio (Jerzy Radziwilowicz). Lo interesante es que, pese a su aparente academicismo, Rivette ameniza la historia con toda clase de misteriosas espirales: accidentes del presente que remiten a crímenes pasados, una joven que hace emerger de entre los muertos (como en Vertigo de Hitchcock) la figura de su hermana gemela. Rivette transforma los tiempos muertos en enigmáticas coreografías, en las que brilla un delicioso interrogante: ¿qué demonios estará pasándole por la cabeza a la elegante, ensimismada y magnética Sandrine Bonnaire? MY

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