Ángela Rodríguez (Granada)

En su afán por estudiar los modos de ver que marcan el curso del cine contemporáneo, el Festival de Jóvenes Realizadores de Granada invitó a sus visitantes, tanto en sus proyecciones como en sus mesas redondas, a preguntarse por la salud del romance que seguimos manteniendo con el cine. En un contexto marcado por el auge de las plataformas de VOD y la popularidad de la ficción serial, la pregunta “¿Vamos al cine?” –que dio título al ciclo de conferencias y mesas redondas que organizó el festival– empieza a tener una connotación casi exótica. La comodidad de un salón, de un horario flexible o de un control sobre la temporalidad de la película (verla por partes o pararla) se va imponiendo a la tiranía de los horarios fijos, los espacios “públicos” y las normas de convivencia en las salas. El romanticismo inherente al modo clásico de ver cine ha idealizado una forma concreta de visionado, mientras que el nuevo modelo se amolda de manera funcional a los nuevos ritmos, los empleos actuales, la conciliación. Ante este aparente antagonismo, surge una pregunta oportuna, y quizá algo incómoda: ¿es posible pensar en la convivencia de estos dos modelos en detrimento de la monogamia de la sala oscura?

El jueves 21 de octubre, en la primera jornada de conferencias y mesas redondas del Festival Nuevos Realizadores, se debatió la cuestión de los rituales que definen la experiencia cinematográfica. Pedro Torrijos centró su charla en la idea del viaje al cine y el comentario a la salida de la sala, mientras que Vicente Monroy puso el foco en el choque con la realidad al salir de la sala (fenómeno que estudia en su ensayo Contra la cinefilia). Luego, en la mesa redonda, a la que se sumó Juan de Dios Salas como moderador, la atmósfera apocalíptica enturbió un debate que acabó cebándose con los jóvenes en general y, en particular, con los chavales de una FP de producción cinematográfica que asistieron como público. En la mesa, se tendió a adoptar como dogma la idea del canon cinematográfico y se planteó un único modo posible de ver películas: sin distracciones, sin móviles y, a poder ser, en el cine. De entre los ponentes, Monroy se desvinculó de los absolutismos imperantes y defendió la legitimidad de unos modos alternativos de ver y hacer cine, animando constantemente a los jóvenes a hablar y defenderse.

El miércoles 20, un día antes de la mesa redonda, la sala de la Filmoteca de Andalucía se impregnó del enérgico inconformismo de los jóvenes protagonistas de Quién lo impide, de Jonás Trueba. Analizando la situación con perspectiva, resulta llamativo que, solo un día después de la proyección de un film capaz de dar voz a las nuevas generaciones, algunos ponentes desacreditaran el rol que está jugando la juventud actual en la configuración del hecho cinematográfico. Lejos de la monogamia que imperó en aquella mesa redonda, el film de Trueba, desprendido de toda condescendencia, sabe cómo hurgar en las inquietudes y en los deseos de sus protagonistas. Abrazando con convicción la óptica adolescente, Quién lo impide se entrega a la representación de un mundo dominado por la intensidad, el optimismo y el anhelo de un cambio constante; la búsqueda de experiencias y de una identidad. Culpar a una generación de los males de la industria del cine significa ignorar todo un contexto y tomar una vía tan fácil como paternalista.

Con su película, Trueba nos invita a poner toda nuestra confianza en las nuevas generaciones. Mientras, en la mesa redonda, algunos participantes se jactaban de que los jóvenes presentes no atesoraban en su memoria cinéfila ningún título del cine mudo, los protagonistas de Quién lo impiden deciden pasar una tarde en la Cineteca de Matadero (Madrid) viendo Frágil como o mundo de Rita Azevedo Gomes. Se manifiesta así una forma de rebeldía juvenil que puede negarse a ver cine mudo o cine de la Nouvelle Vague, que puede ignorar el canon, pero que explora otros campos. Se trata de una generación que puede ver la serie del momento o una película en su móvil, pero también acudir al cine a ver la última Palma de Oro de Cannes. De este modo, los jóvenes abrazan un romance poliamoroso con el cine.

En paralelo al fructífero debate en torno al rol (y la relación) de la juventud en (y con) el cine, el Festival Jóvenes Realizadores abrió, de la mano de Goodbye, Dragon Inn de Tsai Ming-liang, una reflexión sobre la pérdida de la sala de cine como territorio sagrado para el visionado de películas. El jueves 21, a partir de las 21:15h, en la sala del Espacio V Centenario, se vivió una poderosa experiencia metacinematográfica. En el patio de butacas, podía sentirse la imperiosa necesidad de que algo ocurriese en la pantalla para mantener activa la atención, una sensación que permeaba en los espectadores de todas las edades, no solo en los jóvenes. Antonio M. Arenas, director del festival, presentó la película del taiwanés como un ejercicio radical que invitaba a salir de la sala para ir al baño o incluso a dormir, si era lo que nos apetecía. Y así ocurrió. La gente salía (algunos volvían a entrar), otros comían y comentaban lo que veían, y otros, con toda certeza, dormían. Tsai, al igual que Arenas, mantiene una fe moderada en el espectador y no lo juzga. En la película, el cine es un lugar encantado y vaciado, donde se fragua un romance que ya no puede sostenerse (el amor al cine) y en el que ahora solo queda un espacio para el cruising, la forma más superficial de amor.

Uno de los personajes de Goodbye, Dragon Inn acude al cine en busca de un encuentro de naturaleza sexual, sin embargo, se topa con el rechazo reiterado por parte de los otros hombres. Lo mismo ocurre con el cinéfilo tradicional −el monógamo−, que no deja de ser alguien que busca un romance en un contexto específico y que, con el cierre de las salas, se convierte en un amante no correspondido. En su ensayo Contra la cinefilia, Monroy habla de una sumisión del espectador ante el cine y la pantalla. Tsai sublima esta idea en uno de los planos más estéticos de Goodbye, Dragon Inn, donde su actriz fetiche, Chen Shiang-chyi, se coloca a un lado de la pantalla y observa por unos minutos la película que se proyecta: Dragon Inn (La posada del dragón), el film de género wuxia que dirigió King Hu en 1967. El taiwanés lo filma en un encuadre picado en el que la pantalla no solo está por encima de ella, sino que también supone la única fuente de luz que la ilumina.

Esta sumisión a una tradición cinematográfica, y a una forma de entender la experiencia fílmica, estaría vinculada a la nostalgia que emana de una generación mayor y que da lugar a mesas redondas como la que hemos descrito al inicio de esta crónica. Sin embargo, Tsai opta, de forma subversiva, por combinar dicha añoranza con el humor y busca constantemente lo ridículo, uno de los leitmotiv de su filmografía. Asumiendo la ruptura de la vieja historia de amor que unía a los cinéfilos con la sala oscura, Goodbye, Dragon Inn se lanza a una no-relación en la que todo vale. Quién lo impide, por otro lado, adopta un enfoque más amable, más permeable a los cambios que ya definen el presente. Cambian los modos de ver, se transforman los modos de hacer, y solo así es posible seguir pensando en un cine del futuro.