Ubicado en el corazón de Nantes, entre el barrio de Graslin y la île Feydeau, el pasaje Pommeraye una galería comercial de inspiración neoclásica, construida a mitad del siglo XIX, conecta, mediante su distribución en tres alturas, el desnivel de casi diez metros que separa la rue Santeuil de la rue de la Fosse. Restaurado por primera vez durante esta década, continua siendo punto de encuentro para los clientes de las boutiques de lujo, así como para aficionados a la arquitectura, curiosos, turistas o instagramers (como muestra representativa de la mezcla, basta con echarle un vistazo al hashtag #pommeraye).

Además de su valor arquitectónico o comercial, entre las columnas que flanquean la escalinata principal, y bajo el techo acristalado, se entrecruzan, y se reconocen entre sí, dos títulos esenciales de la filmografía de Jacques Demy. El cineasta francés, cuya infancia estuvo ligada a la ciudad, sitúa varias escenas de su ópera prima, Lola (1961), en el interior de estos corredores, aunque es en Los paraguas de Cherburgo (1964) donde este escenario, transcendiendo su propia presencia física, aparece convertido en una evocadora metonimia visual que entronca y establece vínculos emocionales entre ambos largometrajes. A pesar de que Lola está exenta de cualquier gravedad y Los paraguas… destila un dramatismo desgarrador, el súbito travelling de retroceso que recorre el piso superior del pasaje Pommeraye en Los paraguas… reafirma las conexiones temáticas entre ésta y Lola, tanto la idealización del primer amor como la nostalgia suscitada por su pérdida.

Los paraguas… tiene su esencia misma en la radicalidad formal. La melodramática historia de amor y desamor de la pareja protagonista se magnifica porque huye de cualquier tinte naturalista y lo consigue mediante el uso de una gama cromática saturada que inunda la pantalla de paredes y vestidos rojos, rosas o azules y, sobre todo, por el arriesgado desafío de tener todos los diálogos cantados sobre la banda sonora compuesta por Michel Legrand, que supone el mayor hallazgo de la película y la eleva a un territorio expresivo colindante entre la ópera, el pop y el jazz. Por tanto, sería suficiente con ver un único fotograma para poder distinguirla de Lola, rodada en scope, y en un blanco y negro que inunda de luz natural exteriores e interiores, al modo nouvelle vague.

A pesar de pertenecer a registros tan diferentes, ambas películas comparten un personaje en común, Roland Cassard, a quien da vida el olvidado actor francés Marc Michel. Roland es presentado en el primer largometraje como un joven idealista, incapaz de mantener un empleo debido a su carácter soñador y cuyo único aliciente vital apunta a la conquista de su amor de infancia, Lola (Anouk Aimée), con la que se reencuentra casualmente mientras pasea, precisamente, por las galerías de Pommeraye. Ella trabaja como bailarina en un cabaret de la ciudad y no duda en rechazarlo porque espera el regreso del hombre del que está enamorada. Derrotado en el juego de amores no correspondidos que hilvanaba la trama de Lola, Roland reaparece en Los paraguas… como un experto vendedor de joyas con una predisposición más cercana al oportunismo que a la ensoñación. Desde su punto de vista, el argumento de la cinta se podría reformular como una nueva tentativa para casarse con la mujer deseada, repitiendo una historia similar a la que protagonizaba en el primer film pero esta vez como antagonista. Aquí, Roland se presenta dispuesto a liquidar la fantasía de quien espera el regreso del primer amor, y manifiesta una firme pero serena determinación de acabar con el ideal romántico del cuento de hadas.

El origen de la herida sentimental de Roland está en Nantes. De ahí el inesperado corte en el montaje en casa de madame Emery (Anne Vernon) y la aparición del pasaje Pommeraye, como si de una invocación se tratara, mientras el plano anterior se cerraba lentamente sobre la mirada perdida de Roland. El travelling de medio minuto de duración por el piso superior del pasaje, ahora vacío, fragmenta la continuidad espacial del relato y funciona como un intruso en el organismo de la película. Así, en Los paraguas… se evoca Lola sin necesidad de recuperar sus imágenes, repitiendo de manera casi espectral el recorrido que hacían juntos Lola (Aimé) y Roland en la escena donde se encontraban por última vez, al tiempo que se recupera la melodía que acompaña a Roland en el primer film, reconvertida en el tema Recit de Cassard como leitmotiv de este personaje. Este travelling sobre el “vacío” puede leerse como una meditación sobre la persistencia de una aflicción sentimental. Una gravedad emocional que halla su correspondencia literal, física, en la robustez de las estatuas, al igual que en la firmeza del hierro forjado de las barandillas. Estamos también ante un plano pesado en lo formal debido a su barroquismo. El recorrido a través de la ostentosa escenografía se presenta como una antítesis de los livianos decorados casi de papel en los interiores de Cherburgo, y de lo etéreo de sus jóvenes enamorados –que en un momento célebre parecen levitar mientras caminan abrazados cantando Devant le garaje, la hoy mítica pieza de Legrand–.

Si entre las estructuras narrativas de Lola y Los paraguas… ya se pueden desenmadejar innumerables ecos entre los personajes, este mismo mallado de variaciones y permutaciones en las hipótesis de sus destinos se expande al resto de la filmografía de Demy. Dos décadas después, la galería reaparece en una de sus últimas obras, Una habitación en la ciudad (1982), esta vez como sombrío escenario de una sangrienta trama. Quizá no sea casual que la cámara y el punto de vista de la acción no se trasladen en ningún momento a la planta superior del pasaje, preservando así intacto el plúmbeo recuerdo de la melancolía.

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