Ha tenido que transcurrir más de una hora de metraje, y quedan apenas diez minutos para escuchar por última vez la melodía al arpa compuesta por Alex North, cuando Dublineses (The Dead, 1987) queda brutalmente quebrada por su secuencia final. La escena en la habitación del hotel, protagonizada por el matrimonio formado por Gabriel (Donal McCann) y Gretta (Anjelica Huston) al regresar de la cena anual ofrecida por sus tías, evidencia la distancia emocional entre la pareja, además de ahondar en la fugacidad de la existencia y la melancolía por el tiempo pasado, temas que ya habían sido apuntados durante la película de forma tangencial.

El diálogo de la secuencia final –igual que sucede en el cuento de James Joyce, Los muertos, que adapta el film– contiene el núcleo dramático del relato, así como su epicentro temático. Una concentración de significados que genera un contraste con lo visto hasta entonces, una dialéctica que es enfatizada por el director, John Huston, a través de una puesta en escena que deviene el reverso formal del resto de la cinta. Ambientada en la fría oscuridad de una habitación donde apenas las sombras de la pareja decoran la pared, sin música, y con una planificación plana, esta escena final aparece perfilada en contraposición a la profundidad de campo que ofrecían las cálidas y abigarradas estancias en casa de las tías Kate y Julia.

La película, que hasta su clausura evita cualquier atisbo de hilo narrativo convencional, se sostiene, de forma prodigiosa, en una trama suspendida entre escenas de bailes, evocaciones de viejas anécdotas e interpretaciones de canciones populares que sirven para definir a los distintos invitados; todo ello en continuidad temporal y con la casa de las anfitrionas como único escenario donde los personajes han quedado recluidos. Este tramo del film está concebido con el fin de mantener el relato en un duermevela del que solo saldrá cuando Gabriel y Gretta se encuentren a solas en la habitación. El espectador, hipnotizado por este ejercicio de aletargamiento fílmico, es despertado del ensueño para recordarle el inexorable paso del tiempo: una idea que había sido sugerida previamente de forma magistral en una sucesión de furtivos planos detalle sobre antiguas fotografías, bordados y otros objetos personales que decoran la habitación del piso superior de la tía Julia, mientras ella (interpretada por la actriz y cantante irlandesa Cathleen Delany) canta para los invitados, abajo en el salón y con voz temblorosa, Arrayed for the bridal –una composición inspirada en un aria de Bellini–.

Huston –cineasta infravalorado debido a la variedad de géneros a los que se aproximó, así como por su estilo heterogéneo– sigue siendo recordado, de forma reduccionista, como un solvente adaptador de obras literarias cuando no es definido con la ya gastada etiqueta de “el especialista en retratos de perdedores”; dictamen que merecería un análisis más escrupuloso sobre un realizador que, por ejemplo, cerró una dilatada filmografía con un tríptico de películas de marcado cariz autoral. Y es que, aunque Bajo el Volcán (1984), El honor de los Prizzi (1985) y la melancólica adaptación del cuento de Joyce presentan una disparidad de enfoques formales, no dejan de ser variaciones sobre un mismo tema: la institución matrimonial asediada por la presencia de la muerte.

En Dublineses, la disruptiva secuencia final orquestada por Huston empieza con un plano de más de tres minutos, el más largo del film, que sirve para poner en escena el distanciamiento afectivo de la pareja a través de un cierto alejamiento físico. Mediante una coreografía de idas y venidas en el interior del plano, cada acercamiento de Gabriel hacia su esposa halla, como respuesta, un sutil movimiento de separación. Gretta, con la mirada perdida fuera de plano, recuerda conmocionada a Michael Fury –su amor de adolescencia, fallecido tras pasar una noche a la intemperie por ir a despedirla antes de que abandonara la ciudad, y cuyo recuerdo le ha sido evocado a raíz de oír la canción The Lass of Aughrim durante la cena–. Gabriel escucha a su mujer, desorientado, con la mirada fija en ella, mientras se va convirtiendo en una desconocida para él a medida que avanza la escena. La distancia entre el matrimonio se acentúa todavía más mediante los cortes alternados de sus rostros: sin compartir ya el mismo plano y, mirando ambos en la misma dirección, sus miradas no llegan a cruzarse. Tras un infructuoso acercamiento final, comparten uno de los planos más desoladores: Gretta llora en primer término escondiendo parte del rostro en la almohada mientras la mano inerte de Gabriel, sin llegar a acariciar a su esposa, acaba retirándose lentamente por la derecha del encuadre en un gesto de aceptación de su incapacidad para confortarla.

Gabriel se queda despierto, mirando hacia el exterior a través de la ventana, turbado por la duda de lo que ha significado él para su mujer, y con la certeza de no haber sentido nunca una pasión parecida a la que ella vivió por Michael Fury. Los gélidos y azules planos finales de los prados, castillos y cementerios de la Irlanda de principios del siglo XX son el reflejo del estado emocional del protagonista; su melancolía, interiorizada, se desborda por las imágenes mientras cae la nieve sobre los vivos y sobre los muertos.